domingo, 17 de noviembre de 2013

806.4616.0110



Nigel Waldheim, Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas y primer representante de la Humanidad ante el Congreso Galáctico, se puso en pie y corrió hacia la compuerta de una nave corriente, monoplaza, idéntica a unas mil más que dormían en la comodidad del espaciopuerto. Cualquier segundo perdido podría ser fatal.
Después de interminables meses de ser estudiado por psicólogos, lingüistas y anatomistas alienígenas; de desgastantes charlas con políticos de cientos de civilizaciones diferentes; de trabajosas lecciones de historia y de inseguras promesas de acuerdos comerciales con multitud de dignatarios, por fin se le permitiría volver a su hogar, la Tierra. El motivo del súbito regreso, según informó Waldheim, era un asunto de política interna que exigía presencia y dedicación exclusiva.
       La civilización humana no estaba en posición de permitirse una ausencia demasiado prolongada del Secretario General de la ONU. Estando al borde de una guerra nuclear (y reviviendo los fantasmas de la Guerra Fría), cualquier esfuerzo diplomático, por exagerado que este fuera, era necesario. Nigel Waldheim debía regresar tan pronto como pudiese. Tal vez el establecimiento de canales de diplomacia galáctica abriera una puerta hacia la salvación definitiva de la especie, tal vez su tarea en el Congreso fuese de vital importancia para el futuro de la misma; pero, por ahora, la Humanidad necesitaba a Waldheim en la Tierra. Antes de pensar en un futuro en la promisoria Galaxia, los humanos debían asegurarse un presente en su propio planeta.  
Waldheim repasó con premura el manual de navegación espacial al momento de abordar la nave. Era un folleto más bien breve, con unos cuantos datos muy puntuales e instrucciones precisas. El humano –el único en varios millones de parsecs cúbicos– se preguntó indignado por qué utilizar un ineficaz medio impreso en vez de apelar al omnipotente computador de a bordo.
Una vez apostado en una silla de ergonomía envidiable, descubrió el porqué de los folletos. El computador necesitaba ser accionado directamente por el pasajero. Además, éste debía ingresar el serial del sistema estelar al que se dirigía. La nave, después de ello, haría todo el trabajo.
Solo había una pantalla encendida en toda la nave, los demás sistemas reposaban en silencio. Una fotografía de la misma pantalla, la única refulgente, ocupaba la primera página del folleto. En la segunda, se podían leer las instrucciones para ingresar los datos necesarios para dar vida al resto del vehículo e indicarle a qué rincón de la Galaxia dirigirse.
000.0000.0001.
El serial asignado a la instalación principal del Congreso Galáctico tintineaba en la pantalla. Abajo, el espacio para introducir un código de autorización –el análogo a la llave de ignición de un automóvil– y, por último, otro espacio vacío, correspondiente al serial del planeta, asteroide o instalación de destino.
000.0000.0001. Para todos los efectos prácticos, el Congreso Galáctico era el centro de la Galaxia.
Cuando Waldheim introdujo el código de autorización, la nave se encendió como un árbol de navidad.
«Ahora La Tierra», pensó. El folleto la catalogaba en el sector 806, región 4616, sistema estelar 0110.
Serial 806.4616.0110.
Digitó los números con notable rapidez en un teclado bastante similar al de su computador personal, que contenía todos los caracteres alfanuméricos que se usaban en la gran mayoría de lenguajes humanos. Una proeza por parte de los ingenieros del Congreso.
Estaba listo para partir.
La nave empezó a alejarse de la instalación principal del Congreso Galáctico. Al principio, su pasajero solo pudo ver una insignificante porción de la perfecta superficie de una esfera de casi el tamaño de Júpiter, repleta con las maravillas de centenares de civilizaciones alienígenas. ¡Cuánto conocimiento se juntaba en ese lugar, cuántos misterios, cuánta gloria, cuántas oportunidades para la especie humana!  
A medida que la nave aceleraba, la majestuosidad del Congreso se iba haciendo cada vez más pequeña, hasta que la descomunal esfera se convirtió en un tenue punto de luz pálida que se perdía entre el brillo frío de estrellas distantes.  Uno de esos soles lejanos era el sol de la Tierra. Su afanoso destino.
