domingo, 27 de enero de 2013

El Congreso Galáctico



El Arzobispo era, seguramente, el único hombre que estaba más concentrado en sus oraciones que en los gritos y las alarmas y los rugidos de los aviones. Ni siquiera estaba orando, se hallaba en medio de una abstracción  intensa, de esas que son admirables y de envidiar en el mundo de los religiosos. La palabra que mejor definía su estado mental era, por lejos, estupidez. Pero su estupidez tuvo que quedarse a medias. El sacristán irrumpió corriendo en el oratorio personal del anciano Arzobispo.

— ¡Su eminencia! ¿Cómo es que no está usted en la Plaza?

El viejo se dio un sacudón de cabeza y el brillo volvió a sus ojos. De repente oyó un centenar de sirenas en sordina, personas gritando, enloquecidas e indecisas entre el júbilo y el terror, y un sonido más extraño, algo que nunca en su vida había escuchado. Toda la extraña sinfonía de gritos y sonidos eléctricos estaba a menos de cien metros de distancia. Los dos hombres en sotana corrieron con toda la fuerza que sus delicados pies de religiosos podían ofrecerles y, en menos de veinte zancadas, se encontraron en frente de los ojos del Apocalipsis.

En la Plaza de Bolívar no podía ya volar una sola mosca. El terror le inmovilizaría las alas y si, en su reducido entendimiento lograse comprender que no había nada que temer, no habría tenido un centímetro cúbico de aire vacío por el cual elevarse y observar. 

Unas cien mil personas, entre fulanos que hace veinte minutos eran despistados transeúntes, indigentes, congresistas, policías y algún niño curioso, atestaban de olor a humano el lugar. Los policías se esforzaban por abrirse paso a fuerza de puntapiés en las canillas y porrazos en los codos; desde luego no lograron avanzar demasiado. Pese a la gigantesca mole de personas, en todo el centro de la Plaza y a la sombra de la estatua de Bolívar se podría caminar con perfecta comodidad en un círculo de unos diez metros de diámetro. Eso, si algún humano se hubiera atrevido a estar en el radio de acción de la cosa y de su esfera. 

El Arzobispo recibió una llamada a su móvil y obedeció la orden. En el patio trasero de la Catedral un helicóptero lo recogió. El sacristán tuvo que quedarse. Arriba, cinco o seis militares armados hasta los huesos rodeaban a un hombrecito en traje, de tez clara y ojeras de universitario. A la voz llena de dudas e inseguridades, los militares abrieron paso.

—Buen día, señor Presidente —dijo el Arzobispo.

                                          —

El helicóptero tocó tierra a solo cinco metros de la cosa y su esfera. El piloto y sus comandantes supusieron que tal esfera era una nave, la nave con la cual esa cosa había llegado al que ya no era el único planeta habitado del Universo. En realidad, el extraño ser humanoide y demasiado alto para su extremada delgadez, parecía inofensivo. Los militares descendieron y aseguraron el espacio por el cual el Presidente y el Arzobispo caminarían para dar la bienvenida. El terror desapareció lentamente y solo quedaba una extraña euforia. La inverosímil multitud estaba en silencio, estaba en calma. Si el Presidente y el Arzobispo se atrevían a dar la mano a ese alienígena, todo estaría bien.

Pero antes de que el anciano en sotana y el hombrecito de ojeras ridículas pudieran extender sus manos, un enorme artilugio como antena salió de la nave y giró velozmente en su eje. Los cien mil seres, incluyendo a aquellos recién salidos de la aeronave humana, sintieron vibraciones en sus cráneos. Nadie escuchó nada, pero algo retumbaba en cien mil cerebros. El alienígena se estaba comunicando.

— ¡Saludos! Soy el representante del Congreso Galáctico, encargado de evaluar su planeta. —Alguien habló dentro de las cabezas de todos los presentes. — Nos ha llenado a todos en nuestra Galaxia de gran júbilo el haberlos descubierto. Durante mucho tiempo pensamos que éste sistema estaba inhabitado, pero los hemos encontrado. ¡La gloria de cien mil millones de especies ahora los cobija a ustedes! Y en prueba de nuestro júbilo, el Congreso ha decidido conceder a ustedes un favor, el que ustedes quieran. Tienen media hora para comunicarme su decisión.

