Tomás Moreno bajó
del avión al borde de un colapso nervioso. Tenía el rostro congestionado,
sentía que su cerebro era dos tallas más grande que su cabeza. La mayor parte de su desesperación se debía, curiosamente,
a que le resultaba imposible calmarse.
Sin
salir del aeropuerto podía palpar ya la ansiedad de una larga y difícil
jornada. Si quería que ésta fuera exitosa –y más que un deseo, era una
imperiosa necesidad- debía alivianarse un poco las cargas y olvidar que sus
recientes preocupaciones le estaban carcomiendo la vida. Se dedicó entonces a
buscar una distracción que le ayudase a bajar la insoportable tensión.
Cualquier pensamiento que lo alejara de sus zozobras serviría. ¡Cualquier cosa!
Incluso
algo tan trivial como la foto de un póster publicitario que anunciaba el más
simple de los artículos: una botella de agua.
El
póster mostraba una imagen de la Tierra tomada desde algún lugar del espacio
cercano, acompañada de algún eslogan genérico y la susodicha botella. El azul
cobalto, moteado por finos trazos de blanco gaseoso y rayos de naranja
eléctrico en el terminador –el color del planeta en aquella publicidad-, logró
un efecto casi hipnótico en Moreno, como si sus inquietudes se hubiesen diluido
entre los mares ilustrados en la fotografía.
Así
que Tomás Moreno aprovechó el efímero pero valioso instante de calma y dejó
volar su imaginación…
El
planeta Tierra ha de verse desde el espacio –empezó, mientras extendía una mano
aún temblorosa para detener el taxi más cercano- igual que una esfera perfecta
de pulido mármol azul a contraluz.
Recordó
que la forma que tiene la Tierra, vista desde el espacio, depende en gran
medida de la distancia a la que sea observada.
Décadas atrás –y Tomás abrió la
puerta tanto del taxi como de sus disertaciones-, las sondas espaciales Voyager
partieron desde el planeta en un viaje sin fin por el universo. Su misión
inicial fue explorar los mundos exteriores del sistema solar y saciar, de
momento, la curiosidad humana y la inherente necesidad que la única especie
técnica de la Tierra sentía por conocer sus planetas vecinos. Una vez cumplida
esta tarea, las dos naves se embarcarían hacia las estrellas.
En la segunda parte de la misión, y
en el mejor de los casos, alguna civilización alienígena estaría en capacidad
de interceptar las sondas. Previendo tal evento, ambas naves fueron equipadas
con sendos discos, semejando el mensaje en la botella enviado por alguien que
está perdido en una pequeña isla rodeada de un vasto mar y desea ser encontrado.
Eso, pensó Tomás, era la Humanidad: una especie perdida en medio del infinito
cosmos, aguardando ser hallada.
Tomás
Moreno indicó al taxista el Hotel Grand Hyatt, con voz pasiva, indiferente. Preguntó
cuánto tiempo tardarían en llegar; no porque le interesara en realidad, sino
solo para evitar mostrar excesiva frialdad. Ya el taxista había notado algo
raro y a Moreno no le convenía que el hombre al volante echara a volar sus
propias disertaciones sobre el porqué del comportamiento errático de su
pasajero. Lo cierto es que Moreno simplemente era un tipo alterado, tratando de
distraerse.
En
el peor de los casos –prosiguió-, las Voyager seguirían viajando eternamente,
pasando de largo por millones de estrellas; siendo ignoradas por planetas
habitados con formas de vida inimaginables y civilizaciones que nunca
recibirían el mensaje del Hombre.
De
todos modos y sin detenerse por las incertidumbres de su futuro, la Voyager 1
enfocó a la Tierra y capturó una imagen del planeta madre, visto desde Júpiter.
La gran esfera perfecta de mármol que había visualizado Tomás en el póster del
aeropuerto no era, en esa célebre fotografía tomada desde la Voyager, más que
un punto azul pálido en medio de un rayo de luz.
Ahora,
si el observador se hallase aún más lejos que el ya lejano Júpiter –y aquí Tomás
se detuvo por varios segundos para detener un renaciente caos en su mente–, ni
siquiera podría divisar su planeta.
Luego
se corrigió. Decir “su planeta” era
una evidente muestra de infantil antropocentrismo. Primero, porque el planeta
no es enteramente suyo, ni siquiera de toda la especie humana, sino de todos
los seres vivos que lo habitan y las partículas de materia que lo conforman.
