«Era un día luminoso y frío de
abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en
el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó
rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria,
aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se
colara con él…»
1984, de George Orwell, era uno de
tantos libros que no existían más que en antiquísimas y escasas bibliotecas. Por
alguna razón, La Corporación nunca se molestó en copiarlo al formato de gadget cortical.
Simón Wallace, sin embargo, poseía uno de los últimos ejemplares en físico, en
estado lamentable, con las hojas despegadas y la tapa podrida. El viejo
ejemplar estaba escrito en inglés, su idioma original, una lengua ininteligible
para Simón. (Todo el software de La Corporación estaba escrito en español, lo
que es lo mismo que decir que era la única lengua oficial del mundo). Aunque
ella –la mujer que se lo regaló– le impartió unas rústicas clases de inglés, él
nunca consiguió entender nada más allá del primer párrafo; siempre se distraía
en actividades que le interesaban más: besarla y memorizar sus ojos, por
ejemplo.
Ella murió en extrañas
circunstancias, antes de poder verlo avanzar en sus lecciones. Simón hizo de su
vida entera ese único párrafo, pensaba que así podría honrar a la mujer que se
lo enseñó, la mujer que amó. Pensaba que así podría distraer el dolor.
La imagen
de aquel puñado de hojas amarillentas y de aquel empaste roído, el ícono de
todo un pasado orquestado por la tragedia, distrajo a Simón por un par de
segundos (que duraron varias horas en su mente).
Cuando
se recuperó, recordó por qué había traído a colación el fragmento. El día tenía
una inquietante semejanza con el descrito por Orwell. Una premonición, tal vez…
o quizás el párrafo, que se había convertido en su leit motiv, estaba alterando sus percepciones. Simón parecía
confuso. Miró de nuevo, con penetrante atención, y la similitud le resultó
ahora más evidente. Era un día luminoso y frío en la Metrópoli 26, su reloj
cerebral daba las trece y el gélido viento parecía cortarle la cara.
El misterioso hombre del texto entraba casi de inmediato a un lugar
llamado Casas de la Victoria, mientras que él era el extremo
contrario de una fila que se extendía por más de dos kilómetros y que terminaba
en las gigantescas puertas del Complejo de Mejoras Biotecnológicas de La
Corporación. En eso, el joven Simón se sentía en desventaja. El tal Winston
Smith se había librado prontamente de los molestos ataques atmosféricos; él, a
su vez, se vería obligado a aguantarlos con estoicismo.
Actualizarse
y ser capaz de olvidar, pensó Simón, haría que la enervante espera fuese
justificada.
Las actualizaciones no eran simples
reajustes de rutinas obsoletas o adiciones de nuevos gadgets corticales
–procedimientos que se podían efectuar vía Internet–, se trataban de completas
reinstalaciones del software de conciencia. El proceso era tan complejo que
había de ser efectuado solo por técnicos competentes de La Corporación.
Si bien la actualización pocas
veces tomaba más que unos pocos minutos, la masiva afluencia de ciudadanos
siempre conseguía colapsar las líneas de servicio, resultando en interminables
filas en las afueras de los Complejos de Mejoras Biotecnológicas de todas las
metrópolis del mundo. Doscientos complejos debían actualizar a casi quince mil
millones de seres humanos.
A Simón no le agradaba para nada la
idea de que un desconocido manosease su conciencia. Sin embargo, lo juzgaba
necesario, quería librarse de la tortura que era alimentarse en el presente de
las memorias de un pasado remoto, imposible, mejor.
Los
pocos rostros que pudo ver, a la par que la cola avanzaba a cámara lenta, demostraban
una suerte de alegría fabricada en serie. Y es que eso era precisamente. Con
solo activar el subprograma serotonínico, todos esos encéfalos empezaban a
bombardear felicidad a cada una de sus neuronas. Olvidaban por completo que el
viento les acuchillabas las mejillas y los pies les exigían la búsqueda urgente
de un asiento.
