Desde que el hombre aprendió
a utilizar las fuerzas mecánicas a su favor y el maquinismo dio
paso a la era industrial, los impactos de la civilización sobre el
medio ambiente han venido creciendo de manera exponencial, tanto en cantidad
como en magnitud y gravedad. Después de la Segunda Guerra Mundial (que
dicho sea de paso, además de haber sido un crimen contra la
humanidad también lo fue contra la Tierra misma), el modelo estadounidense de
producción y consumo desenfrenados se implantó en la mayor
parte del mundo, siguiendo una importante lección económica que dejó la guerra. La
Unión Soviética y algunos países árabes,
no alineados con el modelo capitalista consumista norteamericano, tenían
también sus propias maneras de impactar negativamente el planeta.
Recién la ciencia
empieza a comprender la verdadera magnitud de la problemática ambiental
ocasionada por la acción del hombre en la Tierra. Sus métodos,
caracterizados por el reduccionismo y la especialización in extremis del conocimiento resultan
ciertamente poco útiles en la comprensión del problema. Una ciencia altamente especializada
en las partes no puede ofrecer soluciones a una problemática tan
compleja y amplia, tanto como lo es la cultura humana.
La civilización
se ha acostumbrado al ritmo de vida impuesto por las grandes economías
y la industria. Consumo, luego existo,
la máxima del modelo económico y social imperante en los últimos
tiempos. Parece que en la nueva sociedad humana, la cumbre del desarrollo técnico
y económico, importa más tener
que ser. El hombre está
perdiendo paulatinamente su condición humana. Cualquier otra forma de
entender la existencia del ser humano en la Tierra es considerada por los
defensores del modelo como primitiva, incluso salvaje.
Crece o muere, la ley primordial, subyacente y transversal a todas
las economías del mundo, llámense estados o compañías
multinacionales, va en contra de las leyes de la naturaleza. Una economía
basada en el crecimiento infinito es axiomáticamente insostenible en un planeta
finito. Al ritmo actual la Tierra no tardará en agotarse, la economía
no podrá seguir creciendo y la civilización colapsará.
Crece o muere.
La civilización
está en una grave crisis, cuyas causas aún estamos
empezando a entender y que, sospechamos, están profundamente arraigadas a la cultura
misma y a los constructos socioeconómicos de los últimos
tiempos. Más que nunca en toda la historia y para salvaguardar la vida en
la Tierra, la humanidad como conjunto debe evolucionar radicalmente y cambiar la
forma de entenderse a sí misma y a sus relaciones con el
ambiente. Si el hombre quiere pensarse a sí mismo en el futuro, necesita una
revolución científica, tecnológica, social, ética,
económica y cultural. Es nuestro deber.
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