lunes, 30 de diciembre de 2013

El Dios en una tostada

Hasta el Dios omnipotente, creador de todo lo que fue y todo lo que será, ha necesitado de vez en cuando ciertas pausas en sus labores habituales, propias de su rol como amoroso dictador del universo. Dichas pausas, que son exactamente lo contrario a un descanso, han tenido duraciones muy variables y consecuencias también bastante diversas. En estos intersticios laborales, Dios ha debido olvidarse por completo de los asuntos que aquejan a sus diminutas creaciones conscientes, vaya paradoja, para preparar una inefable demostración de su infinita compasión hacia la especie humana. El diluvio y las plagas que lanzó contra los egipcios fueron decisiones que no tomaron mucho tiempo; mandar a morir a su propio hijo para salvar a la especie de un mal creado por él mismo, en cambio, le tomó varios siglos de cavilaciones.  

Como ya se ha mencionado, entre aquellas pausas las hay de toda duración y con variables consecuencias. Unas no han tomado más de unas horas y sus efectos no han ido más allá de un gol en contra del equipo de fútbol que puso sus esperanzas de ganar en el todopoderoso. Otras han tardado milenios enteros. Se dice incluso que eso que los humanos llaman "Edad Media" fue uno de esos lapsos en que Dios ha debido ausentarse; salvo por que en ésta él mismo dejó claras instrucciones para que los clérigos se encargasen de llevar a buen término sus planes y mandatos. De hecho, todavía se encuentran, no con mucha dificultad, quienes se jactan de pertenecer al linaje de hombres que dieron sus piadosas vidas (y acabaron con las ajenas e impías) para cumplir la voluntad de Dios. Estas mismas personas, curiosamente, se niegan a aceptar el regalo que su divinidad les obsequió; eso que todos los humanos conocen como "Renacimiento".

Y no lo pongan en duda, queridos e insignificantes humanos, la terrible crisis por la cual atraviesa su especie es solo el producto de otra de estas ausencias del Dios redentor. Pero no desfallezcan. Pronto el hambre, las guerras, la desigualdad y las crueles injusticias del capitalismo se irán (justo como otrora sucedió con el atroz comunismo ateo). Como buen allegado al Creador que soy, él me ha comunicado de primera mano sus intenciones. Su decisión ya está tomada y en breve, una inconfundible muestra de su amor omnipotente estará en manos de ustedes; un mensaje de alegría, el final de todos los males que aquejan a la pobre humanidad. La esperanza volverá en una grandiosa exhibición de Su poder. 

No deben confundirse, recuerden que los medios que usa el Padre son misteriosos para ustedes. Crean en el poder de su Dios y sean testigos de su magnificencia cuando vean el rostro de su propio hijo, Jesucristo, en una tostada quemada por el fulgurante amor del Padre.


lunes, 9 de diciembre de 2013

El país del Sagrado Corazón

Hoy, en esta ciudad, ha ocurrido una tragedia. La democracia murió. 

En mis cortos veintiún años de vida he tenido que ver cómo en las noticias de medio día se narran con completa neutralidad sucesos totalmente inverosímiles. Recuerdo haber escuchado a la presentadora de ese entonces decir que Jaime Garzón (uno de mis primeros ídolos de infancia) había sido asesinado. Recuerdo a otra presentadora contándome con notorio entusiasmo que el asesino de Jaime Garzón fue elegido y reelegido presidente. La recuerdo en infinidad de ocasiones, más madura ella, contoneándose al compás de la cosa política, bailando siempre las mejores notas con la derecha política y negándose a levantarse de su asiento si quien pedía una pieza era la izquierda. Hoy la escuché. Tenía el tono de voz de alguien que intenta contar algo de manera imparcial, pero que se infiere está saltando en una pata por la dicha. 

Alguna vez dije en uno de mis textos que Colombia es una especie de agujero negro donde desaparece todo atisbo de razón y lógica. A priori puede parecer que fui ingenuo al escribirlo; achacarle a la irracionalidad los problemas de este bendito vividero (que más bien es moridero) parece un poco simplista. Detrás de cada decisión que toma el poder en este país hay una intrincada red de intereses políticos y económicos que buscan, como siempre, hacer la ley de los menos. Pero si uno mira las consecuencias de tales decisiones (por ejemplo, destruir el medio ambiente o dar balazos a quemarropa a la democracia y a quienes creen en ella) y evalúa los motivos de astucia infantil que sustentan tales decisiones, es difícil no darse cuenta que en Colombia se administra con las nalgas.  

Hoy fue destituido el Alcalde Mayor de la ciudad de Bogotá, Gustavo Petro Urrego. Hace dos años perdí mi virginidad electoral y mi primer voto se lo dí al tipo que pensé que podría hacerlo diferente. Llegó un hombre de marcada ideología de izquierda, planteando ideas tan revolucionarias como devolverle el poder a lo público, desprivatizar, crear en Bogotá una sociedad más incluyente y, sobre todo, más humana. En su momento fue una ruptura en extremo radical puesta frente a la prolongación del mismo discurso politiquero que ha dominado a Colombia durante toda su historia. Mi decisión estaba tomada. La decisión del pueblo bogotano estaba tomada.

He de admitir que en más de una ocasión he querido abandonar este naufragio al que llamamos país. Cada día son más inverosímiles las historias que nos cuentan los noticieros, cada día hay más y más fuertes motivos para indignarse a las doce y media (y eso sin querer pensar en lo que no nos cuentan). Es claro que nuestra gloria ya no es tan inmarcesible y nuestro júbilo no es inmortal. Siempre que quise abandonar, largarme de este pedazo de tierra hermosa gobernado por atroces carroñeros, pensé en tipos como Gustavo Petro, la señora Ángela María Robledo o Antanas Mockus; personas que también son conscientes de que el país se hunde, pero en vez de abandonar el barco se sumergen hasta el casco e intentan soldarlo, viven en función de evitar el naufragio.

Hoy Colombia nos recordó que no se puede soldar bajo el agua. 

Petro, Ángela María Robledo y Mockus son humanos, no son perfectos, se equivocan. Petro se equivocó de muchas formas. La mayor de sus equivocaciones fue, yo creería, atreverse a declararle una guerra contra las mismas cuarenta familias que conforman toda la élite del poder colombiano. 

Es clara mi filiación política con Petro, pero eso no es relevante aquí. La indignación viene en cuanto a que hoy no se ha ofendido a un hombre o a un partido político. Hoy se ha ofendido a la democracia. Hoy se ha irrespetado la decisión de todo un pueblo; los grupos de poder, en cabeza de su dictador, han dado un mensaje muy claro. Aquí, la defensa de lo público es un delito. Aquí, pensar diferente y separarse de las intenciones de los poderosos merece castigos ejemplares. Aquí la democracia es un adorno. Hoy fue Petro, mañana puede ser cualquiera. 

