viernes, 6 de febrero de 2015

El niño Mankiw

Café en mano, mirada perdida, pensamientos en las nubes, la maestra se dejó caer en un sillón que en algún momento usó su abuelo y, antes, algunos más. Debía tener más de doscientos años y, con los cuidados pertinentes, aún podría servir a varias generaciones. Por qué no, pensó, a alguno de sus pupilos. Eran tan fascinantes, tan inquietos y curiosos; estaba segura de que todos los días ella aprendía mucho más de ellos que ellos de sus rústicos conocimientos.

Café en mano, mirada perdida, pensamientos en las nubes, siguió dándole vueltas a la pregunta que el aprendiz Mankiw le disparó en la mañana y que se había aferrado a su mente, como un sequoya se aferra a la tierra por generaciones. Endor Mankiw, de solo cinco años, el más brillante de todos, soñaba con ser senador algún día. Era un niño excepcional, pensó la maestra, de esos que nacen una sola vez al siglo.

¿Qué pensaban los hombres del pasado y por qué le hicieron tanto daño a nuestro mundo?

De dónde habría surgido esa inquietud, la maestría no tenía idea. Tal vez el niño encontró un registro antiguo de la Interpedia. Cómo le encantaba a Endor dejarse absorber por la Interpedia, más que a ninguna persona que ella jamás hubiera conocido; apenas sabía leer y ésta ya era su juguete preferido. Interpedia apenas mencionaba generalidades vagas sobre la crisis de la civilización terrestre a principios del tercer milenio. No era probable que la pregunta hubiera surgido allí. Tal vez la mente del niño estaba inimaginablemente lejos de ser convencional. Ni siquiera ella ni sus colegas habían cuestionado los motivos que impulsaron a los hombres de los viejos tiempos a agredir con crímenes inexplicablemente atroces a la tierra madre y a las especies hermanas. Muy pocos en toda la historia lo hacían. Era algo incomprensible, un sinsentido en mayúscula. La historia se había vuelto cada vez más difusa, hasta terminar diluyéndose por completo en el mar de los milenios. A nadie le gustaba hablar de ello, y  sin embargo estaba Mankiw, el niño que jugaba a indagar lo que el resto prefería ignorar. El negro pasado fue paulatina y voluntariamente olvidado al igual que se olvida una horrible pesadilla. Ahora la humanidad prefería soñar su futuro brillante en la galaxia.

La maestra finalmente se resignó a no encontrar una respuesta. Se levantó del sillón de su abuelo, suyo y de muchas generaciones pasadas y futuras, e intentó imaginar cuál sería la nueva pregunta difícil que nacería de la prodigiosa mente del niño, como la buena semilla que nace de la tierra fértil, como la estrella que nace del polvo en el vacío. Café en mano, mirada perdida, pensamientos en las nubes, la maestra se rindió una vez más, la infantil inteligencia del niño Mankiw era ya más grande de lo que la suya jamás llegaría a ser.

Antes de dormir, la maestra pensó una última vez en Endor Mankiw, el pequeño senador. La galaxia entera se vería en buena posición si aquella ilusión infantil lograba materializarse algún día.

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