lunes, 29 de julio de 2013

El Trono del Universo

La Tierra era un disco plano, situado en el centro exacto del Universo. Giraban en torno a ella el Sol y los planetas, la Luna y las estrellas. Siempre fue así, siempre lo sería.
Los bordes de aquel enorme disco fueron sitiados desde el mismo principio de los tiempos por aguas violentas, hogar de engendros y de terrores inimaginables. En el centro de la Tierra plana, sin embargo, el reino de las aguas y sus monstruosos guardianes no tenían jurisdicción. Allí, en suelo firme, vivieron durante eones plantas y bestias de todo tipo. Cuadrúpedos, bípedos, reptantes y voladores se hicieron al control de las grandes distancias. Ponzoñosos insectos y criaturas aún más minúsculas e improbables se apoderaron, a su vez, de los centímetros y los milímetros.
Todos los seres vivos que habitaban la joven Tierra se mostraban más que generosos en exhibir las armas de las que habían sido dotados por la naturaleza para entrar en el eterno combate de la supervivencia. Espinas, venenosos aguijones, garras, picos afilados, mandíbulas capaces de desgarrar la carne y el hueso, kilogramos de fuerza bruta, cuernos como puñales, bacterias y virus hostiles, configuraban el arsenal con que se luchaba la guerra por la dominación del disco plano.
Parecía que la batalla nunca tendría fin, que la guerra se libraría hasta el día en que los astros dejasen de moverse en el firmamento y las aguas de los gigantescos mares se secaran. Pero un animal sin ninguna ventaja física sobre sus competidores llegó arrasando, contundente y sin piedad, a todas las bestias que se interpusieron en su andar y a la tierra que amenazaba con hacerlo tropezar.
El Homo Sapiens, un bípedo de rasgos suaves y músculos débiles, sin garras, sin pico y sin veneno, con inocentes dientes chatos, y anormalmente susceptible a los rigores del clima, contaba con la mejor y más potente de todas las armas: la inteligencia. Cuando todos los seres vivos se lanzaron valientes y aguerridos a la cruel batalla, Sapiens esperó. Se preparó, construyó herramientas y entendió cómo utilizar la inclemente naturaleza a su favor. Se organizó y examinó el mundo que lo rodeaba. Aprendió. Y cuando todo estuvo preparado, atacó.
Y triunfó.
Logró dominar a las bestias feroces y aprendió a hacer de las plantas sus más fieles servidoras. Con todo el conocimiento que adquirió, estuvo en capacidad de doblegar la tierra firme, torturarla y arrancarle todos sus secretos y sus riquezas.
Sapiens no dudó un solo instante en hacerlo.
No conforme con haber dominado las tierras de aquel disco plano en el centro del Universo, Sapiens se lanzó también a la conquista de los mares. Se montó en barcos que él mismo diseñó y recorrió las aguas que lo separaban de los bordes de la Tierra. ¡Y qué tan grande fue su sorpresa! No encontró ningún borde en su mundo, éste ya no era más un disco plano. ¡Él lo había convertido en una esfera!
Nada podría poner en duda la superioridad de Sapiens. Ni siquiera el descubrir que su mundo no estaba en el centro exacto de todo lo que existe lo alejó de su firme convicción.
Cuando Sapiens decidió que la Tierra era ya demasiado pequeña para sus ambiciones, construyó cohetes y clavó fuerte su bandera en mundos lejanos que alguna vez parecieron inalcanzables. Se convenció de que no había nada en todo el Universo capaz de hacerlo levantar del trono. Sapiens olvidó que su planeta no es más que una gota de agua perdida en la infinitud del océano cósmico.  
El Homo Sapiens se coronó a sí mismo amo y señor de todo lo que existe. Proclamó que la batalla por la supervivencia había finalizado con un incuestionable vencedor y ningún ser vivo de ningún rincón del Universo podría derrocar su tirana dominación.

¡Y qué tan grande fue su sorpresa al descubrir que estaba equivocado!