viernes, 24 de mayo de 2013

El largo viaje de la Humanidad

Un asteroide de proporciones descomunales golpeó al satélite natural. Aquella luna se desestabilizó, su órbita cambió y dejó de ser elíptica para convertirse en una trayectoria en espiral decreciente, con centro en un desafortunado planeta. Un pobre y triste planeta condenado a la destrucción total, al exterminio y al olvido. Este es el andar de las leyes universales: hay tantas galaxias, tantos sistemas estelares con tantos planetas, tantas lunas y tantos asteroides que, eventualmente, algo tan inverosímil sucedería. A pesar que este acontecimiento significaba no menos que el Apocalipsis para el mencionado planeta, no sería más que un muy poco frecuente festejo de pirotecnia espacial para el resto de la Galaxia. Sin duda, un espectáculo imperdible. Todos los seres humanos habrían de sentirse extasiados en su tremenda fortuna, deleitados por la inconmensurable suerte que significaría para ellos el presenciar un suceso tan importante y tan extraño en la escala de tiempo cósmica.

Mas la respuesta de la Humanidad en todo su conjunto ante aquel espectáculo estuvo bastante lejos de la alegría histérica. Todo fue histeria, sí, pero no alegre. Al contrario, fue el pavor más negro y crudo que cualquier individuo haya experimentado jamás. Fue la desesperanza total. Fue el preludio del más temido entre todos los posibles desastres, un cara a cara con la máxima expresión de la angustia y el terror… 

¡Aquella luna en órbita espiral era la Luna! ¡Aquel planeta desdichado y condenado a muerte era la Tierra!

Todo en el mundo era desolación. Habían pasado ya seis semanas desde el impacto inicial y los muy pocos astrónomos que aún conservaban el juicio le daban a la Tierra otras dos de dolorosa agonía. Los sistemas político, económico y social que mantenían girando al globo se habían detenido; las religiones se derrumbaron, los académicos se entregaron a la barbarie irracional. Y a pesar de parecer estar haciéndolo al revés, el planeta seguiría girando... al menos por dos semanas más.

La Luna, aquel gigantesco trozo de roca cruel que había sido durante varios siglos delirio de poetas y quimera de aventureros, cada día se acercaba más amenazante, más fatal. Dmitry Shklovskii la miraba desde la única ventana de su oficina, la juzgaba culpable de todas sus zozobras; lloraba y se hacían pesadas sus entrañas al contemplarla. A veces poco le importaba su investigación, se olvidaba de que estaba acompañado por otros nueve brillantes humanos que trabajaban bajo su tutela, ignoraba que nunca los rusos fueron excesivamente emocionales; solo pensaba que en dos semanas todo lo que amó, lo que detestó, lo que conoció y lo que nunca pudo conocer, se convertiría en polvo y rocas entre la infinita oscuridad.

Shklovskii, entre los artefactos de altísima tecnología del Jet Propulsion Laboratory y cargando a cuestas el peso de todo un planeta, finalmente colapsó.

—¡Doctor! ¡Doctor! ¡Dmitry!— la integrante más joven del equipo corrió en su ayuda. —¡Dmitry! ¡Levántese! 

Otra mujer y tres hombres más saltaron de sus lugares para levantar a Shklovskii. Sin ser un tipo viejo, al ponerse en pie se sintió de noventa años o más. No pronunció una palabra, recuperó un poco la compostura —solo un poco— y se apartó. El Jet Propulsion Laboratory era un complejo tan grande que al líder del equipo no le costó desaparecer de la vista de los otros nueve científicos. Faltando dos semanas para el Armagedón, el JPL era también la última evidencia de que en la Tierra alguna vez existió una civilización.

Ariadne Bouvier, la joven que corrió para auxiliar al ruso —quizás la más talentosa ingeniera aeroespacial del mundo— volvió a ir tras él. Lo encontró tirado en algún pasillo.

—¡Doctor! ¿Se encuentra bien? ¿Qué ha pasado?— la joven se acurrucó.
—¿Qué ha pasado? ¡La Luna se nos viene encima, Ariadne! ¡Todo el maldito planeta va a ser un gigantesco montón de escombros! ¡Eso ha pasado!
—Yo solo...
—¡¿Le gusta la idea de que en dos semanas seremos un nuevo cinturón de asteroides?! —Shklovskii gritaba para parecer fuerte, pero aún tenía lágrimas en sus mejillas.
—¿Y el proyecto? ¡Por todos los cielos! ¡Reaccione! De nosotros depend...

Y un altavoz interrumpió a Bouvier. De repente, los dos atónitos científicos se encontraron corriendo hacia el ala de ingeniería. Estaban bastante seguros de que la exaltada voz había dicho: "¡Doctor Shklovskii! ¡Regrese! ¡El motor, el motor funciona!"

Las diez voces en sordina configuraron una ininteligible conversación. ¿Cómo era posible que, de repente, el motor funcionara? El equipo —que antes del impacto lunar contaba cien personas— había trabajado por años en la teoría y los experimentos para un motor de curvatura espaciotemporal. Y faltando tan poco tiempo para el fatídico punto final, seis hombres y cuatro mujeres, entre sollozos, desesperanza y un apocalipsis acercándose en órbita espiral, lo habían logrado. El mismo Shklovskii no lo podía creer. Aunque ya no importaba cómo lo habían hecho funcionar, importaba que el condenado motor funcionara. Era evidente… ¡Lograron un escape y una segunda oportunidad para la Humanidad!

Tres días pasaron sin que ninguno de los diez durmiera. Con tres días contaban para montar el motor de curvatura en la nave, escoger uno entre miles de planetas similares a la Tierra y partir. Después de ese lapso, la gravitación lunar haría imposible cualquier intento por salir de la atmósfera terrestre. 

Pero de nuevo se las arreglaron.

Ya el azul del cielo no estaba sobre sus cabezas, sino bajo sus pies. Hacia el horizonte se divisaba una resplandeciente tira de estrellas que los griegos llamaron "Vía Láctea". La Tierra seguía allí, majestuosa, infinitamente hermosa, tan vasta e inmaculada como la habían visto los primeros astronautas. A veinte mil kilómetros de distancia, solo se distinguía el verdor de los continentes, la pureza de las nubes y el enigma encantador de los océanos. Ni una sola pista de los humanos, ni sus ambiciones, ni sus egoísmos, ni la barbarie; no se podía ver ninguna guerra, ni una sola gota de sangre derramada. Solo un planeta y su satélite, a pocos instantes de chocar, hacerse uno solo y hacerse miles de fragmentos.

Shklovskii y los demás estaban pegados a las ventanillas de la nave, con la mirada perdida, la mente en blanco y el corazón hecho tinieblas. A lo lejos estaba su hogar, aún. Todo lo que la evolución en más de cuatro mil millones de años había logrado, a punto de ser reducido a un montón de nada. Lloraron por varios días a la Tierra, atendieron a su funeral. No hubo discurso, ninguno habló, pero fue como si todos lo hicieran. No quisieron ver el impacto, sus almas no lo soportarían. No había nada más que hacer por aquel desdichado y amado planeta…

El capitán Dmitry Shklovskii —con un profundo dolor en la voz— ordenó fijar el curso, acelerar el motor de curvatura y empezar el largo viaje de toda la Humanidad: diez personas que tenían todavía una tarea por cumplir.


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