lunes, 14 de octubre de 2013

La actualización definitiva


«Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él…»
1984, de George Orwell, era uno de tantos libros que no existían más que en antiquísimas y escasas bibliotecas. Por alguna razón, La Corporación nunca se molestó en copiarlo al formato de gadget cortical. Simón Wallace, sin embargo, poseía uno de los últimos ejemplares en físico, en estado lamentable, con las hojas despegadas y la tapa podrida. El viejo ejemplar estaba escrito en inglés, su idioma original, una lengua ininteligible para Simón. (Todo el software de La Corporación estaba escrito en español, lo que es lo mismo que decir que era la única lengua oficial del mundo). Aunque ella –la mujer que se lo regaló– le impartió unas rústicas clases de inglés, él nunca consiguió entender nada más allá del primer párrafo; siempre se distraía en actividades que le interesaban más: besarla y memorizar sus ojos, por ejemplo.
Ella murió en extrañas circunstancias, antes de poder verlo avanzar en sus lecciones. Simón hizo de su vida entera ese único párrafo, pensaba que así podría honrar a la mujer que se lo enseñó, la mujer que amó. Pensaba que así podría distraer el dolor.
La imagen de aquel puñado de hojas amarillentas y de aquel empaste roído, el ícono de todo un pasado orquestado por la tragedia, distrajo a Simón por un par de segundos (que duraron varias horas en su mente).
Cuando se recuperó, recordó por qué había traído a colación el fragmento. El día tenía una inquietante semejanza con el descrito por Orwell. Una premonición, tal vez… o quizás el párrafo, que se había convertido en su leit motiv, estaba alterando sus percepciones. Simón parecía confuso. Miró de nuevo, con penetrante atención, y la similitud le resultó ahora más evidente. Era un día luminoso y frío en la Metrópoli 26, su reloj cerebral daba las trece y el gélido viento parecía cortarle la cara.
El misterioso hombre del texto entraba casi de inmediato a un lugar llamado Casas de la Victoria, mientras que él era el extremo contrario de una fila que se extendía por más de dos kilómetros y que terminaba en las gigantescas puertas del Complejo de Mejoras Biotecnológicas de La Corporación. En eso, el joven Simón se sentía en desventaja. El tal Winston Smith se había librado prontamente de los molestos ataques atmosféricos; él, a su vez, se vería obligado a aguantarlos con estoicismo.
Actualizarse y ser capaz de olvidar, pensó Simón, haría que la enervante espera fuese justificada.
Las actualizaciones no eran simples reajustes de rutinas obsoletas o adiciones de nuevos gadgets corticales –procedimientos que se podían efectuar vía Internet–, se trataban de completas reinstalaciones del software de conciencia. El proceso era tan complejo que había de ser efectuado solo por técnicos competentes de La Corporación.
Si bien la actualización pocas veces tomaba más que unos pocos minutos, la masiva afluencia de ciudadanos siempre conseguía colapsar las líneas de servicio, resultando en interminables filas en las afueras de los Complejos de Mejoras Biotecnológicas de todas las metrópolis del mundo. Doscientos complejos debían actualizar a casi quince mil millones de seres humanos.
A Simón no le agradaba para nada la idea de que un desconocido manosease su conciencia. Sin embargo, lo juzgaba necesario, quería librarse de la tortura que era alimentarse en el presente de las memorias de un pasado remoto, imposible, mejor.
Los pocos rostros que pudo ver, a la par que la cola avanzaba a cámara lenta, demostraban una suerte de alegría fabricada en serie. Y es que eso era precisamente. Con solo activar el subprograma serotonínico, todos esos encéfalos empezaban a bombardear felicidad a cada una de sus neuronas. Olvidaban por completo que el viento les acuchillabas las mejillas y los pies les exigían la búsqueda urgente de un asiento.