      Luego de haber dormido unas dos o tres horas, dos alarmas con tonos muy diferentes y que sonaban al unísono interrumpieron su descanso. Era la primera vez que se encontraba en completa soledad desde su llegada a la instalación principal que recién había abandonado. Despertarse muy irritado era la consecuencia natural.
       El chillido de la primera lo conocía a la perfección; ya lo había escuchado varias veces en su viaje de ida al Congreso. Siempre sonaba por poco menos de un minuto y su función era indicarle que debía recostarse en su litera y atarse bien, pues en más o menos diez minutos –no recordaba la magnitud exacta, pero era una cifra cerrada en notación galáctica– la nave entraría en un agujero de gusano, esta vez el correspondiente a la región 806.
      La segunda, sin embargo, era un siseo tenue e incesante. Ya se había aferrado a la litera, por lo que decidió ignorar de momento lo inquietante de la situación. La nave no está en peligro, se convenció a sí mismo. En caso de emergencia, las típicas luces rojas (una imitación de las convenciones humanas, para su comodidad) bañarían de premonición su habitación. En vez de ello, la iluminación se mantenía normal, todo estaba en orden.
De todas formas, esa alarma no debía estar sonando. Algo inusual estaba ocurriendo, o estaba a punto de ocurrir.  
     El sistema de tránsito interestelar es demasiado intrincado, según la opinión del comité asesor en Física del Congreso, para explicárselo a un solo individuo de una especie recién anexada a la organización. Su complejidad aumenta de forma considerable si aquél individuo no tiene una fuerte formación científica. Waldheim debió tener fe ciega en la efectividad del sistema mientras su nave atravesaba el primer agujero de gusano en su urgente camino a la Tierra.
        Suaves turbulencias sacudieron la nave en su regreso al espacio normal. Waldheim se liberó de su litera y se deslizó hacia el otro costado de la recámara. Allí, el siseo seguía dominando el ambiente, inquietante, cargado de presentimiento. Tenía menos de cinco minutos (en notación humana) para averiguar de qué se trataba, antes de entrar en el segundo agujero de gusano.
       Era un mensaje de categoría 0. Prioridad máxima. El siseo cesó y una sola línea apareció en la pantalla más cercana:
«Origen: 000.0000.0001. Recomendamos regreso inmediato a la instalación principal».
En otro momento regresaré, pensó.
      Cuando Waldheim se deshizo por segunda vez de sus ataduras, se dirigió, de nuevo, hacia la pantalla donde el mensaje aún se leía firme, imperativo. Tal vez algún procedimiento formal fue pasado por alto antes de su partida. Posiblemente un asunto burocrático olvidado. Algo de importancia menor. Le harían perder un día o dos y luego lo enviarían de nuevo a la Tierra. Pero Waldheim no estaba dispuesto a ser víctima de las demoras de la burocracia galáctica. La Tierra exigía con desesperación su presencia. El Congreso tendría que esperar.
       Al salir del tercer agujero de gusano, Nigel Waldheim se encontraba ya embebido en una incontrolable sensación de urgencia. Si bien ya estaba en su sistema solar, aún tenía por delante unas diez horas de viaje por espacio normal y otras cinco para el reingreso al planeta. Angustiarse, contrario a lo que él habría deseado, no aceleraría su nave.
       Las comunicaciones provenientes de la Tierra que pudo sintonizar en la instalación principal (aquellas que lo obligaron a regresar) no eran nada alentadoras. Las potencias mundiales habían agotado todos los recursos pacíficos para apropiarse de los escasos recursos naturales aún prístinos y de las raras zonas del planeta en que la contaminación ambiental aún no había surtido efectos letales. La guerra por los últimos recursos naturales del planeta, tan vaticinada por tantos años, ahora era inminente. Se hablaba incluso de ciertas naciones dispuestas a usar armas nucleares contra sus enemigos. Tan grave era la situación –y tal la carencia de buen juicio– que la especie entera estaba al borde de la autodestrucción. Justo en el momento en que la humanidad había sido anexada al máximo organismo diplomático de la Galaxia; justo cuando las puertas del Universo se abrían para ellos.
        Varias horas después, de nuevo, la alarma siseó y un mensaje se mostró en pantalla.
