Nigel Waldheim, Secretario General de la
Organización de las Naciones Unidas y primer representante de la Humanidad ante
el Congreso Galáctico, se puso en pie y corrió hacia la compuerta de una nave
corriente, monoplaza, idéntica a unas mil más que dormían en la comodidad del
espaciopuerto. Cualquier segundo perdido podría ser fatal.
Después de interminables meses de ser
estudiado por psicólogos, lingüistas y anatomistas alienígenas; de desgastantes
charlas con políticos de cientos de civilizaciones diferentes; de trabajosas
lecciones de historia y de inseguras promesas de acuerdos comerciales con
multitud de dignatarios, por fin se le permitiría volver a su hogar, la Tierra.
El motivo del súbito regreso, según informó Waldheim, era un asunto de política
interna que exigía presencia y dedicación exclusiva.
La
civilización humana no estaba en posición de permitirse una ausencia demasiado
prolongada del Secretario General de la ONU. Estando al borde de una guerra
nuclear (y reviviendo los fantasmas de la Guerra Fría), cualquier esfuerzo
diplomático, por exagerado que este fuera, era necesario. Nigel Waldheim debía
regresar tan pronto como pudiese. Tal vez el establecimiento de canales de diplomacia
galáctica abriera una puerta hacia la salvación definitiva de la especie, tal
vez su tarea en el Congreso fuese de vital importancia para el futuro de la misma; pero, por ahora, la Humanidad necesitaba a Waldheim en la Tierra.
Antes de pensar en un futuro en la promisoria Galaxia, los humanos debían
asegurarse un presente en su propio planeta.
Waldheim repasó con premura el manual de
navegación espacial al momento de abordar la nave. Era un folleto más bien
breve, con unos cuantos datos muy puntuales e instrucciones precisas. El humano
–el único en varios millones de parsecs cúbicos– se preguntó indignado por qué
utilizar un ineficaz medio impreso en vez de apelar al omnipotente computador
de a bordo.
Una vez apostado en una silla de ergonomía
envidiable, descubrió el porqué de los folletos. El computador necesitaba ser
accionado directamente por el pasajero. Además, éste debía ingresar el serial
del sistema estelar al que se dirigía. La nave, después de ello, haría todo el
trabajo.
Solo había una pantalla encendida en
toda la nave, los demás sistemas reposaban en silencio. Una fotografía de la
misma pantalla, la única refulgente, ocupaba la primera página del folleto. En
la segunda, se podían leer las instrucciones para ingresar los datos necesarios
para dar vida al resto del vehículo e indicarle a qué rincón de la Galaxia dirigirse.
000.0000.0001.
El serial asignado a la instalación
principal del Congreso Galáctico tintineaba en la pantalla. Abajo, el espacio
para introducir un código de autorización –el análogo a la llave de ignición de
un automóvil– y, por último, otro espacio vacío, correspondiente al serial del
planeta, asteroide o instalación de destino.
000.0000.0001. Para todos los efectos
prácticos, el Congreso Galáctico era el centro de la Galaxia.
Cuando Waldheim introdujo el código de
autorización, la nave se encendió como un árbol de navidad.
«Ahora La Tierra», pensó. El folleto la
catalogaba en el sector 806, región 4616, sistema estelar 0110.
Serial 806.4616.0110.
Digitó los números con notable rapidez en
un teclado bastante similar al de su computador personal, que contenía todos
los caracteres alfanuméricos que se usaban en la gran mayoría de lenguajes
humanos. Una proeza por parte de los ingenieros del Congreso.
Estaba listo para partir.
La nave empezó a alejarse de la
instalación principal del Congreso Galáctico. Al principio, su pasajero solo
pudo ver una insignificante porción de la perfecta superficie de una esfera de
casi el tamaño de Júpiter, repleta con las maravillas de centenares de
civilizaciones alienígenas. ¡Cuánto conocimiento se juntaba en ese lugar, cuántos
misterios, cuánta gloria, cuántas oportunidades para la especie humana!
A medida que la nave aceleraba, la
majestuosidad del Congreso se iba haciendo cada vez más pequeña, hasta que la
descomunal esfera se convirtió en un tenue punto de luz pálida que se perdía
entre el brillo frío de estrellas distantes. Uno de esos soles lejanos era el sol de la
Tierra. Su afanoso destino.
Luego
de haber dormido unas dos o tres horas, dos alarmas con tonos muy diferentes y
que sonaban al unísono interrumpieron su descanso. Era la primera vez que se encontraba
en completa soledad desde su llegada a la instalación principal que recién
había abandonado. Despertarse muy irritado era la consecuencia natural.