La antena volvió a su lugar y cien mil personas se miraron, confundidas.

                                          —

El Arzobispo fue el primero en hablar. Su voz no era fuerte ni varonil, pero el silencio absoluto que invadió el lugar, permitía que todos en la Plaza de Bolívar le escucharan.

—Hermanos, hijos míos— dijo. —Dios nos ha bendecido con la visita de esta hermosa criatura, que prueba la grandeza y perfección de su Creación. Estoy firmemente convencido de que es nuestro deber hacia el Padre Celestial que pidamos como favor que se nos permita llevar su Palabra hasta el último rincón del Universo. 

Los murmullos empezaron a escucharse levemente. La jerga eclesiástica, aunque limpia y dulzona, no logró disfrazar las intenciones atrevidas del anciano. Un policía, perdido entre la masa de personas, habló.

—No sea ridículo señor. Tenemos que pedirle toda su tecnología y sus armas y sus naves y también sus protocolos de seguridad y sistemas de defensa, y por supuesto...

—¡Por supuesto, una copia de la Enciclopedia Galáctica! —Interrumpió una mujer con lentes y bata blanca.

—¡Nada de eso, señora! —Respondió el mismísimo Presidente. —Tenemos que pedirle que se nos permita entrar al Congreso Galáctico, y ya que fue en nuestra Bogotá donde decidieron enviar a su delegado, pidamos que sea un bogotano el representante de la Tierra. Seguramente hay una razón para que esa nave se encuentre aquí y no en Tokio o en Paris.

—¿Y si pedimos que eliminen el calentamiento global, o que acaben con el hambre y las guerras? —Observó una mujer entrada en años.

—¡Estúpida! —gritó un hombre al otro extremo de la Plaza. ¡Que el Presidente sea quien decida!

—¡Sí, que el Presidente decida, que el Presidente decida! —gritaron al unísono unos por aquí, otros por allá.

—¡Yo no voy a permitir que el perfecto imbécil que tenemos por Presidente tome esa decisión! —chilló una joven tatuada y con boina en la cabeza.

—¡Cállese, niña estúpida! —dijo un policía que estaba a su lado, antes de darle un porrazo en la nuca.

Y ya habían pasado diez minutos. En lo que tardó el grito de la joven tatuada en apagarse, los cien mil representantes de la Humanidad se encontraron entre puñetazos, gritos, insultos y un mar de patadas. Eso sí, ninguno se atrevió a romper el círculo imaginario que separaba la multitud de las naves terrestre y extraterrestre y sus tripulantes. El Presidente y el Arzobispo también se acaloraron en una intensa discusión, ambos querían ser los abanderados del planeta Tierra y estar en el Congreso Galáctico, uno predicando y el otro haciendo alianzas estratégicas, quizás para ascender y ser el gobernante con más rango en la Galaxia. Todos defendían a fuerza de golpes y palabras soeces aquello que querían para la Tierra y para ellos mismos. Unos ansiaban riquezas, otros el conocimiento, unos más la tecnología y los últimos, el poder. Estas cosas eran las que deseaban con tezón y violencia esos cien mil hombres y seguramente todos los demás. Y en su comportamiento digno de las bestias y en su falta de racionalidad, los colombianos mostraron a toda la Galaxia lo mejor de la especie humana.

Quince minutos. Se habían tomado tantas decisiones como las que toma un grupo de langostas antes de arrasar cultivos.

Veinte minutos. La mayoría de las personas estaban ensangrentadas, con huesos rotos y tendidas en el suelo. Unas pocas aún peleaban.

Veinticinco minutos. El Arzobispo y el Presidente habían desaparecido. Entre los movimientos de marea propios de la menguada multitud, un niño cayó a los pies del alienigena. El ser, atónito y confundido, ayudó al niño a levantarse. Quedó petrificado al ver que el niño no le miraba con desconfianza, ni le temía, ni había huído, ni siquiera tenía el menor rastro de haber sido herido por la violenta multitud.

