miércoles, 25 de septiembre de 2013

Medio punto azul pálido




Tomás Moreno bajó del avión al borde de un colapso nervioso. Tenía el rostro congestionado, sentía que su cerebro era dos tallas más grande que su cabeza. La mayor  parte de su desesperación se debía, curiosamente, a que le resultaba imposible calmarse.
Sin salir del aeropuerto podía palpar ya la ansiedad de una larga y difícil jornada. Si quería que ésta fuera exitosa –y más que un deseo, era una imperiosa necesidad- debía alivianarse un poco las cargas y olvidar que sus recientes preocupaciones le estaban carcomiendo la vida. Se dedicó entonces a buscar una distracción que le ayudase a bajar la insoportable tensión. Cualquier pensamiento que lo alejara de sus zozobras serviría. ¡Cualquier cosa!
Incluso algo tan trivial como la foto de un póster publicitario que anunciaba el más simple de los artículos: una botella de agua.
El póster mostraba una imagen de la Tierra tomada desde algún lugar del espacio cercano, acompañada de algún eslogan genérico y la susodicha botella. El azul cobalto, moteado por finos trazos de blanco gaseoso y rayos de naranja eléctrico en el terminador –el color del planeta en aquella publicidad-, logró un efecto casi hipnótico en Moreno, como si sus inquietudes se hubiesen diluido entre los mares ilustrados en la fotografía.
Así que Tomás Moreno aprovechó el efímero pero valioso instante de calma y dejó volar su imaginación…

El planeta Tierra ha de verse desde el espacio –empezó, mientras extendía una mano aún temblorosa para detener el taxi más cercano- igual que una esfera perfecta de pulido mármol azul a contraluz.
Recordó que la forma que tiene la Tierra, vista desde el espacio, depende en gran medida de la distancia a la que sea observada.
            Décadas atrás –y Tomás abrió la puerta tanto del taxi como de sus disertaciones-, las sondas espaciales Voyager partieron desde el planeta en un viaje sin fin por el universo. Su misión inicial fue explorar los mundos exteriores del sistema solar y saciar, de momento, la curiosidad humana y la inherente necesidad que la única especie técnica de la Tierra sentía por conocer sus planetas vecinos. Una vez cumplida esta tarea, las dos naves se embarcarían hacia las estrellas.  
            En la segunda parte de la misión, y en el mejor de los casos, alguna civilización alienígena estaría en capacidad de interceptar las sondas. Previendo tal evento, ambas naves fueron equipadas con sendos discos, semejando el mensaje en la botella enviado por alguien que está perdido en una pequeña isla rodeada de un vasto mar y desea ser encontrado. Eso, pensó Tomás, era la Humanidad: una especie perdida en medio del infinito cosmos, aguardando ser hallada.
Tomás Moreno indicó al taxista el Hotel Grand Hyatt, con voz pasiva, indiferente. Preguntó cuánto tiempo tardarían en llegar; no porque le interesara en realidad, sino solo para evitar mostrar excesiva frialdad. Ya el taxista había notado algo raro y a Moreno no le convenía que el hombre al volante echara a volar sus propias disertaciones sobre el porqué del comportamiento errático de su pasajero. Lo cierto es que Moreno simplemente era un tipo alterado, tratando de distraerse.
En el peor de los casos –prosiguió-, las Voyager seguirían viajando eternamente, pasando de largo por millones de estrellas; siendo ignoradas por planetas habitados con formas de vida inimaginables y civilizaciones que nunca recibirían el mensaje del Hombre.
De todos modos y sin detenerse por las incertidumbres de su futuro, la Voyager 1 enfocó a la Tierra y capturó una imagen del planeta madre, visto desde Júpiter. La gran esfera perfecta de mármol que había visualizado Tomás en el póster del aeropuerto no era, en esa célebre fotografía tomada desde la Voyager, más que un punto azul pálido en medio de un rayo de luz.
Ahora, si el observador se hallase aún más lejos que el ya lejano Júpiter –y aquí Tomás se detuvo por varios segundos para detener un renaciente caos en su mente–, ni siquiera podría divisar su planeta.
Luego se corrigió. Decir “su planeta” era una evidente muestra de infantil antropocentrismo. Primero, porque el planeta no es enteramente suyo, ni siquiera de toda la especie humana, sino de todos los seres vivos que lo habitan y las partículas de materia que lo conforman. Segundo, porque la inflexión en la frase indica, de modo implícito, que cualquier observador que esté buscando la Tierra estaría intentando encontrar su planeta natal. Hasta donde es bien sabido por los astrobiólogos del mundo, hay fuertes indicios para sospechar que la Humanidad no es la única civilización técnica en el Universo (por ello, precisamente, la inclusión del mensaje en las Voyager). No hay razones, entonces, para pensar que quien intente ver el planeta Tierra desde muy lejos deba ser necesariamente un ser humano.
 Estaba pensando con más intensidad de la debida, si es que su intención era darse un descanso. Moreno sacudió su cabeza, tal vez creyendo que con aquel gesto lograría detener el caudal de cavilaciones que manaba a borbotones de su cabeza.
La Tierra vista desde el espacio, concluyó con un poco más de claridad (como si el gesto hubiese funcionado), es una gran esfera de mármol reluciente, un punto azul pálido y también una entidad por completo indetectable para la vista. Decidió quedarse con la segunda imagen y, dándose cuenta de que su ejercicio mental no había funcionado (de nuevo las zozobras resurgieron, contundentes), intentó no desperdiciar el esfuerzo e hilvanó una frase que delimitara con precisión los motivos de su inmensa preocupación: «La Tierra ha de verse desde el espacio igual que un punto azul pálido… Un punto azul pálido a punto de colisionar contra una partícula cósmica aún más insignificante, mas no por ello inofensiva».