Recuerdo haber salido de mi hogar, consternado, sin palabras, pensando en las implicaciones de lo que ha sucedido hoy. Quedó claro que el país del Sagrado Corazón tiene el corazón podrido por los sagrados gusanos que lo controlan. 

domingo, 17 de noviembre de 2013

806.4616.0110



Nigel Waldheim, Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas y primer representante de la Humanidad ante el Congreso Galáctico, se puso en pie y corrió hacia la compuerta de una nave corriente, monoplaza, idéntica a unas mil más que dormían en la comodidad del espaciopuerto. Cualquier segundo perdido podría ser fatal.
Después de interminables meses de ser estudiado por psicólogos, lingüistas y anatomistas alienígenas; de desgastantes charlas con políticos de cientos de civilizaciones diferentes; de trabajosas lecciones de historia y de inseguras promesas de acuerdos comerciales con multitud de dignatarios, por fin se le permitiría volver a su hogar, la Tierra. El motivo del súbito regreso, según informó Waldheim, era un asunto de política interna que exigía presencia y dedicación exclusiva.
       La civilización humana no estaba en posición de permitirse una ausencia demasiado prolongada del Secretario General de la ONU. Estando al borde de una guerra nuclear (y reviviendo los fantasmas de la Guerra Fría), cualquier esfuerzo diplomático, por exagerado que este fuera, era necesario. Nigel Waldheim debía regresar tan pronto como pudiese. Tal vez el establecimiento de canales de diplomacia galáctica abriera una puerta hacia la salvación definitiva de la especie, tal vez su tarea en el Congreso fuese de vital importancia para el futuro de la misma; pero, por ahora, la Humanidad necesitaba a Waldheim en la Tierra. Antes de pensar en un futuro en la promisoria Galaxia, los humanos debían asegurarse un presente en su propio planeta.  
Waldheim repasó con premura el manual de navegación espacial al momento de abordar la nave. Era un folleto más bien breve, con unos cuantos datos muy puntuales e instrucciones precisas. El humano –el único en varios millones de parsecs cúbicos– se preguntó indignado por qué utilizar un ineficaz medio impreso en vez de apelar al omnipotente computador de a bordo.
Una vez apostado en una silla de ergonomía envidiable, descubrió el porqué de los folletos. El computador necesitaba ser accionado directamente por el pasajero. Además, éste debía ingresar el serial del sistema estelar al que se dirigía. La nave, después de ello, haría todo el trabajo.
Solo había una pantalla encendida en toda la nave, los demás sistemas reposaban en silencio. Una fotografía de la misma pantalla, la única refulgente, ocupaba la primera página del folleto. En la segunda, se podían leer las instrucciones para ingresar los datos necesarios para dar vida al resto del vehículo e indicarle a qué rincón de la Galaxia dirigirse.
000.0000.0001.
El serial asignado a la instalación principal del Congreso Galáctico tintineaba en la pantalla. Abajo, el espacio para introducir un código de autorización –el análogo a la llave de ignición de un automóvil– y, por último, otro espacio vacío, correspondiente al serial del planeta, asteroide o instalación de destino.
000.0000.0001. Para todos los efectos prácticos, el Congreso Galáctico era el centro de la Galaxia.
Cuando Waldheim introdujo el código de autorización, la nave se encendió como un árbol de navidad.
«Ahora La Tierra», pensó. El folleto la catalogaba en el sector 806, región 4616, sistema estelar 0110.
Serial 806.4616.0110.
Digitó los números con notable rapidez en un teclado bastante similar al de su computador personal, que contenía todos los caracteres alfanuméricos que se usaban en la gran mayoría de lenguajes humanos. Una proeza por parte de los ingenieros del Congreso.
Estaba listo para partir.
La nave empezó a alejarse de la instalación principal del Congreso Galáctico. Al principio, su pasajero solo pudo ver una insignificante porción de la perfecta superficie de una esfera de casi el tamaño de Júpiter, repleta con las maravillas de centenares de civilizaciones alienígenas. ¡Cuánto conocimiento se juntaba en ese lugar, cuántos misterios, cuánta gloria, cuántas oportunidades para la especie humana!  
A medida que la nave aceleraba, la majestuosidad del Congreso se iba haciendo cada vez más pequeña, hasta que la descomunal esfera se convirtió en un tenue punto de luz pálida que se perdía entre el brillo frío de estrellas distantes.  Uno de esos soles lejanos era el sol de la Tierra. Su afanoso destino.
      Luego de haber dormido unas dos o tres horas, dos alarmas con tonos muy diferentes y que sonaban al unísono interrumpieron su descanso. Era la primera vez que se encontraba en completa soledad desde su llegada a la instalación principal que recién había abandonado. Despertarse muy irritado era la consecuencia natural.
       El chillido de la primera lo conocía a la perfección; ya lo había escuchado varias veces en su viaje de ida al Congreso. Siempre sonaba por poco menos de un minuto y su función era indicarle que debía recostarse en su litera y atarse bien, pues en más o menos diez minutos –no recordaba la magnitud exacta, pero era una cifra cerrada en notación galáctica– la nave entraría en un agujero de gusano, esta vez el correspondiente a la región 806.
      La segunda, sin embargo, era un siseo tenue e incesante. Ya se había aferrado a la litera, por lo que decidió ignorar de momento lo inquietante de la situación. La nave no está en peligro, se convenció a sí mismo. En caso de emergencia, las típicas luces rojas (una imitación de las convenciones humanas, para su comodidad) bañarían de premonición su habitación. En vez de ello, la iluminación se mantenía normal, todo estaba en orden.
De todas formas, esa alarma no debía estar sonando. Algo inusual estaba ocurriendo, o estaba a punto de ocurrir.  
     El sistema de tránsito interestelar es demasiado intrincado, según la opinión del comité asesor en Física del Congreso, para explicárselo a un solo individuo de una especie recién anexada a la organización. Su complejidad aumenta de forma considerable si aquél individuo no tiene una fuerte formación científica. Waldheim debió tener fe ciega en la efectividad del sistema mientras su nave atravesaba el primer agujero de gusano en su urgente camino a la Tierra.