Y quedó aún más sorprendido cuando el niño habló.

El alienígena pensó en chequear el estado de su traductor universal, pero estaba bastante seguro de que su máquina, capaz de traducir a su lengua cualquier dialecto de cualquier planeta, no estaba fallando.

—¿Quieres jugar un rato? —repitió el niño, esta vez más claro y fuerte.

—¿Por, por, por qué quieres eso? —se escuchó dentro de la cabeza del pequeño. — ¿Sabes que tu especie solo puede pedirme un favor?

—Sí, lo sé, y quiero que seas mi amigo y que juguemos un rato. ¿Sí?

El extraterrestre cayó en la cuenta de que pedirle explicaciones a un infante era tiempo perdido, pero luego miró a su alrededor; los humanos que no estaban tendidos en el suelo se hallaban aún debatiendo a puñetazos. Y fuera como fuera, él debía enviar un informe al Congreso Galáctico, tenía que dar cuenta del favor pedido y que los burócratas interestelares decidieran, con base en dicho favor, si la Tierra entraba o no al Congreso.

                                          —

Ya era de noche. Cien mil personas yacían ensangrentadas e inconscientes en el corazón de Bogotá. El Arzobispo se levantó del suelo y vio que la nave ya no estaba. Pidió perdón a Dios en nombre de toda la Humanidad y entró a su catedral.

En el cielo, una estrella brillaba más que todas las demás. Allá, en el vientre del astro, un pequeño terrícola y un delegado del Congreso Galáctico se hallaban absortos en su juego, daban patadas a un balón hasta hacerlo pasar por el agujero de una pared. Jugaron hasta quedar exhaustos y, ya estando el niño dormido, el extraterrestre lo regresó a su hogar. Envió un rápido informe al Congreso y descansó. Estaba seguro de que volvería a ver mil veces más a su pequeño amigo terrícola.

sábado, 26 de enero de 2013

Across the Universe

La nada. El todo. El Universo, el vacío. El conquistador del espacio no tenía más que un radio y su millón de estrellas. Su nave había seguido viajando, él simplemente se había bajado. Y ahora estaba solo. Y no podría cambiarlo. El tiempo se encargó de borrar sus recuerdos, sus penas y los aplausos, las aventuras y los asteroides. Y no podría cambiarlo. Y su mundo era ahora un mundo de palabras que fluían, como una lluvia suave entre el tapiz de las nubes. Y su mundo era ahora una comunicación que crispaba los nervios de su radio, que fue primero un chirrido, luego estática y después fue magia. Unas cuerdas estridentes en acordes desafinados y limpios, que con el ritmo de los púlsares, daban pie a una voz dulce e hipnótica. Las cuerdas tintinearon y acompañaron el brillo difuso de las nebulosas. Y todo fue magia, y durante tres minutos todo fue perfecto. El conquistador del espacio sintió que su corazón no estaba ya con él, sino en un lugar desconocido, con fascinantes seres de traje y corbata y música maravillosa. No sabía qué significaban esas palabras tan extrañas, pero las repitió hasta agotar su aire y su vida. "Jai guru deva om, nothing's gonna change my world".

viernes, 25 de enero de 2013

El día de la invasión

"¡Hoy es el gran día!" pensó. Las nubes cargaban más electricidad de la normal, el sol estaba poniéndose y el cielo naranja era un buen presagio del fuego atómico que rompería con la oscuridad de esa noche. Austor ya no recordaba su verdadero nombre, pero sí que llevaba tres mil setecientos dos días esperando por el gran momento. Y el gran momento estaba a punto de llegar...