No pensó ni siquiera por un instante en activarlo. Las otras utilidades del software de conciencia poco o nada le importaban. Él solo quería que le instalaran la capacidad de manipular los centros de memoria cerebrales a su antojo (la cual no era una gran novedad, en comparación con los ansiosos rumores que se escuchaban en las calles sobre la llamada “actualización definitiva”). Solo quería olvidar y deshacerse de todo el dolor que estaba acabando con él.
La fila, por fin, empezó a moverse; al compás de una voz femenina, dulce y de contralto, que sonó dentro de su cráneo:
 –Saludos, Simón. Bienvenido al Complejo de Mejoras Biotecnológicas de la Metrópoli 26. La Corporación se siente extasiada por tu decisión de ser actualizado…
 El tono de voz de aquella mujer (que posiblemente era una máquina) tenía algo perturbador y, al tiempo, agradable; parecía como si por sí sola fuera capaz de activar una marea incontenible de neurotransmisores y manipular a placer las emociones de cualquiera.
 Simón sabía a qué se atenía al acceder a una nueva actualización: la tortuosa repetición de palabras tontas pronunciadas por voces con practicada ternura, que hablaban de la estúpida armonía de La Corporación e intentaban transmitir una insulsa ilusión de felicidad. –Toda esa basura –pensó– puede que se la traguen los demás; a mí me vale un cuerno.
El odio que ella –la mujer que amó– le había contagiado hacia La Corporación, había crecido por años, como un monstruo sobrealimentado por su exceso de lágrimas de tristeza y de gritos enfurecidos. Simón quiso arrancarse el cerebro para no tener que escuchar aquella voz. En todo caso, su influjo casi hipnótico era muy difícil de ignorar. 
Has recibido ya un software de conducta que te permite controlar cada una de tus actividades neurales, conscientes o automáticas. Tienes conexión al mundo entero en tu organismo y ya no necesitas de ningún aparato electrónico, pues tu cerebro, con nuestras mejoras, es ahora el mejor computador que haya existido jamás. Eres muy valioso para La Corporación, hemos hecho de ti el pináculo en la evolución humana…
 No estaba escuchando. Solo podía pensar en ella. La amargura y el dolor invadieron sus entrañas, mientras la fila iba avanzando como una serpiente pesada y firme.
  –…Pero hoy estás aquí para recibir la actualización definitiva, el final del largo proceso que iniciamos al deshacernos de tu obstáculo…
La expresión de Simón, que, según los estándares del proceso de actualización, debería ser de profunda comunión con La Corporación, fue, en cambio, de significativo estupor. ¿La voz había dicho “deshacernos de tu obstáculo”?
 –…Haremos de ti un hombre incluso mejor del que ya eres. Te sanaremos, serás perfecto, por fin te sentirás feliz. Serás libre de todos los pensamientos venenosos que te invaden y te alejan de nuestra armonía; libre de la tristeza que te oprime el corazón y del odio voraz que te carcome las entrañas. –La voz de contralto cambió y, aunque era la misma persona (Simón comprendió que no se trataba de una máquina) habló con el tono propio de alguien que hace una sutil amenaza. –Actualizaremos todo en ti, actualizaremos el amor que aún te esclaviza y te impide armonizarte con nosotros. Ahora que no estás manipulado por sus ponzoñosas ideas ni su nociva interferencia, ahora que te hemos liberado de ella…
 Sus ojos se abrieron hasta casi desorbitarse y el rostro le quedó hecho piedra. Ahora, si no antes (si no durante todas las largas noches que había pasado en vela pensando en su amada, sospechando las razones por las que ella había muerto en un mundo donde nadie muere si no es de vejez) supo, con fatal certeza, que La Corporación había tenido algo que ver en todo ello.
