domingo, 5 de enero de 2014

Los que miraron al cielo

Los que vivían, vivieron o pensaron algún día en vivir en aquel pueblo salieron de sus casas esa noche y fijaron sus ojos en el frío cielo.

Los que vivían llevaban bufandas de lana, gorros, guantes, cualquier atavío que les hiciera la noche un poco menos gélida.

Los que vivieron y los que pensaban vivir llevaban además, algunos, binoculares. Los que no, se aseguraron de limpiar rigurosamente sus gafas. Ninguno quería perderse el gran suceso, aún desde la ingrata distancia.

Lo que llevaban todos, habitantes y ex habitantes y aspirantes a habitantes, lo que los unía, era una bien tejida red de nostalgia en sus corazones.

Lo que los congregaba era el cielo. También el miedo. También el dolor.

Los que creían en Dios oraron y se resignaron. Los que no, imitaron a los primeros en lo segundo.

Los que oyeron la noticia, pusieron su mente y su corazón por un segundo en ese lejano y anónimo pueblo, en ese pueblo condenado.

Los que se supieron indolentes sintieron curiosidad y se asomaron a sus ventanas.

Los que miraron al cielo vieron todos, desde todos los ángulos, encenderse el cielo; vieron un segundo de día en medio de la cruel oscuridad. Vieron un espectáculo de pirotecnia natural, vieron la furia del cosmos desatada contra las casas de gente anónima, gente que no había existido para nadie y que ahora ya no existía ni para ella misma.

Los que miraron al cielo vieron un trozo de roca espacial hacer trizas las construcciones, las producciones y las ilusiones de un pueblo emplazado en un trozo de roca bien mundana.

Los que vivían en el pueblo dejaron de vivir allí; dejaron de vivir del todo.

Los que vivieron y los que quisieron vivir, dejaron de vivir por dentro.

Los que se sabían indolentes dejaron de serlo.

Los que miraron al cielo no quisieron mirarlo más.