Una vez en el hotel y, habiendo cumplido ya con el siempre molesto check-in, Moreno se tumbó en la cama.
No se podía decir que dormía, su estado se asemejaba un poco más a la inconsciencia. Había pasado la mitad de la última semana en aviones y la otra mitad en conferencias y estresantes reuniones que le destruyeron los nervios. Al parecer, y para perjuicio suyo, el asunto del meteorito era tan delicado que solo él podía hacerse cargo. Asunto que lo había obligado a pasar por incontables oficinas y auditorios en Los Ángeles, Madrid y su natal Bogotá. Y ahora se hallaba en Santiago de Chile.
No solo la intranquilidad, el estrés y el arrollador deseo de evaporar el meteorito (o evaporarse a él mismo) le estaban destruyendo, el cansancio físico por sus recientes jornadas maratónicas era también insoportable.
Un segundo antes de dormirse –o perder la conciencia, daba igual-, Moreno deseó intensamente que aquella fuera su cama y no la de un hotel. Pero el tener aún por delante el más importante de los encuentros desde que su equipo descubrió el meteorito, hacía insalvable la distancia que lo separaba de su hogar en la cercana provincia de Antofagasta.

Habría deseado reposar más, pero el timbre de su teléfono cortó de súbito el descanso. De no ser porque llevaba varios días esperando esa llamada, el teléfono sería ahora un montón de circuitos inservibles estampados contra la pared. Aún entredormido, alcanzó a contestar y concertar una cita en el café del hotel para esa misma tarde. Cuando despertó del todo, se sintió tan vivo como una piedra y tan animado como un felino recién empapado.
El café del Grand Hyatt estaba ubicado justo en el lobby, con turistas y gente de negocios yendo y viniendo en todas direcciones, botones atareados con pomposos equipajes, niños correteando y el rumor de decenas de personas conversando en voz alta. No muchos lugares más indiscretos habrían podido encontrarse para una reunión que, al igual que todas por las que había pasado Moreno, precisaba un carácter, por lo menos, confidencial.  
Tomás Moreno encontró a Joanna Zawadzki en una mesa del rincón. Las dos horas que había reposado en su habitación lograron borrar casi todo su nerviosismo y lo dejaron solo con el malgenio corriente de alguien que ha sido sacado  súbitamente de su ansiado descanso. Ya no le inquietaba tanto el trozo de roca que estaba a punto de chocar contra su planeta, en sí, sino cómo convencer a Zawadzki de que ese trozo de roca no era intrascendente.  
Entró, alarmado por la cantidad de clientes en el lugar y, sin sentarse, dijo:
—¿Por qué aquí?
Más que una reclamación, la de Moreno era una pregunta por inocente curiosidad. El raso director de un observatorio en el desierto de Atacama no puede darse la concesión de mostrarse airado con la coordinadora de programas científicos de la European Space Agency (ESA).
—Siempre me ha gustado visitar Chile —respondió Zawadzki—. Siéntese, Doctor Moreno. Me tomé el atrevimiento, si queremos llamarlo así, de ordenar para usted un strudel de manzana. El de este café es el mejor de toda Latinoamérica, se lo aseguro.
—No —insistió Moreno, tomando asiento e ignorando que el postre servido en la mesa le hacía una invitación—. Quiero decir, ¿por qué tenemos que reunirnos en medio de un café, en un hotel? Tengo varios documentos para mostrarle, datos que no pueden filtrarse al público. Este lugar claramente no es apropiado, con todo respeto, señora Zawadzki.
Ella hizo un gesto al camarero, quien no tardó en llevarle otro strudel. Moreno, al ver la escena, se preguntó si de verdad ese postre era el mejor de su clase en todo el continente. Dio un bocado al suyo y se decidió a ordenar otro apenas terminara aquél.
—Doctor Moreno, puede que esto le parezca un cliché, pero la mejor forma de ocultar algo es ponerlo a la vista de todos. Con un poco de cautela al hablar y escogiendo bien las palabras, estoy segura de que a nadie le importará siquiera lo que suceda en esta mesa. ¿Está de acuerdo?