El sol se puso. Desde que abandonó su viejo nombre, había estado preparando cuidadosamente los artefactos que harían del recién entrado crepúsculo un espectáculo inolvidable. Hoy era la invasión, los alienígenas habían respondido a su llamado y, según sus cálculos, hoy llegarían a la Tierra. Ellos le ayudarían y él les colaboraría. El fin era la destrucción total, que toda la raza humana desapareciera y que el planeta quedara bajo nueva administración. Ellos habían aceptado (recibirían por paga un planeta todo agua y minerales) y emprendieron el viaje con prontitud, desde Sirio hasta Sol a un tercio de la velocidad de la luz. 

Y llegarían hoy. ¡Qué ansiedad! Austor se esmeró en terminar de preparar pacientemente todos los artefactos que ellos le ordenaron colocar en estricto lugar. Colocaba cada olla, cada sombrero de papel aluminio y cada huevo Kinder en el lugar correcto. Se guiaba por un plano muy detallado que ellos le dictaron en sueños. Toda su comunicación había sido en sueños, la tecnología incomprensible y maravillosa de los sirianos llegaba incluso hasta los dominios del subconsciente. 

La noche ya estaba bien entrada.

Todos los artefactos, las armas y los huevos Kinder estaban bien colocados. Solo faltaba el destello de luz que daría el inicio a la Obertura del Fin del Mundo. Austor había hecho un buen trabajo y estaba orgulloso, ellos también lo estarían seguramente. Y su satisfacción dio para cerrar los ojos un instante y descansar. Tendría, finalmente, un momento para disfrutar de su obra, de sus preparativos y sus contactos interestelares. Dormir un poco no era mala idea. Después de todo, los sirianos le despertarían para empezar juntos a destruir el mundo. 

Y Austor durmió toda la noche...

Y Austor durmió todo el día...

"¡Hoy es el gran día!" pensó. Las nubes cargaban más electricidad de la normal, el sol estaba poniéndose y el cielo naranja era un buen presagio del fuego atómico que rompería con la oscuridad de esa noche. Austor ya no recordaba su verdadero nombre, pero sí que llevaba tres mil setecientos tres días esperando por el gran momento. Y el gran momento estaba a punto de llegar...


jueves, 24 de enero de 2013

Intermezzo

Hoy es el día de la invasión, pero el escritor está cansado de escribir. Hoy pueden llegar malvados alienígenas, pueden escapar los muertos de sus tumbas y todos los seres terrícolas se rebelarán contra los humanos; hoy todo lo que debe ser defendido con la propia vida está en manos del escritor, todos los amores, los temores y las angustias, todas las tardes de limonada en el porche y de carnavales en Brasil dependen de la mente del artista. Hoy las estrellas, si el escritor desea, pueden cobrar vida y luchar en conjunto para conquistar el corazón de los humanos. Hoy, una mujer puede ser abducida por su mejor amigo y también otra puede destruir su planeta y su civilización sin sentirse culpable, disfrutando el ser responsable del final de la historia misma. Hoy un oficinista puede construir una nave espacial y largarse de la Tierra, ser el rey autoproclamado del Universo. Hoy, también, una anciana se preparará con devoción para la segunda llegada de su salvador, sin que éste regrese, y también mañana, y pasado mañana, y el día después. Hoy, un siriano varado en medio del espacio interestelar interceptará la voz de un tal John Lennon y la silbará antes de que el oxígeno falte y no pueda escuchar más los "Jai Guru Deva Om". Hoy, también, una niña se comunicará con las estrellas con morse...Hoy el escritor puede crear universos nuevos blandiendo las espadas del texto, hoy el escritor puede ser dios si le viene en gana. Pero no, hoy el escritor está cansado y necesita afilar sus espadas. Hoy el escritor decidió reservarse el Big Bang para otro día. Mañana nacerá un mundo nuevo.

miércoles, 23 de enero de 2013

Estrellas danzantes

Los relojes daban las veinte y las estrellas brillaron como nunca lo habían hecho jamás. Todas ellas, desde las majestuosas supernovas hasta las humildes y tímidas enanas blancas, decidieron en complot volver a ser el anhelo más fuerte de los hombres. Ya ellas lo habían conquistado todo, hasta el último rincón del Universo estaba invadido por millones y millones de puntitos, como diamantes sobre terciopelo negro; toda la vida inteligente en el cosmos esperaba ansiosa la noche y rendía culto a la oscuridad; todas las especies sentían la necesidad de agarrarlas, de metérselas en los bolsillos y lanzarlas suavemente a sus amores. Todas las especies menos una. Y por ello, tenían que recuperar los corazones de los hombres. Necesitaban robarse los suspiros de los hombres, como un niño necesita algún juguete que no puede alcanzar.