...Notarás en breve que llegará un momento donde la dicha se apoderará de ti, serás testigo y huésped de un éxtasis que no podrás describir. Ya no la necesitarás, empezarás a ser parte de algo más grande…
Las fauces del Complejo de Mejoras Biotecnológicas cada vez aparecían más cercanas, más amenazantes. El rostro de Simón se mostraba apacible y muy calmado, salvo por un tic casi imperceptible en su ojo izquierdo. Todo el caos ocurría en su interior.
–…Sabemos quién eres, Simón Wallace. Te conocemos muy bien. Amabas y amas aún a una insignificante mujer que no era más que un insecto al lado de nosotros. La amas a ella y no a La Corporación. Eso es simplemente inaceptable...
La fila seguía avanzando, menos de doscientos metros lo separaban de las puertas del Complejo.
–…Te viste cegado por el estúpido amor egoísta que sentiste hacia esa mujer que se negó a ser actualizada. Tú mismo te niegas ahora a recibirnos. Esa despreciable mujer y su libro son los responsables. No eres capaz de comprender que La Corporación te quitó ese terrible obstáculo para ayudarte a amarnos y vivir en armonía con los únicos que merecen tu pasión y tus delirios. Nos deshicimos de ella para hacerte parte de nosotros…
En vano, Simón quiso articular una marea de insultos en voz alta. Ellos tenían bien atado su cerebro, le habían limitado el campo de acción a la simple escucha, al movimiento de pies para la necesaria tarea de caminar hacia la corrección de todas sus corrupciones, y a la construcción de un odio que le corroía los huesos.
 –…Eres especial. Tú y todos tus miles de millones de hermanos, nos importan todos y cada uno. Queremos que seas bueno, que abandones tus imperfecciones, que seas parte de algo más grande, que vivas por y para La Corporación. Por ello nos tomamos tantas molestias.
Quería gritarles en la cara (si es que La Corporación tenía alguna), golpearlos directo a los testículos y romperles las piernas. –¡No tenían derecho a matarla! –bramó en su mente, sin poder pronunciar un solo sonido–. ¡No tenían derecho!
 La Corporación era responsable de todas las heridas aún abiertas e infectadas que él quería sanar, ellos le causaron los dolores que lo empujaron a querer actualizarse con desesperación y olvidar la tragedia, el dolor y la pesadez del corazón.
–…Da igual que nos detestes, en unos momentos nos amarás. Armonía…
Como si alguien desde afuera hubiera puesto la idea en su mente (y era exactamente eso lo que estaba ocurriendo), Simón lo comprendió todo. La Corporación era un círculo vicioso, un laberinto sin escapatoria. Ellos causaban la enfermedad y, haciendo un descarado juego teatral, se presentaban como los redentores poseedores de la cura, dispuestos a sacrificar sus propios intereses con tal de dársela a quien la necesitase. Y como gran final de tan rimbombante y siniestra obra de teatro, se apropiaban por completo de la voluntad y la conciencia del ser. Eso era la actualización definitiva, una conquista de la naturaleza humana, una apropiación de lo inapropiable. Simón no pudo evitar pensar que no solo lo habían hecho con él; tal vez con muchos más, tal vez con todos.
En una inexorable demostración de omnipotencia neurotecnológica, alguien o algo desde afuera forzó a Simón a relajar sus pensamientos.
Y supo también, mucho más calmado ahora (incluso expectante), que no importaba si las víctimas sabían a qué se enfrentaban. A fin de cuentas –las ideas seguían llegando a borbotones, ajenas, aunque disfrazadas de realización propia– una vez actualizados, todos se deshacían en vítores y alabanzas hacia La Corporación, en infinita gratitud por haberles quitado de encima la imperfección, tan molesta y tan propia del Hombre. 
 –…Ha llegado el momento de tu redención. Ésta es la actualización definitiva. Ahora serás La Corporación…
Simón Wallace se deslizó rápidamente por entre las enormes puertas del Complejo de Mejoras Biotecnológicas, aunque no con la suficiente rapidez como para evitar que una ráfaga de su polvorienta humanidad se colara aún con él. 

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