Tomás Moreno quedó helado, desconcertado. Su estrategia era precisamente usar expresiones como “alto riesgo”, “pérdida de vidas humanas”, “graves afectaciones ecosistémicas”, “liberación catastrófica de energía”, y todo cuanto sirviera para despertar el interés –y el miedo, por qué no- de Joanna Zawadzki. Tenía planeado recitar en voz alta los pensamientos que se repetían con violencia en su mente y esperaba causar el mismo efecto en la de ella… incluso si para ello era necesario exagerar algunas verdades.
Y esta mujer le pedía todo lo contrario, términos discretos, informes disimulados, verdades a medias.
 Él sabía que, finalmente, en las manos de Zawadzki recaía la decisión de activar el Escudo de Atmósfera Superior (HAS, por sus siglas en inglés), propiedad de la ESA, y capaz de reducir a polvo el meteorito que él y su equipo descubrieron en el observatorio del que él mismo era director (también afiliado al proyecto HAS). Era claro que Zawadzki estaba al tanto de la situación –tal vez no al mismo nivel de detalle de Moreno-, pero igualmente era claro que ese pedazo de roca espacial a ella le importaba un comino.
Y Tomás Moreno fue consciente de ello mucho antes de tener que verla atacando su strudel y escucharla hablar con parsimonia.
Por eso decidió reunirse primero con las autoridades equivalentes a Zawadzki en la NASA y en su versión japonesa, la JAXA, que con ella misma. Con ambas agencias obtuvo rotundos fracasos. Después de un detallado informe, la respuesta en la NASA fue tajante y perentoria: «Ustedes tienen el HAS, úsenlo, háganlo ustedes, es su deber, nosotros no contamos con la tecnología para hacerlo». Con el director científico de la JAXA conferenció por escasos quince minutos a puerta cerrada, en una oficina del Real Observatorio de Madrid. Él se mostró preocupado, pero solo agradeció por haber sido informado, repitió que la ESA era la agencia que contaba con la tecnología para encargarse de la amenaza e insistió que el meteorito debía ser controlado, por el bien de la Humanidad. No había nada que el japonés pudiera hacer.
Ambos hombres tenían razón. La amenaza debía ser eliminada, toda vez que, de no serlo, afectaría una de las zonas más importantes del planeta, el Amazonas. Los europeos eran quienes contaban con la tecnología y los recursos para defender la Tierra del meteorito, pero por alguna razón, parecían no tener intenciones de usar a HAS.
Tomás Moreno pasó algunos segundos sin hablar, y ante la mirada de Joanna Zawadzki, ya no amable sino inquisidora, no tuvo más opción que renunciar a su estrategia.
—Yo… yo… —titubeó.
—Usted está muy trastornado, Tomás —completó Zawadzki—. Nosotros ya sabemos del paquete que recibiremos. Esté tranquilo, en la oficina nos encargaremos de darle el manejo correspondiente.
Incluso habiendo entendido la obvia metáfora que le planteó la mujer, Moreno estaba notoriamente confundido. Boquiabierto, mirando el aire, sintiéndose como un idiota por no haber recordado que el HAS contaba con un observatorio de escaneo celeste en cada uno de los dos hemisferios. Uno en Chile, el otro en Finlandia. Lo que él juzgó a priori como información exclusiva (en otras palabras, suya) ya era de propiedad de la ESA.
Por fortuna, «darle el manejo correspondiente» solo podía significar una cosa, HAS destruiría el meteorito. Sinceramente, no se lo esperaba. Zawadzki siempre se había mostrado reacia a usar HAS; en palabras de ella, el sistema solo debía ser puesto en marcha «en casos de extrema necesidad».
Moreno, de todas formas, sintió como si alguien hubiera liberado su espalda del peso de un gorila. Ya no tenía nada de qué preocuparse. El Amazonas ya no correría ningún peligro. El pulmón del mundo seguiría respirando.
Sin embargo, había algo más que no entendía…