Y se esforzaron como nunca lo hicieron en miles de millones de años. La Humanidad era un amor difícil por el que luchar. Y brillaron más que el sucio neón de los letreros y las plásticas luces de los faroles. Muchas explotaron, otras se apagaron y todas temían fracasar. Pero brillaron, se olvidaron de todo su reino para fijarse en una pequeña mota de polvo indiferente. Todos los sueños y los deseos, los anhelos y la felicidad de todo el Universo estaban allí, concentrados en la Tierra. Y cada vez se esforzaron más, algunas cambiaron de color e incluso empezaron a formar figuras para divertir al hombre. Estaban empeñadas en no fracasar.

Y no fracasaron. Reconquistaron el único planeta que se había salido de la armonía perfecta del Cosmos. Todas las estrellas muertas, todas las que jadeaban del cansancio y todas las que cambiaron para siempre se vieron gratamente recompensadas...

Un hombre, un solo hombre entre los millones que caminaban de nuevo a sus casas, antes de poner la mano en el picaporte, miró al cielo. Y una lágrima corrió por sus mejillas.



martes, 22 de enero de 2013

Sonrisas a medias

Era de mañana y hacía frío. Ella entró al café sosteniendo una sombrilla y sacudiéndose la lluvia de los hombros. Un temblor apenas perceptible la custodiaba.
La mesa ya estaba lista y ella se sentó. No saludó a su invitado, ni siquiera lo miró. Tardó unos instantes en hablar.

—Gracias al cielo viniste.
—¿Qué ocurre, Ana?

Jake no era el tipo de persona que la gente considera normal. Andaba sin peinar, su tez era de un perturbador gris de cementerio, era exageradamente alto y su nombre sugería una posible nacionalidad que nadie pudo nunca comprobar. Cuando Ana llegó, él ya había bebido tres cafés, sin azúcar. Por alguna razón que no se podía entender, Ana sentía paz al hablar con él.

—Tuve un sueño —dijo ella.
—Todos tenemos sueños.
—No, no entiendes, y no entenderías.

El hombre gris no respondió.

—Verás, no fue un sueño, fue una pesadilla —continuó Ana. —Soñé que, bueno, alguien me raptaba. En realidad eran varios hombres, muy altos todos. Me llevaron a la cima de una montaña, me llevaron...

—¿Volando? —Interrumpió Jake.
—¡Sí! Me llevaron...¿Cómo lo supiste?
—No sé, te conozco demasiado.

Afuera seguía lloviendo. Ana relató cada detalle de su pesadilla. Unos hombres, más altos que el promedio y cuyos rostros semejaban la escala de grises, la raptaron en la noche. Siempre lo raptan a uno de noche. La llevaron a la cima de una montaña, perdida en medio de más montañas. Con la vaguedad natural del mundo onírico, contó que la analizaron, la observaron detalladamente y la escogieron. Los raptores siempre sonreían a medias y hacían gestos extraños con los ojos. Ana intuyó que se comunicaban sin necesidad de hablar. En un momento, alguien más gritó y, entre una gran conmoción, se lo llevaron a un cuarto lleno de luz. Después de eso, todo se hacía borroso y, al final...

—Sé que alguien me dijo "Estás bajo nuestro control" —Completó la temblorosa mujer
—Fue solo un sueño, Ana. Debes trabajar. Estaré esperándote aquí en la tarde.
—Es verdad. Quise contarte esto, porque, bueno, tú...
—Yo estaré contigo siempre —Atajó Jake.