        Suaves turbulencias sacudieron la nave en su regreso al espacio normal. Waldheim se liberó de su litera y se deslizó hacia el otro costado de la recámara. Allí, el siseo seguía dominando el ambiente, inquietante, cargado de presentimiento. Tenía menos de cinco minutos (en notación humana) para averiguar de qué se trataba, antes de entrar en el segundo agujero de gusano.
       Era un mensaje de categoría 0. Prioridad máxima. El siseo cesó y una sola línea apareció en la pantalla más cercana:
«Origen: 000.0000.0001. Recomendamos regreso inmediato a la instalación principal».
En otro momento regresaré, pensó.
      Cuando Waldheim se deshizo por segunda vez de sus ataduras, se dirigió, de nuevo, hacia la pantalla donde el mensaje aún se leía firme, imperativo. Tal vez algún procedimiento formal fue pasado por alto antes de su partida. Posiblemente un asunto burocrático olvidado. Algo de importancia menor. Le harían perder un día o dos y luego lo enviarían de nuevo a la Tierra. Pero Waldheim no estaba dispuesto a ser víctima de las demoras de la burocracia galáctica. La Tierra exigía con desesperación su presencia. El Congreso tendría que esperar.
       Al salir del tercer agujero de gusano, Nigel Waldheim se encontraba ya embebido en una incontrolable sensación de urgencia. Si bien ya estaba en su sistema solar, aún tenía por delante unas diez horas de viaje por espacio normal y otras cinco para el reingreso al planeta. Angustiarse, contrario a lo que él habría deseado, no aceleraría su nave.
       Las comunicaciones provenientes de la Tierra que pudo sintonizar en la instalación principal (aquellas que lo obligaron a regresar) no eran nada alentadoras. Las potencias mundiales habían agotado todos los recursos pacíficos para apropiarse de los escasos recursos naturales aún prístinos y de las raras zonas del planeta en que la contaminación ambiental aún no había surtido efectos letales. La guerra por los últimos recursos naturales del planeta, tan vaticinada por tantos años, ahora era inminente. Se hablaba incluso de ciertas naciones dispuestas a usar armas nucleares contra sus enemigos. Tan grave era la situación –y tal la carencia de buen juicio– que la especie entera estaba al borde de la autodestrucción. Justo en el momento en que la humanidad había sido anexada al máximo organismo diplomático de la Galaxia; justo cuando las puertas del Universo se abrían para ellos.
        Varias horas después, de nuevo, la alarma siseó y un mensaje se mostró en pantalla.
«Origen: 000.0000.0001. Waldheim, Nigel. Recomendamos regreso inmediato a la instalación principal. Regrese en este momento».
       Nigel Waldheim debía llegar a la Tierra. Nigel Waldheim debía comunicar a todos los humanos que la Galaxia entera estaba dispuesta a apoyarlos, si no es que a salvarlos de una muerte causada por sus propios errores. El Congreso Galáctico podría esperar un día o dos. Él ni siquiera tendría que hacer un reingreso al planeta para dar su mensaje. Desde la misma nave o desde la Estación Espacial Internacional podría convocar una reunión extraordinaria del Consejo de Seguridad de la ONU.  
        Waldheim no encontró ningún motivo para aplazar el mensaje. Encendió el radio de su nave, por medio del computador de a bordo dirigió la antena hacia la Tierra y ordenó, en una frecuencia privada, propia de la ONU, una reunión de carácter prioritario del Consejo de Seguridad.  
«Ahora solo queda rezar» pensó.
       Aún la nave no había pasado la órbita de Júpiter. Su radiotransmisión tardaría algo más de una hora en llegar a su destino. La Tierra, sin embargo, se podía divisar ya, lejana y fría, un punto azul pálido en medio de un rayo de luz. El radio auxiliar de la nave captaba algunas señales terrestres; estática que se confundía con las palabras aceleradas de los locutores de noticias.
       Sabía que la comunicación de vuelta tardaría un buen rato en llegar. Sin nada más que hacer, Waldheim sintonizó en el radio auxiliar la estación más cercana en el dial y se dedicó a escuchar, impaciente, temeroso, las transmisiones emitidas en la Tierra una hora atrás.
«(…) Presidente de Rusia, en comunicado de prensa, ha hecho pública la declaración de guerra a los Estados Unidos de América. Desde ya las tropas armadas se movilizan (…)».
       Una hora, una hora llevaba la humanidad en guerra. ¿Qué tan probable era que, en tan solo una hora, alguno de los dos países decidiera usar una bomba nuclear? Con lo volátil de la política mundial en ese momento, Waldheim ni siquiera quiso calcular las probabilidades.
       Observó, impávido, absorto, aquél punto azul, la Tierra, cada vez más grande, más cercana y apremiante. Su mirada fija era una plegaria. El punto, poco a poco, se convirtió en disco. Waldheim casi podía agarrar el planeta con la mano izquierda. Las transmisiones de radio seguían informando sobre la guerra.
«El Presidente de EEUU, en lo que muchos consideran una medida irracional y desesperada (…)»
Silencio.
El hombre de la nave, todo histeria y paranoia, golpeó una de las paredes. Examinó el computador y buscó alguna falla en el sistema auxiliar de radio. Todo en orden. Y, a pesar de ello, solo se escuchaba estática y silencio. Probó en todas las frecuencias. Nada.
¿Qué demonios estaba ocurriendo en la Tierra?
Volvió a la ventanilla de la nave y vio de nuevo el disco, mucho más grande esta vez. Y entonces la respuesta llegó. No por sus oídos, sino por sus ojos. El más negro de los terrores bañó de tragedia a todo el sistema solar. Waldheim estaba bastante seguro de lo que había visto. Se dejó caer con el peso de toda una especie que perece, víctima de sí misma.
Miró de nuevo y las vio esta vez aún más claras: Decenas de nubes en forma de hongo esparcidas por todo el globo. Guerra nuclear. El fin de la raza humana.
«Si tan solo hubiera llegado una hora antes… Tal vez habría podido evitar la catástrofe».
Era el fin. Ya no habría más preguntas de trascendencia cósmica. Ya no más respuestas. Nunca más el amor, nunca más la sonrisa de sus hijos. Ningún descendiente que lo recordase y se sintiera orgulloso. No más viajes a las estrellas, no más Congreso Galáctico.
No más razones para seguir con vida.
El borbotear de la sangre negra saliendo a chorros por el cuello de un agonizante Waldheim enmudeció el siseo de la alarma. Un mensaje se mostró en pantalla. Un mensaje que nadie leyó:

«Origen: 000.0000.0001. Waldheim, Nigel. Por favor, regrese de inmediato a la instalación principal. Aún podemos hacer algo por su especie. Por favor, regrese».

lunes, 14 de octubre de 2013

La actualización definitiva


«Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él…»
1984, de George Orwell, era uno de tantos libros que no existían más que en antiquísimas y escasas bibliotecas. Por alguna razón, La Corporación nunca se molestó en copiarlo al formato de gadget cortical. Simón Wallace, sin embargo, poseía uno de los últimos ejemplares en físico, en estado lamentable, con las hojas despegadas y la tapa podrida. El viejo ejemplar estaba escrito en inglés, su idioma original, una lengua ininteligible para Simón. (Todo el software de La Corporación estaba escrito en español, lo que es lo mismo que decir que era la única lengua oficial del mundo). Aunque ella –la mujer que se lo regaló– le impartió unas rústicas clases de inglés, él nunca consiguió entender nada más allá del primer párrafo; siempre se distraía en actividades que le interesaban más: besarla y memorizar sus ojos, por ejemplo.
Ella murió en extrañas circunstancias, antes de poder verlo avanzar en sus lecciones. Simón hizo de su vida entera ese único párrafo, pensaba que así podría honrar a la mujer que se lo enseñó, la mujer que amó. Pensaba que así podría distraer el dolor.
La imagen de aquel puñado de hojas amarillentas y de aquel empaste roído, el ícono de todo un pasado orquestado por la tragedia, distrajo a Simón por un par de segundos (que duraron varias horas en su mente).
Cuando se recuperó, recordó por qué había traído a colación el fragmento. El día tenía una inquietante semejanza con el descrito por Orwell. Una premonición, tal vez… o quizás el párrafo, que se había convertido en su leit motiv, estaba alterando sus percepciones. Simón parecía confuso. Miró de nuevo, con penetrante atención, y la similitud le resultó ahora más evidente. Era un día luminoso y frío en la Metrópoli 26, su reloj cerebral daba las trece y el gélido viento parecía cortarle la cara.
El misterioso hombre del texto entraba casi de inmediato a un lugar llamado Casas de la Victoria, mientras que él era el extremo contrario de una fila que se extendía por más de dos kilómetros y que terminaba en las gigantescas puertas del Complejo de Mejoras Biotecnológicas de La Corporación. En eso, el joven Simón se sentía en desventaja. El tal Winston Smith se había librado prontamente de los molestos ataques atmosféricos; él, a su vez, se vería obligado a aguantarlos con estoicismo.
Actualizarse y ser capaz de olvidar, pensó Simón, haría que la enervante espera fuese justificada.
Las actualizaciones no eran simples reajustes de rutinas obsoletas o adiciones de nuevos gadgets corticales –procedimientos que se podían efectuar vía Internet–, se trataban de completas reinstalaciones del software de conciencia. El proceso era tan complejo que había de ser efectuado solo por técnicos competentes de La Corporación.
Si bien la actualización pocas veces tomaba más que unos pocos minutos, la masiva afluencia de ciudadanos siempre conseguía colapsar las líneas de servicio, resultando en interminables filas en las afueras de los Complejos de Mejoras Biotecnológicas de todas las metrópolis del mundo. Doscientos complejos debían actualizar a casi quince mil millones de seres humanos.
A Simón no le agradaba para nada la idea de que un desconocido manosease su conciencia. Sin embargo, lo juzgaba necesario, quería librarse de la tortura que era alimentarse en el presente de las memorias de un pasado remoto, imposible, mejor.
Los pocos rostros que pudo ver, a la par que la cola avanzaba a cámara lenta, demostraban una suerte de alegría fabricada en serie. Y es que eso era precisamente. Con solo activar el subprograma serotonínico, todos esos encéfalos empezaban a bombardear felicidad a cada una de sus neuronas. Olvidaban por completo que el viento les acuchillabas las mejillas y los pies les exigían la búsqueda urgente de un asiento.
No pensó ni siquiera por un instante en activarlo. Las otras utilidades del software de conciencia poco o nada le importaban. Él solo quería que le instalaran la capacidad de manipular los centros de memoria cerebrales a su antojo (la cual no era una gran novedad, en comparación con los ansiosos rumores que se escuchaban en las calles sobre la llamada “actualización definitiva”). Solo quería olvidar y deshacerse de todo el dolor que estaba acabando con él.
La fila, por fin, empezó a moverse; al compás de una voz femenina, dulce y de contralto, que sonó dentro de su cráneo:
 –Saludos, Simón. Bienvenido al Complejo de Mejoras Biotecnológicas de la Metrópoli 26. La Corporación se siente extasiada por tu decisión de ser actualizado…
 El tono de voz de aquella mujer (que posiblemente era una máquina) tenía algo perturbador y, al tiempo, agradable; parecía como si por sí sola fuera capaz de activar una marea incontenible de neurotransmisores y manipular a placer las emociones de cualquiera.
 Simón sabía a qué se atenía al acceder a una nueva actualización: la tortuosa repetición de palabras tontas pronunciadas por voces con practicada ternura, que hablaban de la estúpida armonía de La Corporación e intentaban transmitir una insulsa ilusión de felicidad. –Toda esa basura –pensó– puede que se la traguen los demás; a mí me vale un cuerno.
El odio que ella –la mujer que amó– le había contagiado hacia La Corporación, había crecido por años, como un monstruo sobrealimentado por su exceso de lágrimas de tristeza y de gritos enfurecidos. Simón quiso arrancarse el cerebro para no tener que escuchar aquella voz. En todo caso, su influjo casi hipnótico era muy difícil de ignorar. 
Has recibido ya un software de conducta que te permite controlar cada una de tus actividades neurales, conscientes o automáticas. Tienes conexión al mundo entero en tu organismo y ya no necesitas de ningún aparato electrónico, pues tu cerebro, con nuestras mejoras, es ahora el mejor computador que haya existido jamás. Eres muy valioso para La Corporación, hemos hecho de ti el pináculo en la evolución humana…
 No estaba escuchando. Solo podía pensar en ella. La amargura y el dolor invadieron sus entrañas, mientras la fila iba avanzando como una serpiente pesada y firme.
  –…Pero hoy estás aquí para recibir la actualización definitiva, el final del largo proceso que iniciamos al deshacernos de tu obstáculo…
La expresión de Simón, que, según los estándares del proceso de actualización, debería ser de profunda comunión con La Corporación, fue, en cambio, de significativo estupor. ¿La voz había dicho “deshacernos de tu obstáculo”?
 –…Haremos de ti un hombre incluso mejor del que ya eres. Te sanaremos, serás perfecto, por fin te sentirás feliz. Serás libre de todos los pensamientos venenosos que te invaden y te alejan de nuestra armonía; libre de la tristeza que te oprime el corazón y del odio voraz que te carcome las entrañas. –La voz de contralto cambió y, aunque era la misma persona (Simón comprendió que no se trataba de una máquina) habló con el tono propio de alguien que hace una sutil amenaza. –Actualizaremos todo en ti, actualizaremos el amor que aún te esclaviza y te impide armonizarte con nosotros. Ahora que no estás manipulado por sus ponzoñosas ideas ni su nociva interferencia, ahora que te hemos liberado de ella…
 Sus ojos se abrieron hasta casi desorbitarse y el rostro le quedó hecho piedra. Ahora, si no antes (si no durante todas las largas noches que había pasado en vela pensando en su amada, sospechando las razones por las que ella había muerto en un mundo donde nadie muere si no es de vejez) supo, con fatal certeza, que La Corporación había tenido algo que ver en todo ello.
...Notarás en breve que llegará un momento donde la dicha se apoderará de ti, serás testigo y huésped de un éxtasis que no podrás describir. Ya no la necesitarás, empezarás a ser parte de algo más grande…
Las fauces del Complejo de Mejoras Biotecnológicas cada vez aparecían más cercanas, más amenazantes. El rostro de Simón se mostraba apacible y muy calmado, salvo por un tic casi imperceptible en su ojo izquierdo. Todo el caos ocurría en su interior.
–…Sabemos quién eres, Simón Wallace. Te conocemos muy bien. Amabas y amas aún a una insignificante mujer que no era más que un insecto al lado de nosotros. La amas a ella y no a La Corporación. Eso es simplemente inaceptable...
La fila seguía avanzando, menos de doscientos metros lo separaban de las puertas del Complejo.
–…Te viste cegado por el estúpido amor egoísta que sentiste hacia esa mujer que se negó a ser actualizada. Tú mismo te niegas ahora a recibirnos. Esa despreciable mujer y su libro son los responsables. No eres capaz de comprender que La Corporación te quitó ese terrible obstáculo para ayudarte a amarnos y vivir en armonía con los únicos que merecen tu pasión y tus delirios. Nos deshicimos de ella para hacerte parte de nosotros…
En vano, Simón quiso articular una marea de insultos en voz alta. Ellos tenían bien atado su cerebro, le habían limitado el campo de acción a la simple escucha, al movimiento de pies para la necesaria tarea de caminar hacia la corrección de todas sus corrupciones, y a la construcción de un odio que le corroía los huesos.
 –…Eres especial. Tú y todos tus miles de millones de hermanos, nos importan todos y cada uno. Queremos que seas bueno, que abandones tus imperfecciones, que seas parte de algo más grande, que vivas por y para La Corporación. Por ello nos tomamos tantas molestias.
Quería gritarles en la cara (si es que La Corporación tenía alguna), golpearlos directo a los testículos y romperles las piernas. –¡No tenían derecho a matarla! –bramó en su mente, sin poder pronunciar un solo sonido–. ¡No tenían derecho!
 La Corporación era responsable de todas las heridas aún abiertas e infectadas que él quería sanar, ellos le causaron los dolores que lo empujaron a querer actualizarse con desesperación y olvidar la tragedia, el dolor y la pesadez del corazón.
–…Da igual que nos detestes, en unos momentos nos amarás. Armonía…
Como si alguien desde afuera hubiera puesto la idea en su mente (y era exactamente eso lo que estaba ocurriendo), Simón lo comprendió todo. La Corporación era un círculo vicioso, un laberinto sin escapatoria. Ellos causaban la enfermedad y, haciendo un descarado juego teatral, se presentaban como los redentores poseedores de la cura, dispuestos a sacrificar sus propios intereses con tal de dársela a quien la necesitase. Y como gran final de tan rimbombante y siniestra obra de teatro, se apropiaban por completo de la voluntad y la conciencia del ser. Eso era la actualización definitiva, una conquista de la naturaleza humana, una apropiación de lo inapropiable. Simón no pudo evitar pensar que no solo lo habían hecho con él; tal vez con muchos más, tal vez con todos.
En una inexorable demostración de omnipotencia neurotecnológica, alguien o algo desde afuera forzó a Simón a relajar sus pensamientos.
Y supo también, mucho más calmado ahora (incluso expectante), que no importaba si las víctimas sabían a qué se enfrentaban. A fin de cuentas –las ideas seguían llegando a borbotones, ajenas, aunque disfrazadas de realización propia– una vez actualizados, todos se deshacían en vítores y alabanzas hacia La Corporación, en infinita gratitud por haberles quitado de encima la imperfección, tan molesta y tan propia del Hombre. 
 –…Ha llegado el momento de tu redención. Ésta es la actualización definitiva. Ahora serás La Corporación…
Simón Wallace se deslizó rápidamente por entre las enormes puertas del Complejo de Mejoras Biotecnológicas, aunque no con la suficiente rapidez como para evitar que una ráfaga de su polvorienta humanidad se colara aún con él. 

