Un asteroide de proporciones descomunales
golpeó al satélite natural. Aquella luna se desestabilizó, su órbita cambió y
dejó de ser elíptica para convertirse en una trayectoria en espiral
decreciente, con centro en un desafortunado planeta. Un pobre y triste planeta
condenado a la destrucción total, al exterminio y al olvido. Este es el andar
de las leyes universales: hay tantas galaxias, tantos sistemas estelares con
tantos planetas, tantas lunas y tantos asteroides que, eventualmente, algo tan
inverosímil sucedería. A pesar que este acontecimiento significaba no menos que
el Apocalipsis para el mencionado planeta, no sería más que un muy poco
frecuente festejo de pirotecnia espacial para el resto de la Galaxia. Sin duda,
un espectáculo imperdible. Todos los seres humanos habrían de sentirse
extasiados en su tremenda fortuna, deleitados por la inconmensurable suerte que
significaría para ellos el presenciar un suceso tan importante y tan extraño en
la escala de tiempo cósmica.
Mas la respuesta de la Humanidad en todo su conjunto
ante aquel espectáculo estuvo bastante lejos de la alegría histérica. Todo fue
histeria, sí, pero no alegre. Al contrario, fue el pavor más negro y crudo que
cualquier individuo haya experimentado jamás. Fue la desesperanza total. Fue el
preludio del más temido entre todos los posibles desastres, un cara a cara con
la máxima expresión de la angustia y el terror…
¡Aquella luna en órbita espiral era la Luna! ¡Aquel
planeta desdichado y condenado a muerte era la Tierra!
Todo en el mundo era desolación. Habían pasado ya seis semanas desde el
impacto inicial y los muy pocos astrónomos que aún conservaban el juicio le
daban a la Tierra otras dos de dolorosa agonía. Los sistemas político,
económico y social que mantenían girando al globo se habían
detenido; las religiones se derrumbaron, los académicos se entregaron a la
barbarie irracional. Y a pesar de parecer estar haciéndolo al revés, el planeta
seguiría girando... al menos por dos semanas más.
La Luna, aquel gigantesco trozo de roca cruel que había sido durante
varios siglos delirio de poetas y quimera de aventureros, cada día se acercaba
más amenazante, más fatal. Dmitry Shklovskii la miraba desde la única ventana
de su oficina, la juzgaba culpable de todas sus zozobras; lloraba y se hacían
pesadas sus entrañas al contemplarla. A veces poco le importaba su
investigación, se olvidaba de que estaba acompañado por otros nueve brillantes
humanos que trabajaban bajo su tutela, ignoraba que nunca los rusos fueron
excesivamente emocionales; solo pensaba que en dos semanas todo lo que amó, lo
que detestó, lo que conoció y lo que nunca pudo conocer, se convertiría en
polvo y rocas entre la infinita oscuridad.
Shklovskii, entre los artefactos de altísima tecnología del Jet
Propulsion Laboratory y cargando a cuestas el peso de todo un planeta,
finalmente colapsó.
—¡Doctor! ¡Doctor! ¡Dmitry!— la integrante más joven del equipo corrió
en su ayuda. —¡Dmitry! ¡Levántese!
Otra mujer y tres hombres más saltaron de sus lugares para levantar a
Shklovskii. Sin ser un tipo viejo, al ponerse en pie se sintió de noventa años
o más. No pronunció una palabra, recuperó un poco la compostura —solo un poco—
y se apartó. El Jet Propulsion Laboratory era un complejo tan
grande que al líder del equipo no le costó desaparecer de la vista de los otros
nueve científicos. Faltando dos semanas para el Armagedón, el JPL era también
la última evidencia de que en la Tierra alguna vez existió una civilización.
Ariadne Bouvier, la joven que corrió para auxiliar al ruso —quizás la
más talentosa ingeniera aeroespacial del mundo— volvió a ir tras él. Lo
encontró tirado en algún pasillo.
—¡Doctor! ¿Se encuentra bien? ¿Qué ha pasado?— la joven se acurrucó.
—¿Qué ha pasado? ¡La Luna se nos viene encima, Ariadne! ¡Todo el maldito
planeta va a ser un gigantesco montón de escombros! ¡Eso ha pasado!
—Yo solo...
—¡¿Le gusta la idea de que en dos semanas seremos un nuevo cinturón de
asteroides?! —Shklovskii gritaba para parecer fuerte, pero aún tenía lágrimas
en sus mejillas.
—¿Y el proyecto? ¡Por todos los cielos! ¡Reaccione! De nosotros
depend...
Y un altavoz interrumpió a Bouvier. De repente, los dos atónitos
científicos se encontraron corriendo hacia el ala de ingeniería. Estaban
bastante seguros de que la exaltada voz había dicho: "¡Doctor Shklovskii!
¡Regrese! ¡El motor, el motor funciona!"
Las diez voces en sordina configuraron una ininteligible conversación.
¿Cómo era posible que, de repente, el motor funcionara? El equipo —que antes
del impacto lunar contaba cien personas— había trabajado por años en la teoría y los experimentos para un motor de curvatura espaciotemporal. Y faltando tan
poco tiempo para el fatídico punto final, seis hombres y cuatro mujeres, entre
sollozos, desesperanza y un apocalipsis acercándose en órbita espiral, lo
habían logrado. El mismo Shklovskii no lo podía creer. Aunque ya no
importaba cómo lo habían hecho funcionar, importaba que el
condenado motor funcionara. Era evidente… ¡Lograron un escape y una segunda
oportunidad para la Humanidad!
Tres días pasaron sin que ninguno de los diez durmiera. Con tres días
contaban para montar el motor de curvatura en la nave, escoger uno entre miles
de planetas similares a la Tierra y partir. Después de ese lapso, la
gravitación lunar haría imposible cualquier intento por salir de la atmósfera
terrestre.
Pero de nuevo se las arreglaron.
Ya el azul del cielo no estaba sobre sus cabezas, sino bajo sus pies.
Hacia el horizonte se divisaba una resplandeciente tira de estrellas que los
griegos llamaron "Vía Láctea". La Tierra seguía allí, majestuosa,
infinitamente hermosa, tan vasta e inmaculada como la habían visto los primeros
astronautas. A veinte mil kilómetros de distancia, solo se distinguía el verdor
de los continentes, la pureza de las nubes y el enigma encantador de los
océanos. Ni una sola pista de los humanos, ni sus ambiciones, ni sus egoísmos,
ni la barbarie; no se podía ver ninguna guerra, ni una sola gota de sangre
derramada. Solo un planeta y su satélite, a pocos instantes de chocar, hacerse
uno solo y hacerse miles de fragmentos.
Shklovskii y los demás estaban pegados a las ventanillas de la nave, con
la mirada perdida, la mente en blanco y el corazón hecho tinieblas. A lo lejos
estaba su hogar, aún. Todo lo que la evolución en más de cuatro mil millones de
años había logrado, a punto de ser reducido a un montón de nada. Lloraron por
varios días a la Tierra, atendieron a su funeral. No hubo discurso, ninguno
habló, pero fue como si todos lo hicieran. No quisieron ver el impacto, sus
almas no lo soportarían. No había nada más que hacer por aquel desdichado y amado
planeta…
El capitán Dmitry Shklovskii —con un profundo dolor en la voz—
ordenó fijar el curso, acelerar el motor de curvatura y empezar el largo viaje
de toda la Humanidad: diez personas que tenían todavía una tarea por cumplir.