Antes de que Ana terminara de cerrar la puerta, dio un último vistazo a su amigo. Sonreía a medias y hacía extraños y delicados movimientos con sus párpados. "Estás bajo nuestro control", repitió en voz baja Jake al verla salir.


lunes, 21 de enero de 2013

El día en que Dios durmió

Minda Kyes estaba petrificada. La mujer más dura y estricta entre todas las marcianas se estaba congelando en vida por el miedo. Dos hombrecitos gráciles y con semblante de insecto la observaban, atónitos, incrédulos. Estaban, nada más y nada menos, presenciando el derrumbe del ser marciano.

La mujer no se movía. Los hombres insecto le hablaban sin ser escuchados. Le gritaban, incluso fueron tan insensatos de golpear en la cara a la Gobernante Suprema. No lograron nada. Kyes estaba muerta en vida, tal vez intentaba escapar del futuro terrible, como quien intenta escapar de la brea, tan solo para darse cuenta de que en cada brazada se hunde más.

—¡Maldita Kyes, es una...! —gritó uno de los insectos.
—¿Qué es lo que ocurre, Plyu? — interrumpió el otro.

Minda seguía abstraída. Seguía intentando desaparecer del Universo. Las alarmas empezaron a sonar. El cuarto en que se hallaban los tres marcianos estaba bajo cientos de metros de chillidos y explosiones. De repente, como un tac o una revelación, la luz invadió hasta el rincón más oculto de su mente confundida. Todo fue claro para Kyes, no tenía nada de qué preocuparse. En un sacudón de cabeza volvió a la realidad, a su Universo y a su otrora verde y próspero Marte.

—Llévenme a la superficie —se limitó a decir.

Los hombrecitos insecto eran un mar de pavor. Las puertas metálicas temblaron por sus manos al abrirse. Querían salir corriendo y saltar, parar su mundo y bajarse. Ya era demasiado tarde, ya Kyes se aprestaba a pronunciar el último discurso de cualquier Gobernante Suprema en el moribundo Marte.

El discurso duró poco y solo sirvió para aumentar la histeria. Kyes contó, pausada y neutra, que todos los marcianos morirían, que ella era la culpable de la extinción de la vida en el único planeta del Sistema Solar en que existía una civilización técnica. No discutió los detalles, todos los hombres y mujeres insecto los conocían mejor que a sí mismos. Terminó diciendo que se sentía afortunada.

Plyu, finalmente, se atrevió a preguntar. Vivió la última hora de su vida con una duda que aguardaba a ser solucionada en el último minuto.

—¿Por qué está usted feliz, hija de puta? ¿Por qué se burla de nosotros? ¿Por qué se siente tan afortunada?

Kyes lo miró y rió.

—No seré víctima de la Historia. No seré una infame, nadie me culpará en el futuro por lo que hice. ¿Y quieres saber por qué, Plyu? Es sencillo. Nadie me culpará, porque no habrá más futuro, éste es el fin de la Historia.


domingo, 20 de enero de 2013

Whisky en las rocas

Por fin se encontró solo.

Hizo bailar el dial en todas las frecuencias humanas. Solo escuchó estática. Se hallaba verdaderamente solo.  

El último rastro de la raza humana lo vio unos dos meses atrás. Se trataba de una pequeña nave no tripulada de la que había leído en los libros de historia. Era la Voyager II, el laboratorio que cruzó todo el sistema solar para esquematizarlo, cuadricularlo y quitarle su fascinante halo de misterio. Ya los tiempos de creer en marcianos y neptunianos habían quedado olvidados, la Voyager II hizo trizas el anhelo de encontrar compinches interplanetarios. Solo tardó media hora en dejarla atrás. Media hora para decidir si rescatar la nave o dejar que la naturaleza siguiera su curso. Al final, dejó la chatarrería espacial para otros seres inteligentes. 

Ya estaba muy lejos. Su Sol no podía diferenciarse con facilidad de los otros miles de millones de soles. Antes de abandonar la Tierra, tuvo la idea de instalar un domo transparente de varios metros de diámetro. Ahora su previsión se veía recompensada, era el único testigo de un espectáculo que el Universo tardó varios miles de millones de años en preparar. El corazón se le hinchaba de emoción al ver el infinito mar de puntitos titilando en la lejanía. No solo estaba viajando en el espacio, mirar las estrellas es viajar en el tiempo, al pasado remoto y fascinante de otras razas, otras culturas. otros ermitaños, otros conquistadores del cosmos. 