Pasaron unos cinco o diez minutos en silencio, cada uno devorando un tercer strudel de manzana. El café del Grand Hyatt ahora estaba casi vacío y a Joanna Zawadzki se le antojaba el ambiente más propicio para hablar abiertamente.
—Ya el HAS está trazando la trayectoria del objeto y estamos esperando que la órbita se mantenga estable. En dos semanas, una si no hay ningún inconveniente, el meteorito solo va a ser una anécdota, unas cuantas notas en los periódicos y millones de euros en donaciones. ¡Alégrese, hombre! Parte de ese dinero será para su observatorio, incluso para usted mismo. La industria alemana estará especialmente agradecida, y tienen motivos, les salvamos el pellejo.
Zawadzki continuó.
—Sin embargo, y quiero ser muy clara con esto —haciendo énfasis en el muy— sé que usted decidió informar a otras agencias antes que a nosotros. Entenderá usted que la filtración de información, y más cuando se trata de algo tan delicado, es inaceptable.
—Jo…anna —Moreno interrumpió el ultimátum, tal vez sin siquiera haberlo escuchado. Su voz temblaba como si esta sufriera de Parkinson, — ¿«Industria… industria alemana»?
Y la duda de Moreno se disipó tan pronto como la sensación del gorila imaginario tardó en volver a su espalda.
—Me sorprende su falta de visión, doctor Moreno. Por cierto —anotó ella— preferiría que se dirija a mí por mi apellido. Si destruimos un meteorito que va a caer en medio de un parque industrial alemán, es evidente que ellos serán los más agradecidos.
Moreno lo entendió. Todo se hizo claro en su mente.
El panorama volvió a ser terrible, sombrío.
Zawadzki hablaba de un meteorito que, según los cálculos de rastreo orbital, caería en Alemania. El meteorito que causaba las zozobras en Moreno impactaría en el norte del Amazonas, en Colombia, su país.
Aquello explicaba por qué el observatorio de Finlandia había podido trazar la órbita del meteorito. El que descubrieron Moreno y su equipo se aproximaba a la Tierra, anormalmente desalineado del plano solar, desde el polo sur, y cruzaría toda Sudamérica antes de caer. Dada esta configuración, a los finlandeses les habría sido imposible detectar aquel objeto. El que hallaron los finlandeses tenía una órbita completamente distinta.
No se trataba de una sola amenaza. Tomás Moreno lo comprendió inmediatamente. Joanna Zawadzki tardó unos minutos.

Si bien Moreno seguía atónito, Zawadzki se mostró impasible, implacable.
Él tomó la palabra:
—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué va a hacer la ESA?
—¿A qué se refiere? —replicó ella.
—Caerán dos meteoritos en la misma semana y HAS solo puede encargarse de uno. Usted lo sabe, todos en la ESA lo saben. Y ni la NASA ni la JAXA pueden ocuparse del otro.
—¿Y…?
Moreno estaba, de nuevo, al borde del colapso.
—Doctor Tomás Moreno— prosiguió Zawadzki, solemne, al ver que su interlocutor no respondía—, creo que la elección es clara. Tenemos dos objetos espaciales que chocarán contra la Tierra. Uno reducirá a escombros el parque industrial más grande de Europa; el otro, hará un hoyo en la tierra y quemará unas cuantas hectáreas de selva. Usted sabe que la industria alemana es de vital importancia para la economía mundial. La Unión Europea ya fue informada de la operación. La decisión está tomada.
No hubo respuesta alguna.
            —Ya que la NASA y la JAXA saben de su meteorito, lo mejor es que todo el mundo lo sepa. Como líder del Proyecto HAS —y Joanna Zawadzki enfatizó la palabra «líder»— le doy a usted mi autorización para informar a los gobiernos de los países amazónicos… de hecho, informe a quien quiera. Siempre y cuando nadie se entere del otro objeto, el que destruiremos. La Unión Europea puede ser muy hermética cuando se lo propone. A diferencia suya, ellos no filtrarán ninguna información.
            »En cuanto al otro… inconveniente, diremos que hubo un fallo en los satélites de HAS, pero que gracias a su oportuna investigación, doctor Moreno, Colombia podrá prepararse para el impacto; evacuaciones asistidas, auxilios económicos, lo que se le antoje pedir a esos tercermundistas

Tomás Moreno no pronunció una palabra más.

Recostado en su cama, recordó que no solo había estado en Los Ángeles y en Madrid. También había tenido tiempo de pasar por Bogotá. En su corta estadía, pudo hablar con el presidente de Colombia, quien, al igual que Zawadzki hacía unas horas, había logrado destruir sus nervios. El presidente le había dicho, palabras más, palabras menos, que al país le convenía ese meteorito. No quiso seguir pensando sobre el asunto, se sentía en riesgo de entrar en otra crisis.
Juzgó necesario alivianarse las cargas y olvidarse de las inquietudes que le estaban carcomiendo la vida. Así que se dedicó a buscar una distracción y en su cabeza retumbó la palabra «tercermundistas», que Zawadzki había usado para referirse a los colombianos.


Tercermundistas. Tercermundistas. ¿Primermundistas? Todo se trata de la capacidad económica que tengan los países para comprarse la salvación —empezó a darle rienda suelta a sus cavilaciones—, y en ese sentido, el planeta Tierra, un punto azul pálido, está dividido en dos.

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