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Medio punto azul pálido




Tomás Moreno bajó del avión al borde de un colapso nervioso. Tenía el rostro congestionado, sentía que su cerebro era dos tallas más grande que su cabeza. La mayor  parte de su desesperación se debía, curiosamente, a que le resultaba imposible calmarse.
Sin salir del aeropuerto podía palpar ya la ansiedad de una larga y difícil jornada. Si quería que ésta fuera exitosa –y más que un deseo, era una imperiosa necesidad- debía alivianarse un poco las cargas y olvidar que sus recientes preocupaciones le estaban carcomiendo la vida. Se dedicó entonces a buscar una distracción que le ayudase a bajar la insoportable tensión. Cualquier pensamiento que lo alejara de sus zozobras serviría. ¡Cualquier cosa!
Incluso algo tan trivial como la foto de un póster publicitario que anunciaba el más simple de los artículos: una botella de agua.
El póster mostraba una imagen de la Tierra tomada desde algún lugar del espacio cercano, acompañada de algún eslogan genérico y la susodicha botella. El azul cobalto, moteado por finos trazos de blanco gaseoso y rayos de naranja eléctrico en el terminador –el color del planeta en aquella publicidad-, logró un efecto casi hipnótico en Moreno, como si sus inquietudes se hubiesen diluido entre los mares ilustrados en la fotografía.
Así que Tomás Moreno aprovechó el efímero pero valioso instante de calma y dejó volar su imaginación…

