Los relojes daban las veinte y las estrellas brillaron como nunca lo habían hecho jamás. Todas ellas, desde las majestuosas supernovas hasta las humildes y tímidas enanas blancas, decidieron en complot volver a ser el anhelo más fuerte de los hombres. Ya ellas lo habían conquistado todo, hasta el último rincón del Universo estaba invadido por millones y millones de puntitos, como diamantes sobre terciopelo negro; toda la vida inteligente en el cosmos esperaba ansiosa la noche y rendía culto a la oscuridad; todas las especies sentían la necesidad de agarrarlas, de metérselas en los bolsillos y lanzarlas suavemente a sus amores. Todas las especies menos una. Y por ello, tenían que recuperar los corazones de los hombres. Necesitaban robarse los suspiros de los hombres, como un niño necesita algún juguete que no puede alcanzar.
Y se esforzaron como nunca lo hicieron en miles de millones de años. La Humanidad era un amor difícil por el que luchar. Y brillaron más que el sucio neón de los letreros y las plásticas luces de los faroles. Muchas explotaron, otras se apagaron y todas temían fracasar. Pero brillaron, se olvidaron de todo su reino para fijarse en una pequeña mota de polvo indiferente. Todos los sueños y los deseos, los anhelos y la felicidad de todo el Universo estaban allí, concentrados en la Tierra. Y cada vez se esforzaron más, algunas cambiaron de color e incluso empezaron a formar figuras para divertir al hombre. Estaban empeñadas en no fracasar.
Y no fracasaron. Reconquistaron el único planeta que se había salido de la armonía perfecta del Cosmos. Todas las estrellas muertas, todas las que jadeaban del cansancio y todas las que cambiaron para siempre se vieron gratamente recompensadas...
Un hombre, un solo hombre entre los millones que caminaban de nuevo a sus casas, antes de poner la mano en el picaporte, miró al cielo. Y una lágrima corrió por sus mejillas.
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