No pensó
ni siquiera por un instante en activarlo. Las otras utilidades del software de
conciencia poco o nada le importaban. Él solo quería que le instalaran la
capacidad de manipular los centros de memoria cerebrales a su antojo (la cual
no era una gran novedad, en comparación con los ansiosos rumores que se
escuchaban en las calles sobre la llamada “actualización definitiva”). Solo quería
olvidar y deshacerse de todo el dolor que estaba acabando con él.
La fila, por fin, empezó a moverse; al compás de una voz femenina, dulce y de
contralto, que sonó dentro de su cráneo:
–Saludos, Simón. Bienvenido al Complejo de Mejoras Biotecnológicas de la
Metrópoli 26. La Corporación se siente extasiada por tu decisión de ser
actualizado…
El
tono de voz de aquella mujer (que posiblemente era una máquina) tenía algo
perturbador y, al tiempo, agradable; parecía como si por sí sola fuera capaz de
activar una marea incontenible de neurotransmisores y manipular a placer las
emociones de cualquiera.
Simón
sabía a qué se atenía al acceder a una nueva actualización: la tortuosa
repetición de palabras tontas pronunciadas por voces con practicada ternura,
que hablaban de la estúpida armonía de La Corporación e intentaban transmitir
una insulsa ilusión de felicidad. –Toda esa basura –pensó– puede que se la
traguen los demás; a mí me vale un cuerno.
El odio que ella –la mujer que amó–
le había contagiado hacia La Corporación, había crecido por años, como un monstruo
sobrealimentado por su exceso de lágrimas de tristeza y de gritos enfurecidos. Simón
quiso arrancarse el cerebro para no tener que escuchar aquella voz. En todo
caso, su influjo casi hipnótico era muy difícil de ignorar.
–Has recibido ya un software de conducta que te permite controlar cada una
de tus actividades neurales, conscientes o automáticas. Tienes conexión al
mundo entero en tu organismo y ya no necesitas de ningún aparato electrónico,
pues tu cerebro, con nuestras mejoras, es ahora el mejor computador que haya
existido jamás. Eres muy valioso para La Corporación, hemos hecho de ti el
pináculo en la evolución humana…
No
estaba escuchando. Solo podía pensar en ella. La amargura y el dolor invadieron
sus entrañas, mientras la fila iba avanzando como una serpiente pesada y firme.
–…Pero hoy estás aquí para recibir la actualización definitiva, el final del
largo proceso que iniciamos al deshacernos de tu obstáculo…
La expresión de Simón, que, según
los estándares del proceso de actualización, debería ser de profunda comunión
con La Corporación, fue, en cambio, de significativo estupor. ¿La voz había
dicho “deshacernos de tu obstáculo”?
–…Haremos de ti un hombre incluso mejor del que ya eres. Te sanaremos, serás
perfecto, por fin te sentirás feliz. Serás libre de todos los pensamientos
venenosos que te invaden y te alejan de nuestra armonía; libre de la tristeza
que te oprime el corazón y del odio voraz que te carcome las entrañas. –La
voz de contralto cambió y, aunque era la misma persona (Simón comprendió que no
se trataba de una máquina) habló con el tono propio de alguien que hace una
sutil amenaza. –Actualizaremos todo en ti, actualizaremos el amor que aún te
esclaviza y te impide armonizarte con nosotros. Ahora que no estás manipulado
por sus ponzoñosas ideas ni su nociva interferencia, ahora que te hemos
liberado de ella…
Sus
ojos se abrieron hasta casi desorbitarse y el rostro le quedó hecho piedra. Ahora,
si no antes (si no durante todas las largas noches que había pasado en vela pensando
en su amada, sospechando las razones por las que ella había muerto en un mundo
donde nadie muere si no es de vejez) supo, con fatal certeza, que La
Corporación había tenido algo que ver en todo ello.
