domingo, 27 de enero de 2013

El Congreso Galáctico



El Arzobispo era, seguramente, el único hombre que estaba más concentrado en sus oraciones que en los gritos y las alarmas y los rugidos de los aviones. Ni siquiera estaba orando, se hallaba en medio de una abstracción  intensa, de esas que son admirables y de envidiar en el mundo de los religiosos. La palabra que mejor definía su estado mental era, por lejos, estupidez. Pero su estupidez tuvo que quedarse a medias. El sacristán irrumpió corriendo en el oratorio personal del anciano Arzobispo.

— ¡Su eminencia! ¿Cómo es que no está usted en la Plaza?

El viejo se dio un sacudón de cabeza y el brillo volvió a sus ojos. De repente oyó un centenar de sirenas en sordina, personas gritando, enloquecidas e indecisas entre el júbilo y el terror, y un sonido más extraño, algo que nunca en su vida había escuchado. Toda la extraña sinfonía de gritos y sonidos eléctricos estaba a menos de cien metros de distancia. Los dos hombres en sotana corrieron con toda la fuerza que sus delicados pies de religiosos podían ofrecerles y, en menos de veinte zancadas, se encontraron en frente de los ojos del Apocalipsis.

En la Plaza de Bolívar no podía ya volar una sola mosca. El terror le inmovilizaría las alas y si, en su reducido entendimiento lograse comprender que no había nada que temer, no habría tenido un centímetro cúbico de aire vacío por el cual elevarse y observar. 

Unas cien mil personas, entre fulanos que hace veinte minutos eran despistados transeúntes, indigentes, congresistas, policías y algún niño curioso, atestaban de olor a humano el lugar. Los policías se esforzaban por abrirse paso a fuerza de puntapiés en las canillas y porrazos en los codos; desde luego no lograron avanzar demasiado. Pese a la gigantesca mole de personas, en todo el centro de la Plaza y a la sombra de la estatua de Bolívar se podría caminar con perfecta comodidad en un círculo de unos diez metros de diámetro. Eso, si algún humano se hubiera atrevido a estar en el radio de acción de la cosa y de su esfera. 

El Arzobispo recibió una llamada a su móvil y obedeció la orden. En el patio trasero de la Catedral un helicóptero lo recogió. El sacristán tuvo que quedarse. Arriba, cinco o seis militares armados hasta los huesos rodeaban a un hombrecito en traje, de tez clara y ojeras de universitario. A la voz llena de dudas e inseguridades, los militares abrieron paso.

—Buen día, señor Presidente —dijo el Arzobispo.

                                          —

El helicóptero tocó tierra a solo cinco metros de la cosa y su esfera. El piloto y sus comandantes supusieron que tal esfera era una nave, la nave con la cual esa cosa había llegado al que ya no era el único planeta habitado del Universo. En realidad, el extraño ser humanoide y demasiado alto para su extremada delgadez, parecía inofensivo. Los militares descendieron y aseguraron el espacio por el cual el Presidente y el Arzobispo caminarían para dar la bienvenida. El terror desapareció lentamente y solo quedaba una extraña euforia. La inverosímil multitud estaba en silencio, estaba en calma. Si el Presidente y el Arzobispo se atrevían a dar la mano a ese alienígena, todo estaría bien.

Pero antes de que el anciano en sotana y el hombrecito de ojeras ridículas pudieran extender sus manos, un enorme artilugio como antena salió de la nave y giró velozmente en su eje. Los cien mil seres, incluyendo a aquellos recién salidos de la aeronave humana, sintieron vibraciones en sus cráneos. Nadie escuchó nada, pero algo retumbaba en cien mil cerebros. El alienígena se estaba comunicando.

— ¡Saludos! Soy el representante del Congreso Galáctico, encargado de evaluar su planeta. —Alguien habló dentro de las cabezas de todos los presentes. — Nos ha llenado a todos en nuestra Galaxia de gran júbilo el haberlos descubierto. Durante mucho tiempo pensamos que éste sistema estaba inhabitado, pero los hemos encontrado. ¡La gloria de cien mil millones de especies ahora los cobija a ustedes! Y en prueba de nuestro júbilo, el Congreso ha decidido conceder a ustedes un favor, el que ustedes quieran. Tienen media hora para comunicarme su decisión.

La antena volvió a su lugar y cien mil personas se miraron, confundidas.

                                          —

El Arzobispo fue el primero en hablar. Su voz no era fuerte ni varonil, pero el silencio absoluto que invadió el lugar, permitía que todos en la Plaza de Bolívar le escucharan.

—Hermanos, hijos míos— dijo. —Dios nos ha bendecido con la visita de esta hermosa criatura, que prueba la grandeza y perfección de su Creación. Estoy firmemente convencido de que es nuestro deber hacia el Padre Celestial que pidamos como favor que se nos permita llevar su Palabra hasta el último rincón del Universo. 

Los murmullos empezaron a escucharse levemente. La jerga eclesiástica, aunque limpia y dulzona, no logró disfrazar las intenciones atrevidas del anciano. Un policía, perdido entre la masa de personas, habló.