Él mismo era un héroe.

Su heroísmo no era el de las historietas. En la Tierra todo era igual, su vida y la vida de todos era un constante vacío, la emoción y el espíritu de aventura habían desaparecido con los asientos de seguridad y los porches y la limonada con azúcar. Su heroísmo era el de aquellos que son capaces de vivir, de quienes no se conforman con la mera existencia, de quienes chupan los limones y saltan en vez de bajar las escaleras. Su heroísmo era el de aquellos que, hartos de su hogar, construyen una nave para mandar todo al carajo y lanzarse sin dirección hacia la nada. 

Había deseado tanto alejarse del tráfico, de las luces verdes del semáforo y de los sueldos a fin de mes, que la satisfacción corrió por todas sus células. Ya no quedaba nada de la humanidad, ni siquiera las molestas estaciones de radio que, sin el permiso de nadie, invaden toda la galaxia con horóscopos y noticias deportivas. Estaba totalmente solo y viajaba sin destino. Podría terminar su viaje en Alfa Centauri o en la Galaxia del Cangrejo. Podría cambiar de rumbo al llegar a la siguiente estrella, y continuar su camino hasta la más próxima, colonizando todo el vecindario. 

Podría, en realidad, hacer todo lo que quisiera. No había nadie más, era el amo y señor del Universo entero. Las estrellas bailaban en su honor, brillaban para su propia diversión. La máquina más compleja que haya existido jamás solo tenía como propósito divertirle. Ser consciente de aquello le costó una porción de locura, aunque al final solo se sentaba en su sillón, servía un vaso del mejor whisky del Universo y contemplaba a las luces. Por fin estaba solo, y por fin estaba sonriendo. 

sábado, 5 de enero de 2013

Un párrafo de la Enciclopedia Galáctica


Los primeros en llegar fueron los niños. Solo ellos tienen el espíritu de aventura y la curiosidad para dejarse fascinar por algo que, a la mayoría de hombres encorbatados y mujeres de tacones altos, sacaría saltando de pavor de cualquier lugar. Y es comprensible, los malos productores de las películas de ciencia ficción estadounidenses dedicaron años enteros de su poca creatividad en dar una guía de instrucciones para salvar a la humanidad de una invasión alienígena. Básicamente su receta consistía en correr tan lejos como fuera posible, enlistarse al ejército, esperar a que un genio de los computadores atacara con un virus informático a las naves extraterrestres y, como cereza en el pastel, terminar la guerra con ojivas nucleares y fuegos artificiales de 4 de julio.

No sé si los hombres de corbata corrieron desesperadamente hasta el batallón más cercano, tampoco sé si los computadores alienígenas sean susceptibles a los virus desarrollados para las plataformas de Microsoft Windows, y no tengo conocimiento de que en Colombia se encuentren ojivas nucleares con facilidad, ni que se celebre el 4 de julio. Al menos puedo asegurar que los niños son más aptos que los adultos en situaciones que requieren un poco de valentía. Yo mismo debo reconocer que, aunque siempre quise ver a un extraterrestre, dudé  bastante en notar que no había ningún peligro en aquella escena tan...no sé qué palabra usar para describirla, era como una mezcla entre el apocalipsis bíblico y un sketch de Benny Hill. Una explosión en pleno centro de Bogotá, escombros, gente adulta corriendo desesperadamente y una nave extraterrestre; mientras un personaje bastante gracioso esperaba, de pie junto a ella y rascándose la cabeza, quizá esperando a que una especie de seguro vehicular galáctico llegara en su rescate, al tiempo que unos treinta o más niños, que iban de excursión, correteaban en sus narices.