El chillido
de la primera lo conocía a la perfección; ya lo había escuchado varias veces en
su viaje de ida al Congreso. Siempre sonaba por poco menos de un minuto y su
función era indicarle que debía recostarse en su litera y atarse bien, pues en
más o menos diez minutos –no recordaba la magnitud exacta, pero era una cifra
cerrada en notación galáctica– la nave entraría en un agujero de gusano, esta
vez el correspondiente a la región 806.
La
segunda, sin embargo, era un siseo tenue e incesante. Ya se había aferrado a la
litera, por lo que decidió ignorar de momento lo inquietante de la situación. La
nave no está en peligro, se convenció a sí mismo. En caso de emergencia, las
típicas luces rojas (una imitación de las convenciones humanas, para su comodidad) bañarían de
premonición su habitación. En vez de ello, la iluminación se mantenía normal, todo
estaba en orden.
De todas formas, esa alarma no debía
estar sonando. Algo inusual estaba ocurriendo, o estaba a punto de ocurrir.
El
sistema de tránsito interestelar es demasiado intrincado, según la opinión del
comité asesor en Física del Congreso, para explicárselo a un solo individuo de
una especie recién anexada a la organización. Su complejidad aumenta de forma
considerable si aquél individuo no tiene una fuerte formación científica.
Waldheim debió tener fe ciega en la efectividad del sistema mientras su nave
atravesaba el primer agujero de gusano en su urgente camino a la Tierra.
Suaves turbulencias sacudieron la nave en su
regreso al espacio normal. Waldheim se liberó de su litera y se deslizó hacia
el otro costado de la recámara. Allí, el siseo seguía dominando el ambiente,
inquietante, cargado de presentimiento. Tenía menos de cinco minutos (en
notación humana) para averiguar de qué se trataba, antes de entrar en el
segundo agujero de gusano.
Era
un mensaje de categoría 0. Prioridad máxima. El siseo cesó y una sola línea
apareció en la pantalla más cercana:
«Origen: 000.0000.0001. Recomendamos
regreso inmediato a la instalación principal».
En otro momento regresaré, pensó.
Cuando
Waldheim se deshizo por segunda vez de sus ataduras, se dirigió, de nuevo, hacia
la pantalla donde el mensaje aún se leía firme, imperativo. Tal vez algún
procedimiento formal fue pasado por alto antes de su partida. Posiblemente un
asunto burocrático olvidado. Algo de importancia menor. Le harían perder un día
o dos y luego lo enviarían de nuevo a la Tierra. Pero Waldheim no estaba
dispuesto a ser víctima de las demoras de la burocracia galáctica. La Tierra
exigía con desesperación su presencia. El Congreso tendría que esperar.
Al
salir del tercer agujero de gusano, Nigel Waldheim se encontraba ya embebido en
una incontrolable sensación de urgencia. Si bien ya estaba en su sistema solar,
aún tenía por delante unas diez horas de viaje por espacio normal y otras cinco
para el reingreso al planeta. Angustiarse, contrario a lo que él habría
deseado, no aceleraría su nave.
Las
comunicaciones provenientes de la Tierra que pudo sintonizar en la instalación
principal (aquellas que lo obligaron a regresar) no eran nada alentadoras. Las
potencias mundiales habían agotado todos los recursos pacíficos para apropiarse de los escasos recursos naturales aún
prístinos y de las raras zonas del planeta en que la contaminación ambiental
aún no había surtido efectos letales. La guerra por los últimos recursos
naturales del planeta, tan vaticinada por tantos años, ahora era inminente. Se
hablaba incluso de ciertas naciones dispuestas a usar armas nucleares contra
sus enemigos. Tan grave era la situación –y tal la carencia de buen juicio– que
la especie entera estaba al borde de la autodestrucción. Justo en el momento en
que la humanidad había sido anexada al máximo organismo diplomático de la
Galaxia; justo cuando las puertas del Universo se abrían para ellos.
Varias horas después, de
nuevo, la alarma siseó y un mensaje se mostró en pantalla.
«Origen: 000.0000.0001. Waldheim, Nigel.
Recomendamos regreso inmediato a la instalación principal. Regrese en este
momento».