–...Notarás en breve que llegará
un momento donde la dicha se apoderará de ti, serás testigo y huésped de un
éxtasis que no podrás describir. Ya no la necesitarás, empezarás a ser parte de
algo más grande…
Las fauces del Complejo de Mejoras Biotecnológicas cada vez aparecían más
cercanas, más amenazantes. El rostro de Simón se mostraba apacible y muy
calmado, salvo por un tic casi imperceptible en su ojo izquierdo. Todo el caos
ocurría en su interior.
–…Sabemos quién eres, Simón Wallace. Te conocemos muy bien. Amabas y amas
aún a una insignificante mujer que no era más que un insecto al lado de
nosotros. La amas a ella y no a La Corporación. Eso es simplemente inaceptable...
La fila seguía avanzando, menos de doscientos metros lo
separaban de las puertas del Complejo.
–…Te viste cegado por el estúpido amor egoísta que sentiste hacia esa mujer
que se negó a ser actualizada. Tú mismo te niegas ahora a recibirnos. Esa
despreciable mujer y su libro son los responsables. No eres capaz de comprender
que La Corporación te quitó ese terrible obstáculo para ayudarte a amarnos y
vivir en armonía con los únicos que merecen tu pasión y tus delirios. Nos
deshicimos de ella para hacerte parte de nosotros…
En vano, Simón quiso articular una marea de insultos en voz alta. Ellos tenían
bien atado su cerebro, le habían limitado el campo de acción a la simple
escucha, al movimiento de pies para la necesaria tarea de caminar hacia la
corrección de todas sus corrupciones, y a la construcción de un odio que le
corroía los huesos.
–…Eres especial. Tú y todos tus miles de millones de hermanos, nos importan
todos y cada uno. Queremos que seas bueno, que abandones tus imperfecciones,
que seas parte de algo más grande, que vivas por y para La Corporación. Por
ello nos tomamos tantas molestias.
Quería gritarles en la cara (si es que La Corporación tenía alguna), golpearlos
directo a los testículos y romperles las piernas. –¡No tenían derecho a matarla!
–bramó en su mente, sin poder pronunciar un solo sonido–. ¡No tenían derecho!
La Corporación era responsable de todas las heridas aún abiertas e infectadas
que él quería sanar, ellos le causaron los dolores que lo empujaron a querer
actualizarse con desesperación y olvidar la tragedia, el dolor y la pesadez del
corazón.
–…Da igual que nos detestes, en
unos momentos nos amarás. Armonía…
Como si alguien desde afuera
hubiera puesto la idea en su mente (y era exactamente eso lo que estaba
ocurriendo), Simón lo comprendió todo. La Corporación era un círculo vicioso,
un laberinto sin escapatoria. Ellos causaban la enfermedad y, haciendo un descarado
juego teatral, se presentaban como los redentores poseedores de la cura,
dispuestos a sacrificar sus propios intereses con tal de dársela a quien la
necesitase. Y como gran final de tan rimbombante y siniestra obra de teatro, se
apropiaban por completo de la voluntad y la conciencia del ser. Eso era la
actualización definitiva, una conquista de la naturaleza humana, una
apropiación de lo inapropiable. Simón no pudo evitar pensar que no solo lo
habían hecho con él; tal vez con muchos más, tal vez con todos.
En una inexorable demostración de omnipotencia
neurotecnológica, alguien o algo desde afuera forzó a Simón a relajar sus
pensamientos.
Y supo también, mucho más calmado
ahora (incluso expectante), que no importaba si las víctimas sabían a qué se
enfrentaban. A fin de cuentas –las ideas seguían llegando a borbotones, ajenas,
aunque disfrazadas de realización propia– una vez actualizados, todos se
deshacían en vítores y alabanzas hacia La Corporación, en infinita gratitud por
haberles quitado de encima la imperfección, tan molesta y tan propia del Hombre.
–…Ha llegado el momento de tu redención. Ésta es la actualización definitiva.
Ahora serás La Corporación…
Simón Wallace se deslizó rápidamente por entre las enormes
puertas del Complejo de Mejoras Biotecnológicas, aunque no con la suficiente rapidez
como para evitar que una ráfaga de su polvorienta humanidad se colara aún con
él.
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