Como ya he dicho, no fue en la flamante Nueva York o en la fascinante Londres, sino en la vulgar y bidimensional Bogotá donde cayó. Y no fue una horda de violentos alienígenas sino un inocente ser grácil y profundamente confundido, que no entendía por qué todos los humanos grandes huían asustados, mientras los más pequeños se atrevían incluso a treparse en los soportes de su nave.

El extraterrestre era, también, muy diferente al estereotipo de gigantes ojos almendrados, cabeza ovoide y cuerpecito desnutrido y gris que se ve siempre en la televisión. Me recordaba más a Neil Armstrong, con traje y casco desproporcionadamente grande, dando saltitos en la Luna, solo que con cuatro piernas, a manera de tentáculos, en vez de dos. Su nave no era, evidentemente, el platillo volador que los ufólogos incluyen en fotos trucadas, más bien era una especie de esfera con un borde marcado hacia el ecuador y con soporte como trípode, sin ventanas ni lucecitas rojas parpadeando ni ascensor gravitacional en la parte inferior. Parece que los humanos erramos en todos los pronósticos y especulaciones con respecto a los seres del espacio.

Logré perder el miedo antes de que los fastidiosos mosquitos de cámaras y micrófonos llegaran a hacer sus reportajes cargados de mentiras e ignorancia. Afortunadamente, algo del espíritu aventurero infantil queda aún en mis nervios, pues el cuadrúpedo interestelar había ya terminado de manipular sus artefactos y de mover palancas a diestra y siniestra, para retomar vuelo, quizá a algún lugar más emocionante (o menos primitivo) de la Galaxia. Los niños seguían trepados en el soporte de la esfera y ya una nueva explosión se gestaba en su vientre. Confieso que aún estaba algo aterrado, pero tenía que hacer algo para evitar que esos inocentes y valientes mocosos murieran por causa del primer contacto entre humanos y extraterrestres. Corrí con todas mis fuerzas, pero no hubo necesidad. Parece que los mocosos entendieron también lo que sucedería y se alejaron por su propia cuenta. ¡Una jauría de niños tuvo un ataque repentino de prudencia! Tal vez estaba tan abstraído que eso logró sorprenderme más que el mismo alienígena.

Ya habiendo ocurrido lo impensable, ¿Por qué no exprimir más a la fantasía?

Correr, después de todo, no fue una empresa inútil. De repente, yo mismo me encontré en medio del cráter que produjo la nave al caer. No tenía más de veinte metros de diámetro, calculo yo. Acallando el estruendo lejano de las sirenas en sordina, la esfera producía un ruido desconcertantemente técnico. Era al tiempo una explosión y una sinfonía de gran complejidad. En ese ruido incomprensible se encontraba toda la sabiduría de una civilización mucho más avanzada que la nuestra. Veinte tomos de la Enciclopedia Galáctica haciendo retumbar los edificios maltrechos de la ciudad capital del más vulgar de los países de la Tierra. Y siendo la fantástica escena inmejorable, el extraterrestre, ya dentro de su nave y sin el enorme casco que ocultaba un hipotético rostro, guiñó uno de sus enormes ojos felinos (o que al menos se asemejaban un poco a los de los felinos terrestres) y partió, de nuevo hacia las estrellas.

Me extraña un poco que, al acelerar su nave, el alienígena no terminara haciendo parrillada con este insignificante humano. Tal vez necesito revisar mis conceptos de Física elemental. Y como ya saben todos los que leyeron los periódicos y vieron los noticieros del día más importante de la historia colombiana, me quedé de pie mirando hacia el cielo, hasta bien entrada la noche. No respondí a ninguna pregunta de los fastidiosos mosquitos, pues ni siquiera noté su nimia presencia. Por alguna razón en especial, no pude apartar la vista de un punto brillante, que luego constaté que era la estrella Sirio, a ocho años luz de la Tierra. Puede que algún pequeño párrafo de la Enciclopedia Galáctica hiciera eco en mis pensamientos, antes de que la nave partiera de este pequeño punto azul, perdido en medio de la nada.

Tal vez, después de todo, Bogotá sí está a dos mil seiscientos metros más cerca de las estrellas.