Nigel
Waldheim debía llegar a la Tierra. Nigel Waldheim debía comunicar a todos los humanos
que la Galaxia entera estaba dispuesta a apoyarlos, si no es que a salvarlos de
una muerte causada por sus propios errores. El Congreso Galáctico podría
esperar un día o dos. Él ni siquiera tendría que hacer un reingreso al planeta
para dar su mensaje. Desde la misma nave o desde la Estación Espacial
Internacional podría convocar una reunión extraordinaria del Consejo de
Seguridad de la ONU.
Waldheim
no encontró ningún motivo para aplazar el mensaje. Encendió el radio de su
nave, por medio del computador de a bordo dirigió la antena hacia la Tierra y ordenó,
en una frecuencia privada, propia de la ONU, una reunión de carácter
prioritario del Consejo de Seguridad.
«Ahora solo queda rezar» pensó.
Aún
la nave no había pasado la órbita de Júpiter. Su radiotransmisión tardaría algo
más de una hora en llegar a su destino. La Tierra, sin embargo, se podía
divisar ya, lejana y fría, un punto azul pálido en medio de un rayo de luz. El
radio auxiliar de la nave captaba algunas señales terrestres; estática que se confundía
con las palabras aceleradas de los locutores de noticias.
Sabía
que la comunicación de vuelta tardaría un buen rato en llegar. Sin nada más que hacer,
Waldheim sintonizó en el radio auxiliar la estación más cercana en el dial y se dedicó a
escuchar, impaciente, temeroso, las transmisiones emitidas en la Tierra una
hora atrás.
«(…) Presidente de Rusia, en
comunicado de prensa, ha hecho pública la declaración de guerra a los Estados
Unidos de América. Desde ya las tropas armadas se movilizan (…)».
Una
hora, una hora llevaba la humanidad en guerra. ¿Qué tan probable era que, en
tan solo una hora, alguno de los dos países decidiera usar una bomba nuclear? Con
lo volátil de la política mundial en ese momento, Waldheim ni siquiera quiso
calcular las probabilidades.
Observó,
impávido, absorto, aquél punto azul, la Tierra, cada vez más grande, más
cercana y apremiante. Su mirada fija era una plegaria. El punto, poco a poco,
se convirtió en disco. Waldheim casi podía agarrar el planeta con la mano izquierda.
Las transmisiones de radio seguían informando sobre la guerra.
«El Presidente de EEUU, en lo que muchos
consideran una medida irracional y desesperada (…)»
Silencio.
El hombre de la nave, todo histeria y
paranoia, golpeó una de las paredes. Examinó el computador y buscó alguna falla
en el sistema auxiliar de radio. Todo en orden. Y, a pesar de ello, solo se
escuchaba estática y silencio. Probó en todas las frecuencias. Nada.
¿Qué demonios estaba ocurriendo en la
Tierra?
Volvió a la ventanilla de la nave y vio
de nuevo el disco, mucho más grande esta vez. Y entonces la respuesta llegó. No
por sus oídos, sino por sus ojos. El más negro de los terrores bañó de tragedia
a todo el sistema solar. Waldheim estaba bastante seguro de lo que había visto.
Se dejó caer con el peso de toda una especie que perece, víctima de sí misma.
Miró de nuevo y las vio esta vez aún más
claras: Decenas de nubes en forma de hongo esparcidas por todo el globo. Guerra
nuclear. El fin de la raza humana.
«Si tan solo hubiera llegado una hora
antes… Tal vez habría podido evitar la catástrofe».
Era el fin. Ya no habría más preguntas
de trascendencia cósmica. Ya no más respuestas. Nunca más el amor, nunca más la
sonrisa de sus hijos. Ningún descendiente que lo recordase y se sintiera orgulloso.
No más viajes a las estrellas, no más Congreso Galáctico.
No más razones para seguir con vida.
El borbotear de la sangre negra saliendo
a chorros por el cuello de un agonizante Waldheim enmudeció el siseo de la
alarma. Un mensaje se mostró en pantalla. Un mensaje que nadie leyó:
«Origen: 000.0000.0001. Waldheim, Nigel.
Por favor, regrese de inmediato a la instalación principal. Aún podemos hacer
algo por su especie. Por favor, regrese».
¿Me podrías decir de dónde sacaste este interesante texto?
ResponderEliminar¿Es propio?
Se originó una discusión en un foro de astronomía, sobre este tema, y necesitaríamos saberlo…
Hola.
ResponderEliminarEl número 806.4616.0110 es utilizado por Carl Sagan en el último episodio de Cosmos como el número serial de la Tierra. El texto es un ejercicio narrativo que busca contar una historia similar a la de Carl. El número como tal salió de la mente maestra de Sagan.