«Origen: 000.0000.0001. Waldheim, Nigel. Recomendamos regreso inmediato a la instalación principal. Regrese en este momento».
       Nigel Waldheim debía llegar a la Tierra. Nigel Waldheim debía comunicar a todos los humanos que la Galaxia entera estaba dispuesta a apoyarlos, si no es que a salvarlos de una muerte causada por sus propios errores. El Congreso Galáctico podría esperar un día o dos. Él ni siquiera tendría que hacer un reingreso al planeta para dar su mensaje. Desde la misma nave o desde la Estación Espacial Internacional podría convocar una reunión extraordinaria del Consejo de Seguridad de la ONU.  
        Waldheim no encontró ningún motivo para aplazar el mensaje. Encendió el radio de su nave, por medio del computador de a bordo dirigió la antena hacia la Tierra y ordenó, en una frecuencia privada, propia de la ONU, una reunión de carácter prioritario del Consejo de Seguridad.  
«Ahora solo queda rezar» pensó.
       Aún la nave no había pasado la órbita de Júpiter. Su radiotransmisión tardaría algo más de una hora en llegar a su destino. La Tierra, sin embargo, se podía divisar ya, lejana y fría, un punto azul pálido en medio de un rayo de luz. El radio auxiliar de la nave captaba algunas señales terrestres; estática que se confundía con las palabras aceleradas de los locutores de noticias.
       Sabía que la comunicación de vuelta tardaría un buen rato en llegar. Sin nada más que hacer, Waldheim sintonizó en el radio auxiliar la estación más cercana en el dial y se dedicó a escuchar, impaciente, temeroso, las transmisiones emitidas en la Tierra una hora atrás.
«(…) Presidente de Rusia, en comunicado de prensa, ha hecho pública la declaración de guerra a los Estados Unidos de América. Desde ya las tropas armadas se movilizan (…)».
       Una hora, una hora llevaba la humanidad en guerra. ¿Qué tan probable era que, en tan solo una hora, alguno de los dos países decidiera usar una bomba nuclear? Con lo volátil de la política mundial en ese momento, Waldheim ni siquiera quiso calcular las probabilidades.
       Observó, impávido, absorto, aquél punto azul, la Tierra, cada vez más grande, más cercana y apremiante. Su mirada fija era una plegaria. El punto, poco a poco, se convirtió en disco. Waldheim casi podía agarrar el planeta con la mano izquierda. Las transmisiones de radio seguían informando sobre la guerra.
«El Presidente de EEUU, en lo que muchos consideran una medida irracional y desesperada (…)»
Silencio.
El hombre de la nave, todo histeria y paranoia, golpeó una de las paredes. Examinó el computador y buscó alguna falla en el sistema auxiliar de radio. Todo en orden. Y, a pesar de ello, solo se escuchaba estática y silencio. Probó en todas las frecuencias. Nada.
¿Qué demonios estaba ocurriendo en la Tierra?
Volvió a la ventanilla de la nave y vio de nuevo el disco, mucho más grande esta vez. Y entonces la respuesta llegó. No por sus oídos, sino por sus ojos. El más negro de los terrores bañó de tragedia a todo el sistema solar. Waldheim estaba bastante seguro de lo que había visto. Se dejó caer con el peso de toda una especie que perece, víctima de sí misma.
Miró de nuevo y las vio esta vez aún más claras: Decenas de nubes en forma de hongo esparcidas por todo el globo. Guerra nuclear. El fin de la raza humana.
«Si tan solo hubiera llegado una hora antes… Tal vez habría podido evitar la catástrofe».
Era el fin. Ya no habría más preguntas de trascendencia cósmica. Ya no más respuestas. Nunca más el amor, nunca más la sonrisa de sus hijos. Ningún descendiente que lo recordase y se sintiera orgulloso. No más viajes a las estrellas, no más Congreso Galáctico.
No más razones para seguir con vida.
El borbotear de la sangre negra saliendo a chorros por el cuello de un agonizante Waldheim enmudeció el siseo de la alarma. Un mensaje se mostró en pantalla. Un mensaje que nadie leyó:

«Origen: 000.0000.0001. Waldheim, Nigel. Por favor, regrese de inmediato a la instalación principal. Aún podemos hacer algo por su especie. Por favor, regrese».