El planeta Tierra ha de verse desde el espacio –empezó, mientras extendía una mano aún temblorosa para detener el taxi más cercano- igual que una esfera perfecta de pulido mármol azul a contraluz.
Recordó que la forma que tiene la Tierra, vista desde el espacio, depende en gran medida de la distancia a la que sea observada.
            Décadas atrás –y Tomás abrió la puerta tanto del taxi como de sus disertaciones-, las sondas espaciales Voyager partieron desde el planeta en un viaje sin fin por el universo. Su misión inicial fue explorar los mundos exteriores del sistema solar y saciar, de momento, la curiosidad humana y la inherente necesidad que la única especie técnica de la Tierra sentía por conocer sus planetas vecinos. Una vez cumplida esta tarea, las dos naves se embarcarían hacia las estrellas.  
            En la segunda parte de la misión, y en el mejor de los casos, alguna civilización alienígena estaría en capacidad de interceptar las sondas. Previendo tal evento, ambas naves fueron equipadas con sendos discos, semejando el mensaje en la botella enviado por alguien que está perdido en una pequeña isla rodeada de un vasto mar y desea ser encontrado. Eso, pensó Tomás, era la Humanidad: una especie perdida en medio del infinito cosmos, aguardando ser hallada.
Tomás Moreno indicó al taxista el Hotel Grand Hyatt, con voz pasiva, indiferente. Preguntó cuánto tiempo tardarían en llegar; no porque le interesara en realidad, sino solo para evitar mostrar excesiva frialdad. Ya el taxista había notado algo raro y a Moreno no le convenía que el hombre al volante echara a volar sus propias disertaciones sobre el porqué del comportamiento errático de su pasajero. Lo cierto es que Moreno simplemente era un tipo alterado, tratando de distraerse.
En el peor de los casos –prosiguió-, las Voyager seguirían viajando eternamente, pasando de largo por millones de estrellas; siendo ignoradas por planetas habitados con formas de vida inimaginables y civilizaciones que nunca recibirían el mensaje del Hombre.
De todos modos y sin detenerse por las incertidumbres de su futuro, la Voyager 1 enfocó a la Tierra y capturó una imagen del planeta madre, visto desde Júpiter. La gran esfera perfecta de mármol que había visualizado Tomás en el póster del aeropuerto no era, en esa célebre fotografía tomada desde la Voyager, más que un punto azul pálido en medio de un rayo de luz.
Ahora, si el observador se hallase aún más lejos que el ya lejano Júpiter –y aquí Tomás se detuvo por varios segundos para detener un renaciente caos en su mente–, ni siquiera podría divisar su planeta.
Luego se corrigió. Decir “su planeta” era una evidente muestra de infantil antropocentrismo. Primero, porque el planeta no es enteramente suyo, ni siquiera de toda la especie humana, sino de todos los seres vivos que lo habitan y las partículas de materia que lo conforman. Segundo, porque la inflexión en la frase indica, de modo implícito, que cualquier observador que esté buscando la Tierra estaría intentando encontrar su planeta natal. Hasta donde es bien sabido por los astrobiólogos del mundo, hay fuertes indicios para sospechar que la Humanidad no es la única civilización técnica en el Universo (por ello, precisamente, la inclusión del mensaje en las Voyager). No hay razones, entonces, para pensar que quien intente ver el planeta Tierra desde muy lejos deba ser necesariamente un ser humano.
 Estaba pensando con más intensidad de la debida, si es que su intención era darse un descanso. Moreno sacudió su cabeza, tal vez creyendo que con aquel gesto lograría detener el caudal de cavilaciones que manaba a borbotones de su cabeza.
La Tierra vista desde el espacio, concluyó con un poco más de claridad (como si el gesto hubiese funcionado), es una gran esfera de mármol reluciente, un punto azul pálido y también una entidad por completo indetectable para la vista. Decidió quedarse con la segunda imagen y, dándose cuenta de que su ejercicio mental no había funcionado (de nuevo las zozobras resurgieron, contundentes), intentó no desperdiciar el esfuerzo e hilvanó una frase que delimitara con precisión los motivos de su inmensa preocupación: «La Tierra ha de verse desde el espacio igual que un punto azul pálido… Un punto azul pálido a punto de colisionar contra una partícula cósmica aún más insignificante, mas no por ello inofensiva».

Una vez en el hotel y, habiendo cumplido ya con el siempre molesto check-in, Moreno se tumbó en la cama.
No se podía decir que dormía, su estado se asemejaba un poco más a la inconsciencia. Había pasado la mitad de la última semana en aviones y la otra mitad en conferencias y estresantes reuniones que le destruyeron los nervios. Al parecer, y para perjuicio suyo, el asunto del meteorito era tan delicado que solo él podía hacerse cargo. Asunto que lo había obligado a pasar por incontables oficinas y auditorios en Los Ángeles, Madrid y su natal Bogotá. Y ahora se hallaba en Santiago de Chile.
No solo la intranquilidad, el estrés y el arrollador deseo de evaporar el meteorito (o evaporarse a él mismo) le estaban destruyendo, el cansancio físico por sus recientes jornadas maratónicas era también insoportable.
Un segundo antes de dormirse –o perder la conciencia, daba igual-, Moreno deseó intensamente que aquella fuera su cama y no la de un hotel. Pero el tener aún por delante el más importante de los encuentros desde que su equipo descubrió el meteorito, hacía insalvable la distancia que lo separaba de su hogar en la cercana provincia de Antofagasta.

