domingo, 29 de abril de 2012

Tres conejos en un árbol


No era un día normal en la vereda. Don Jairo y el caballo resabiado que les quedó en herencia a él y a Mariana salieron a las 7 de la mañana, siguiendo la costumbre de Paloma –que en paz descanse- de pisar solo las piedras sobresalientes del camino embarrado que terminaba a dos cuadras de los adoquines de la plaza del pueblo. Mariana se quedó dando de comer a los tres conejos que, medio año atrás, habían hecho sendas madrigueras en las tierras de Jairo, haciéndose al derecho inexpugnable de tener su hogar en donde su salvaje instinto les ordenara.

Mientras resguardaba sus alpargates de fique nuevos de la odiosa intromisión del barro, y luchaba ocasionalmente con el caballo terco, Jairo recordó en un suspiro amargo a su Paloma.  Ella sabía ponerle las riendas al caballo para que no protestara incomprensiblemente con su relinchar. Cuando Paloma extendió sus alas a la otra vida, el rebelde animal rozaba los tres años y ella los veintisiete. El doctor  le había recomendado internarse en el Hospital Municipal para facilitar la atención de su parto riesgoso.  —El palo no está pa’ cucharas— recibió el galeno por respuesta, antes de verla salir apresurada por el porche destartalado de su despacho. En el pueblo nadie se preocupaba por asuntos médicos. Nadie se preocupaba por nada, excepto por la blancura del nevado, la pureza del Río Cóncavo y la muerte, halcón que abrió sus garras en el vientre de aquella paloma sin dejarla alimentar a su hija por primera vez. De su esposa, a Jairo solamente le quedó el caballo y el recuerdo de su sonrisa en el rostro de Mariana.

Toda la felicidad y la tristeza de un hombre caben juntas en un suspiro. Jairo se incorporó y haló con fuerza al viejo animal que no sabía de nostalgias ni melancolía. No era un día normal en la vereda. No era un día normal en todo el pueblo. Los campesinos y sus congéneres vistieron sus mejores ruanas y compraron alpargates nuevos para la fecha más importante de la historia del pueblo, hasta Mariana usó un sombrero nuevo ese día y si los caballos y los conejos debieran ocultar su desnudez, ese día lo habrían hecho con sus mejores ropas. Unos hombres gringos, europeos y alemanes –porque en un pueblo sin tiempo ni dinero para la geografía, Alemania y Europa no tienen nada en común- llegaron con complicadas máquinas y barriles de sustancias desconocidas, acompañados por los discursos y las promesas de desarrollo que al fin llegaron a un pueblo que las esperaba desde antes de saber de industrias y de progreso.

El Ministro de Minería, con el guiño del mismísimo mandatario nacional, que se resguardaba de la menuda llovizna de aquel sábado en un toldo oficial de la alcaldía, garrapateaba en sus apuntes recitando datos que Jairo no entendía.

—Por fin los de la capital se acordaron di’uno, repitió en su mente mientras trataba de entender cifras incompresibles. No obstante, fue automático el fruncir del ceño cuando un pálido gringo de casco amarillo miró en dirección al nevado que daba la naciente del Río Cóncavo, mientras un traductor de voz tímida señaló que era necesario desaparecer la maravilla blanca para extraer un metal extraño y muy valioso que se encontraba en el corazón de la montaña.

—Por el bien del pueblo, del departamento y de toda la nación, aclaró a viva voz el presidente, y prosiguió: Infortunadamente, no contamos con la maquinaria necesaria para extraer las riquezas de nuestro suelo, pero estos ingenieros y técnicos extranjeros, totalmente capacitados…

—¡Con nuestra tierra no se metan, malditas alimañas!

Un alarido desgarrador cortó de tajo el discurso lleno de falsas esperanzas que vociferaban los enormes altavoces traídos de la capital. De repente no era un solo hombre contra los altavoces, la gritería era de todo un pueblo contra el gobierno parasitario y mezquino que les hablaba  por tan extrañas cajas negras gigantescas. El Río Cóncavo era el motor del pueblo.  El nevado, tan sagrado para los campesinos como la pureza de sus propias parcelas, debía defenderse con la vida. Jairo se olvidó de su caballo y de la cita con el veterinario del pueblo a las once de la mañana para agarrar su machete y ondearlo al cielo en grito de guerra. El presidente, sin despeinarse, murmuró algo a un hombre de traje y lentes negros antes de subir a una máquina que se alzaba por los aires y que ningún campesino había visto antes.

Mariana perdió cinco minutos quitándose sus zapatos nuevos para entrar al cultivo de lechugas, fruto del sudor de la frente de su padre. Se hizo a un jugoso y fresco premio, y con el fervor de una madre que cuida de sus hijos, la niña desarticuló hoja a hoja la lechuga y la dio a comer a cada uno de sus conejos. La lluvia había amainado y su inmaculada alma infantil tenía ganas de entonar una canción.

Los policías, con sus armaduras negras y emulando a un batallón de ángeles de la muerte, irrumpieron en la plaza con sus venenosas bombas de progreso. El ruido metálico de los machetes cayendo uno a la vez en los adoquines, se hizo más estruendoso que los altavoces del mandatario y después de seis explosiones consecutivas, todo fue silencio.  Ocasionalmente, se escuchaba uno que otro lamento desesperado por el nevado, por el río, por las esposas que los esperaban en casa y por los animales inmóviles, tendidos en el suelo. El oprobio de la muerte le llegó al caballo tres años antes de lo esperado, mientras su dueño, el hombre de alpargates nuevos, se debatía entre su esposa, su animal y su hija, próxima a la orfandad, para llevarse el honor de ser su último pensamiento. Le había llegado la hora a Jairo, le había llegado la hora al nevado y también al río.

Le había llegado la hora al pueblo.

La canción que buscaba Mariana —ignorando aquel progreso teñido de sangre y muerte que llegó a su tierra— al fin invadió los intersticios de su mente inocente. Repitió la tonada que su papá cantó el día que llegaron los roedores regordetes a su finca: “Tres conejos, en un árbol, tocando el tambor. Que sí, que no, que sí lo he visto yo”.

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