Los primeros en llegar
fueron los niños. Solo ellos tienen el espíritu de aventura y la curiosidad para
dejarse fascinar por algo que, a la mayoría de hombres encorbatados y mujeres
de tacones altos, sacaría saltando de pavor de cualquier lugar. Y es comprensible,
los malos productores de las películas de ciencia ficción estadounidenses
dedicaron años enteros de su poca creatividad en dar una guía de instrucciones
para salvar a la humanidad de una invasión alienígena. Básicamente su receta
consistía en correr tan lejos como fuera posible, enlistarse al ejército,
esperar a que un genio de los computadores atacara con un virus informático a
las naves extraterrestres y, como cereza en el pastel, terminar la guerra con
ojivas nucleares y fuegos artificiales de 4 de julio.
No sé si los hombres de
corbata corrieron desesperadamente hasta el batallón más cercano, tampoco sé si
los computadores alienígenas sean susceptibles a los virus desarrollados para
las plataformas de Microsoft Windows, y no tengo conocimiento de que en
Colombia se encuentren ojivas nucleares con facilidad, ni que se celebre el 4
de julio. Al menos puedo asegurar que los niños son más aptos que los adultos
en situaciones que requieren un poco de valentía. Yo mismo debo reconocer que,
aunque siempre quise ver a un extraterrestre, dudé bastante en notar que no había ningún peligro
en aquella escena tan...no sé qué palabra usar para describirla, era como una
mezcla entre el apocalipsis bíblico y un sketch de Benny Hill. Una explosión en
pleno centro de Bogotá, escombros, gente adulta corriendo desesperadamente y
una nave extraterrestre; mientras un personaje bastante gracioso esperaba, de
pie junto a ella y rascándose la cabeza, quizá esperando a que una especie de
seguro vehicular galáctico llegara en su rescate, al tiempo que unos treinta o
más niños, que iban de excursión, correteaban en sus narices.
Como ya he dicho, no
fue en la flamante Nueva York o en la fascinante Londres, sino en la vulgar y bidimensional
Bogotá donde cayó. Y no fue una horda de violentos alienígenas sino un inocente
ser grácil y profundamente confundido, que no entendía por qué todos los
humanos grandes huían asustados, mientras los más pequeños se atrevían incluso
a treparse en los soportes de su nave.
El extraterrestre era,
también, muy diferente al estereotipo de gigantes ojos almendrados, cabeza
ovoide y cuerpecito desnutrido y gris que se ve siempre en la televisión. Me recordaba
más a Neil Armstrong, con traje y casco desproporcionadamente grande, dando saltitos
en la Luna, solo que con cuatro piernas, a manera de tentáculos, en vez de dos.
Su nave no era, evidentemente, el platillo volador que los ufólogos incluyen en
fotos trucadas, más bien era una especie de esfera con un borde marcado hacia
el ecuador y con soporte como trípode, sin ventanas ni lucecitas rojas
parpadeando ni ascensor gravitacional en la parte inferior. Parece que los humanos
erramos en todos los pronósticos y especulaciones con respecto a los seres del
espacio.
Logré perder el miedo
antes de que los fastidiosos mosquitos de cámaras y micrófonos llegaran a hacer
sus reportajes cargados de mentiras e ignorancia. Afortunadamente, algo del
espíritu aventurero infantil queda aún en mis nervios, pues el cuadrúpedo interestelar
había ya terminado de manipular sus artefactos y de mover palancas a diestra y
siniestra, para retomar vuelo, quizá a algún lugar más emocionante (o menos
primitivo) de la Galaxia. Los niños seguían trepados en el soporte de la esfera
y ya una nueva explosión se gestaba en su vientre. Confieso que aún estaba algo
aterrado, pero tenía que hacer algo para evitar que esos inocentes y valientes
mocosos murieran por causa del primer contacto entre humanos y extraterrestres.
Corrí con todas mis fuerzas, pero no hubo necesidad. Parece que los mocosos
entendieron también lo que sucedería y se alejaron por su propia cuenta. ¡Una
jauría de niños tuvo un ataque repentino de prudencia! Tal vez estaba tan
abstraído que eso logró sorprenderme más que el mismo alienígena.
Ya habiendo ocurrido lo
impensable, ¿Por qué no exprimir más a la fantasía?
Correr, después de
todo, no fue una empresa inútil. De repente, yo mismo me encontré en medio del
cráter que produjo la nave al caer. No tenía más de veinte metros de diámetro,
calculo yo. Acallando el estruendo lejano de las sirenas en sordina, la esfera
producía un ruido desconcertantemente técnico. Era al tiempo una explosión y
una sinfonía de gran complejidad. En ese ruido incomprensible se encontraba
toda la sabiduría de una civilización mucho más avanzada que la nuestra. Veinte
tomos de la Enciclopedia Galáctica haciendo retumbar los edificios maltrechos
de la ciudad capital del más vulgar de los países de la Tierra. Y siendo la fantástica
escena inmejorable, el extraterrestre, ya dentro de su nave y sin el enorme
casco que ocultaba un hipotético rostro, guiñó uno de sus enormes ojos felinos
(o que al menos se asemejaban un poco a los de los felinos terrestres) y
partió, de nuevo hacia las estrellas.
Me extraña un poco que,
al acelerar su nave, el alienígena no terminara haciendo parrillada con este
insignificante humano. Tal vez necesito revisar mis conceptos de Física
elemental. Y como ya saben todos los que leyeron los periódicos y vieron los
noticieros del día más importante de la historia colombiana, me quedé de pie
mirando hacia el cielo, hasta bien entrada la noche. No respondí a ninguna
pregunta de los fastidiosos mosquitos, pues ni siquiera noté su nimia
presencia. Por alguna razón en especial, no pude apartar la vista de un punto
brillante, que luego constaté que era la estrella Sirio, a ocho años luz de la
Tierra. Puede que algún pequeño párrafo de la Enciclopedia Galáctica hiciera
eco en mis pensamientos, antes de que la nave partiera de este pequeño punto
azul, perdido en medio de la nada.
Tal vez, después de
todo, Bogotá sí está a dos mil seiscientos metros más cerca de las estrellas.
Qué bueno!
ResponderEliminarGracias Nicolás. Me anima a escribir más.
Eliminar