Habría deseado reposar más, pero el timbre de su teléfono cortó de súbito el descanso. De no ser porque llevaba varios días esperando esa llamada, el teléfono sería ahora un montón de circuitos inservibles estampados contra la pared. Aún entredormido, alcanzó a contestar y concertar una cita en el café del hotel para esa misma tarde. Cuando despertó del todo, se sintió tan vivo como una piedra y tan animado como un felino recién empapado.
El café del Grand Hyatt estaba ubicado justo en el lobby, con turistas y gente de negocios yendo y viniendo en todas direcciones, botones atareados con pomposos equipajes, niños correteando y el rumor de decenas de personas conversando en voz alta. No muchos lugares más indiscretos habrían podido encontrarse para una reunión que, al igual que todas por las que había pasado Moreno, precisaba un carácter, por lo menos, confidencial.  
Tomás Moreno encontró a Joanna Zawadzki en una mesa del rincón. Las dos horas que había reposado en su habitación lograron borrar casi todo su nerviosismo y lo dejaron solo con el malgenio corriente de alguien que ha sido sacado  súbitamente de su ansiado descanso. Ya no le inquietaba tanto el trozo de roca que estaba a punto de chocar contra su planeta, en sí, sino cómo convencer a Zawadzki de que ese trozo de roca no era intrascendente.  
Entró, alarmado por la cantidad de clientes en el lugar y, sin sentarse, dijo:
—¿Por qué aquí?
Más que una reclamación, la de Moreno era una pregunta por inocente curiosidad. El raso director de un observatorio en el desierto de Atacama no puede darse la concesión de mostrarse airado con la coordinadora de programas científicos de la European Space Agency (ESA).
—Siempre me ha gustado visitar Chile —respondió Zawadzki—. Siéntese, Doctor Moreno. Me tomé el atrevimiento, si queremos llamarlo así, de ordenar para usted un strudel de manzana. El de este café es el mejor de toda Latinoamérica, se lo aseguro.
—No —insistió Moreno, tomando asiento e ignorando que el postre servido en la mesa le hacía una invitación—. Quiero decir, ¿por qué tenemos que reunirnos en medio de un café, en un hotel? Tengo varios documentos para mostrarle, datos que no pueden filtrarse al público. Este lugar claramente no es apropiado, con todo respeto, señora Zawadzki.
Ella hizo un gesto al camarero, quien no tardó en llevarle otro strudel. Moreno, al ver la escena, se preguntó si de verdad ese postre era el mejor de su clase en todo el continente. Dio un bocado al suyo y se decidió a ordenar otro apenas terminara aquél.
—Doctor Moreno, puede que esto le parezca un cliché, pero la mejor forma de ocultar algo es ponerlo a la vista de todos. Con un poco de cautela al hablar y escogiendo bien las palabras, estoy segura de que a nadie le importará siquiera lo que suceda en esta mesa. ¿Está de acuerdo?
Tomás Moreno quedó helado, desconcertado. Su estrategia era precisamente usar expresiones como “alto riesgo”, “pérdida de vidas humanas”, “graves afectaciones ecosistémicas”, “liberación catastrófica de energía”, y todo cuanto sirviera para despertar el interés –y el miedo, por qué no- de Joanna Zawadzki. Tenía planeado recitar en voz alta los pensamientos que se repetían con violencia en su mente y esperaba causar el mismo efecto en la de ella… incluso si para ello era necesario exagerar algunas verdades.
Y esta mujer le pedía todo lo contrario, términos discretos, informes disimulados, verdades a medias.
 Él sabía que, finalmente, en las manos de Zawadzki recaía la decisión de activar el Escudo de Atmósfera Superior (HAS, por sus siglas en inglés), propiedad de la ESA, y capaz de reducir a polvo el meteorito que él y su equipo descubrieron en el observatorio del que él mismo era director (también afiliado al proyecto HAS). Era claro que Zawadzki estaba al tanto de la situación –tal vez no al mismo nivel de detalle de Moreno-, pero igualmente era claro que ese pedazo de roca espacial a ella le importaba un comino.
Y Tomás Moreno fue consciente de ello mucho antes de tener que verla atacando su strudel y escucharla hablar con parsimonia.
Por eso decidió reunirse primero con las autoridades equivalentes a Zawadzki en la NASA y en su versión japonesa, la JAXA, que con ella misma. Con ambas agencias obtuvo rotundos fracasos. Después de un detallado informe, la respuesta en la NASA fue tajante y perentoria: «Ustedes tienen el HAS, úsenlo, háganlo ustedes, es su deber, nosotros no contamos con la tecnología para hacerlo». Con el director científico de la JAXA conferenció por escasos quince minutos a puerta cerrada, en una oficina del Real Observatorio de Madrid. Él se mostró preocupado, pero solo agradeció por haber sido informado, repitió que la ESA era la agencia que contaba con la tecnología para encargarse de la amenaza e insistió que el meteorito debía ser controlado, por el bien de la Humanidad. No había nada que el japonés pudiera hacer.
Ambos hombres tenían razón. La amenaza debía ser eliminada, toda vez que, de no serlo, afectaría una de las zonas más importantes del planeta, el Amazonas. Los europeos eran quienes contaban con la tecnología y los recursos para defender la Tierra del meteorito, pero por alguna razón, parecían no tener intenciones de usar a HAS.
Tomás Moreno pasó algunos segundos sin hablar, y ante la mirada de Joanna Zawadzki, ya no amable sino inquisidora, no tuvo más opción que renunciar a su estrategia.
—Yo… yo… —titubeó.
—Usted está muy trastornado, Tomás —completó Zawadzki—. Nosotros ya sabemos del paquete que recibiremos. Esté tranquilo, en la oficina nos encargaremos de darle el manejo correspondiente.
Incluso habiendo entendido la obvia metáfora que le planteó la mujer, Moreno estaba notoriamente confundido. Boquiabierto, mirando el aire, sintiéndose como un idiota por no haber recordado que el HAS contaba con un observatorio de escaneo celeste en cada uno de los dos hemisferios. Uno en Chile, el otro en Finlandia. Lo que él juzgó a priori como información exclusiva (en otras palabras, suya) ya era de propiedad de la ESA.
Por fortuna, «darle el manejo correspondiente» solo podía significar una cosa, HAS destruiría el meteorito. Sinceramente, no se lo esperaba. Zawadzki siempre se había mostrado reacia a usar HAS; en palabras de ella, el sistema solo debía ser puesto en marcha «en casos de extrema necesidad».
Moreno, de todas formas, sintió como si alguien hubiera liberado su espalda del peso de un gorila. Ya no tenía nada de qué preocuparse. El Amazonas ya no correría ningún peligro. El pulmón del mundo seguiría respirando.
Sin embargo, había algo más que no entendía…

Pasaron unos cinco o diez minutos en silencio, cada uno devorando un tercer strudel de manzana. El café del Grand Hyatt ahora estaba casi vacío y a Joanna Zawadzki se le antojaba el ambiente más propicio para hablar abiertamente.
—Ya el HAS está trazando la trayectoria del objeto y estamos esperando que la órbita se mantenga estable. En dos semanas, una si no hay ningún inconveniente, el meteorito solo va a ser una anécdota, unas cuantas notas en los periódicos y millones de euros en donaciones. ¡Alégrese, hombre! Parte de ese dinero será para su observatorio, incluso para usted mismo. La industria alemana estará especialmente agradecida, y tienen motivos, les salvamos el pellejo.
Zawadzki continuó.
—Sin embargo, y quiero ser muy clara con esto —haciendo énfasis en el muy— sé que usted decidió informar a otras agencias antes que a nosotros. Entenderá usted que la filtración de información, y más cuando se trata de algo tan delicado, es inaceptable.
—Jo…anna —Moreno interrumpió el ultimátum, tal vez sin siquiera haberlo escuchado. Su voz temblaba como si esta sufriera de Parkinson, — ¿«Industria… industria alemana»?
Y la duda de Moreno se disipó tan pronto como la sensación del gorila imaginario tardó en volver a su espalda.
—Me sorprende su falta de visión, doctor Moreno. Por cierto —anotó ella— preferiría que se dirija a mí por mi apellido. Si destruimos un meteorito que va a caer en medio de un parque industrial alemán, es evidente que ellos serán los más agradecidos.
Moreno lo entendió. Todo se hizo claro en su mente.
El panorama volvió a ser terrible, sombrío.
Zawadzki hablaba de un meteorito que, según los cálculos de rastreo orbital, caería en Alemania. El meteorito que causaba las zozobras en Moreno impactaría en el norte del Amazonas, en Colombia, su país.
Aquello explicaba por qué el observatorio de Finlandia había podido trazar la órbita del meteorito. El que descubrieron Moreno y su equipo se aproximaba a la Tierra, anormalmente desalineado del plano solar, desde el polo sur, y cruzaría toda Sudamérica antes de caer. Dada esta configuración, a los finlandeses les habría sido imposible detectar aquel objeto. El que hallaron los finlandeses tenía una órbita completamente distinta.
No se trataba de una sola amenaza. Tomás Moreno lo comprendió inmediatamente. Joanna Zawadzki tardó unos minutos.