—No sea ridículo señor. Tenemos que pedirle toda su tecnología y sus armas y sus naves y también sus protocolos de seguridad y sistemas de defensa, y por supuesto...

—¡Por supuesto, una copia de la Enciclopedia Galáctica! —Interrumpió una mujer con lentes y bata blanca.

—¡Nada de eso, señora! —Respondió el mismísimo Presidente. —Tenemos que pedirle que se nos permita entrar al Congreso Galáctico, y ya que fue en nuestra Bogotá donde decidieron enviar a su delegado, pidamos que sea un bogotano el representante de la Tierra. Seguramente hay una razón para que esa nave se encuentre aquí y no en Tokio o en Paris.

—¿Y si pedimos que eliminen el calentamiento global, o que acaben con el hambre y las guerras? —Observó una mujer entrada en años.

—¡Estúpida! —gritó un hombre al otro extremo de la Plaza. ¡Que el Presidente sea quien decida!

—¡Sí, que el Presidente decida, que el Presidente decida! —gritaron al unísono unos por aquí, otros por allá.

—¡Yo no voy a permitir que el perfecto imbécil que tenemos por Presidente tome esa decisión! —chilló una joven tatuada y con boina en la cabeza.

—¡Cállese, niña estúpida! —dijo un policía que estaba a su lado, antes de darle un porrazo en la nuca.

Y ya habían pasado diez minutos. En lo que tardó el grito de la joven tatuada en apagarse, los cien mil representantes de la Humanidad se encontraron entre puñetazos, gritos, insultos y un mar de patadas. Eso sí, ninguno se atrevió a romper el círculo imaginario que separaba la multitud de las naves terrestre y extraterrestre y sus tripulantes. El Presidente y el Arzobispo también se acaloraron en una intensa discusión, ambos querían ser los abanderados del planeta Tierra y estar en el Congreso Galáctico, uno predicando y el otro haciendo alianzas estratégicas, quizás para ascender y ser el gobernante con más rango en la Galaxia. Todos defendían a fuerza de golpes y palabras soeces aquello que querían para la Tierra y para ellos mismos. Unos ansiaban riquezas, otros el conocimiento, unos más la tecnología y los últimos, el poder. Estas cosas eran las que deseaban con tezón y violencia esos cien mil hombres y seguramente todos los demás. Y en su comportamiento digno de las bestias y en su falta de racionalidad, los colombianos mostraron a toda la Galaxia lo mejor de la especie humana.

Quince minutos. Se habían tomado tantas decisiones como las que toma un grupo de langostas antes de arrasar cultivos.

Veinte minutos. La mayoría de las personas estaban ensangrentadas, con huesos rotos y tendidas en el suelo. Unas pocas aún peleaban.

Veinticinco minutos. El Arzobispo y el Presidente habían desaparecido. Entre los movimientos de marea propios de la menguada multitud, un niño cayó a los pies del alienigena. El ser, atónito y confundido, ayudó al niño a levantarse. Quedó petrificado al ver que el niño no le miraba con desconfianza, ni le temía, ni había huído, ni siquiera tenía el menor rastro de haber sido herido por la violenta multitud.

Y quedó aún más sorprendido cuando el niño habló.

El alienígena pensó en chequear el estado de su traductor universal, pero estaba bastante seguro de que su máquina, capaz de traducir a su lengua cualquier dialecto de cualquier planeta, no estaba fallando.

—¿Quieres jugar un rato? —repitió el niño, esta vez más claro y fuerte.

—¿Por, por, por qué quieres eso? —se escuchó dentro de la cabeza del pequeño. — ¿Sabes que tu especie solo puede pedirme un favor?

—Sí, lo sé, y quiero que seas mi amigo y que juguemos un rato. ¿Sí?

El extraterrestre cayó en la cuenta de que pedirle explicaciones a un infante era tiempo perdido, pero luego miró a su alrededor; los humanos que no estaban tendidos en el suelo se hallaban aún debatiendo a puñetazos. Y fuera como fuera, él debía enviar un informe al Congreso Galáctico, tenía que dar cuenta del favor pedido y que los burócratas interestelares decidieran, con base en dicho favor, si la Tierra entraba o no al Congreso.

                                          —

Ya era de noche. Cien mil personas yacían ensangrentadas e inconscientes en el corazón de Bogotá. El Arzobispo se levantó del suelo y vio que la nave ya no estaba. Pidió perdón a Dios en nombre de toda la Humanidad y entró a su catedral.

En el cielo, una estrella brillaba más que todas las demás. Allá, en el vientre del astro, un pequeño terrícola y un delegado del Congreso Galáctico se hallaban absortos en su juego, daban patadas a un balón hasta hacerlo pasar por el agujero de una pared. Jugaron hasta quedar exhaustos y, ya estando el niño dormido, el extraterrestre lo regresó a su hogar. Envió un rápido informe al Congreso y descansó. Estaba seguro de que volvería a ver mil veces más a su pequeño amigo terrícola.

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