Si bien Moreno seguía atónito, Zawadzki se mostró impasible, implacable.
Él tomó la palabra:
—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué va a hacer la ESA?
—¿A qué se refiere? —replicó ella.
—Caerán dos meteoritos en la misma semana y HAS solo puede encargarse de uno. Usted lo sabe, todos en la ESA lo saben. Y ni la NASA ni la JAXA pueden ocuparse del otro.
—¿Y…?
Moreno estaba, de nuevo, al borde del colapso.
—Doctor Tomás Moreno— prosiguió Zawadzki, solemne, al ver que su interlocutor no respondía—, creo que la elección es clara. Tenemos dos objetos espaciales que chocarán contra la Tierra. Uno reducirá a escombros el parque industrial más grande de Europa; el otro, hará un hoyo en la tierra y quemará unas cuantas hectáreas de selva. Usted sabe que la industria alemana es de vital importancia para la economía mundial. La Unión Europea ya fue informada de la operación. La decisión está tomada.
No hubo respuesta alguna.
            —Ya que la NASA y la JAXA saben de su meteorito, lo mejor es que todo el mundo lo sepa. Como líder del Proyecto HAS —y Joanna Zawadzki enfatizó la palabra «líder»— le doy a usted mi autorización para informar a los gobiernos de los países amazónicos… de hecho, informe a quien quiera. Siempre y cuando nadie se entere del otro objeto, el que destruiremos. La Unión Europea puede ser muy hermética cuando se lo propone. A diferencia suya, ellos no filtrarán ninguna información.
            »En cuanto al otro… inconveniente, diremos que hubo un fallo en los satélites de HAS, pero que gracias a su oportuna investigación, doctor Moreno, Colombia podrá prepararse para el impacto; evacuaciones asistidas, auxilios económicos, lo que se le antoje pedir a esos tercermundistas

Tomás Moreno no pronunció una palabra más.

Recostado en su cama, recordó que no solo había estado en Los Ángeles y en Madrid. También había tenido tiempo de pasar por Bogotá. En su corta estadía, pudo hablar con el presidente de Colombia, quien, al igual que Zawadzki hacía unas horas, había logrado destruir sus nervios. El presidente le había dicho, palabras más, palabras menos, que al país le convenía ese meteorito. No quiso seguir pensando sobre el asunto, se sentía en riesgo de entrar en otra crisis.
Juzgó necesario alivianarse las cargas y olvidarse de las inquietudes que le estaban carcomiendo la vida. Así que se dedicó a buscar una distracción y en su cabeza retumbó la palabra «tercermundistas», que Zawadzki había usado para referirse a los colombianos.


Tercermundistas. Tercermundistas. ¿Primermundistas? Todo se trata de la capacidad económica que tengan los países para comprarse la salvación —empezó a darle rienda suelta a sus cavilaciones—, y en ese sentido, el planeta Tierra, un punto azul pálido, está dividido en dos.

martes, 6 de agosto de 2013

El viajero del tiempo

La civilización murió cuando el viajero del tiempo desapareció. Para qué tomarse la molestia de escribir un epitafio que jamás será leído por nadie, pensó.

Meditó durante los cinco minutos finales y, con él, se desvaneció en un suspiro el último vestigio de la Humanidad.

Había bajado de su nave esperando abrir las puertas del paraíso. En vez de la Tierra Prometida, encontró los escombros de Sodoma y Gomorra.

En el tiempo en que creció el viajero del tiempo, los hombres y mujeres miraban al futuro con intenso optimismo. Todos los días se anunciaban fascinantes descubrimientos y nuevos y complicados artilugios que facilitaban cada vez más una vida que ya era, de por sí, bastante cómoda. Solo bastaba mirar al pasado remoto y acercarse gradualmente hacia el etéreo presente para ilusionarse con la promesa de un futuro maravilloso e inimaginablemente mejor.

El florecer de la ciencia y la técnica puso al viajero del tiempo en una nave, la mejor que su época pudo darle. Él, a cambio, proporcionó la preciada combinación de intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia que era única en él y que lo convirtió en prototipo y representante de su especie.

Lo lanzaron rumbo a las estrellas, lo aceleraron y su nave igualó, en ritmo e intensidad, el galope de la luz que deambula por todos los rincones del cosmos. Dio el salto hiperdimensional –el mayor de todos los logros de la inteligencia terrestre- y mientras su corazón latió tres veces, mil generaciones de hombres y mujeres nacieron y murieron.

El distante y remoto futuro fue atraído hacia el viajero del tiempo con igual fuerza y espectacularidad con que una estrella se hace nova. Viajó hacia adelante. Aunque –a pesar de que muchos lo creían imposible- nada impedía realmente el viaje en el tiempo hacia atrás, le fue rotundamente prohibido hacerlo, a costo de la destrucción de la historia y la creación de insondables paradojas.

Llegó. Y no se encontró, como esperaba, con ascensores espaciales ni colonias orbitando el planeta ni ciudades extremadamente desarrolladas; por más que se esforzó buscando, el viajero no vio tampoco generadores de hologramas, cabinas de teletransportación ni multiplicadores cuánticos.

Tardó demasiado en darse cuenta de la más perturbadora de las ausencias. No había encontrado ningún ser humano en ninguna de las ciudades que visitó.

Tardó todavía más en entender que su nave no era otra cosa que la fría y cruel tumba de una muerta Humanidad.

Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia. Eso decían todos en su época cuando se referían al viajero del tiempo. Las palabras retumbaban en su cerebro y al eco lo amplificaba el vacío de las grandes metrópolis, en ruinas y sin vida. Nada de ello le habría servido para acallar su primitivo instinto de supervivencia, que le pedía a gritos la búsqueda de una solución.

Era el último y no podría hacer mucho por salvar su especie.

Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia. Viajero del tiempo. Repitió las palabras, automáticamente, resignado y cansado por cargar el peso del tiempo, acongojado por ser él, aún con vida, el cadáver de la Humanidad. Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia. Viajero del tiempo. Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia. Viajero del tiempo…

¡Viajero del tiempo! ¡En esas tres palabras estaba la salvación que había estado buscando! ¡Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia! ¡Allí estaban escondidos, en clave, el qué y el cómo!

La estricta prohibición que le impedía viajar hacia atrás ya no tenía sentido en un mundo donde a ningún ser humano –más que a él mismo- podría afectar su travesía. Así que programó su nave, meditó durante los cinco minutos finales y miró, por última vez, el ocaso de una especie que reposaba en los últimos instantes de su crepúsculo.

La civilización murió cuando el viajero del tiempo desapareció. Para qué tomarse la molestia de escribir un epitafio que jamás será leído por nadie, pensó. El viajero aceleró de nuevo su nave hasta que pudo ver estáticos los sorprendentes rayos de luz. Dio, de nuevo, el salto hiperdimensional y regresó desde el ocaso hasta el amanecer de la Humanidad.



El viajero del tiempo bajó de su nave, justo a tiempo para presenciar el nacimiento de la civilización.