Segundo, porque la inflexión en la frase indica, de modo implícito, que
cualquier observador que esté buscando la Tierra estaría intentando encontrar su planeta natal. Hasta donde es bien
sabido por los astrobiólogos del mundo, hay fuertes indicios para sospechar que
la Humanidad no es la única civilización técnica en el Universo (por ello,
precisamente, la inclusión del mensaje en las Voyager). No hay razones,
entonces, para pensar que quien intente ver el planeta Tierra desde muy lejos deba ser necesariamente un ser
humano.
Estaba pensando con más intensidad de la
debida, si es que su intención era darse un descanso. Moreno sacudió su cabeza,
tal vez creyendo que con aquel gesto lograría detener el caudal de cavilaciones
que manaba a borbotones de su cabeza.
La
Tierra vista desde el espacio, concluyó con un poco más de claridad (como si el
gesto hubiese funcionado), es una gran esfera de mármol reluciente, un punto
azul pálido y también una entidad por completo indetectable para la vista. Decidió
quedarse con la segunda imagen y, dándose cuenta de que su ejercicio mental no
había funcionado (de nuevo las zozobras resurgieron, contundentes), intentó no
desperdiciar el esfuerzo e hilvanó una frase que delimitara con precisión los
motivos de su inmensa preocupación: «La Tierra ha de verse desde el espacio
igual que un punto azul pálido… Un punto azul pálido a punto de colisionar
contra una partícula cósmica aún más insignificante, mas no por ello inofensiva».
Una
vez en el hotel y, habiendo cumplido ya con el siempre molesto check-in, Moreno se tumbó en la cama.
No
se podía decir que dormía, su estado se asemejaba un poco más a la
inconsciencia. Había pasado la mitad de la última semana en aviones y la otra
mitad en conferencias y estresantes reuniones que le destruyeron los nervios. Al
parecer, y para perjuicio suyo, el asunto del meteorito era tan delicado que
solo él podía hacerse cargo. Asunto que lo había obligado a pasar por
incontables oficinas y auditorios en Los Ángeles, Madrid y su natal Bogotá. Y ahora
se hallaba en Santiago de Chile.
No
solo la intranquilidad, el estrés y el arrollador deseo de evaporar el
meteorito (o evaporarse a él mismo) le estaban destruyendo, el cansancio físico
por sus recientes jornadas maratónicas era también insoportable.
Un
segundo antes de dormirse –o perder la conciencia, daba igual-, Moreno deseó
intensamente que aquella fuera su
cama y no la de un hotel. Pero el tener aún por delante el más importante de
los encuentros desde que su equipo descubrió el meteorito, hacía insalvable la
distancia que lo separaba de su hogar en la cercana provincia de Antofagasta.
Habría
deseado reposar más, pero el timbre de su teléfono cortó de súbito el descanso.
De no ser porque llevaba varios días esperando esa llamada, el teléfono sería
ahora un montón de circuitos inservibles estampados contra la pared. Aún
entredormido, alcanzó a contestar y concertar una cita en el café del hotel
para esa misma tarde. Cuando despertó del todo, se sintió tan vivo como una
piedra y tan animado como un felino recién empapado.
El
café del Grand Hyatt estaba ubicado justo en el lobby, con turistas y gente de
negocios yendo y viniendo en todas direcciones, botones atareados con pomposos
equipajes, niños correteando y el rumor de decenas de personas conversando en
voz alta. No muchos lugares más indiscretos habrían podido encontrarse para una
reunión que, al igual que todas por las que había pasado Moreno, precisaba un
carácter, por lo menos, confidencial.
Tomás
Moreno encontró a Joanna Zawadzki en una mesa del rincón. Las dos horas que
había reposado en su habitación lograron borrar casi todo su nerviosismo y lo
dejaron solo con el malgenio corriente de alguien que ha sido sacado súbitamente de su ansiado descanso. Ya no le
inquietaba tanto el trozo de roca que estaba a punto de chocar contra su
planeta, en sí, sino cómo convencer a Zawadzki de que ese trozo de roca no era
intrascendente.
Entró,
alarmado por la cantidad de clientes en el lugar y, sin sentarse, dijo:
—¿Por
qué aquí?
Más
que una reclamación, la de Moreno era una pregunta por inocente curiosidad. El raso
director de un observatorio en el desierto de Atacama no puede darse la
concesión de mostrarse airado con la coordinadora de programas científicos de
la European Space Agency (ESA).
—Siempre
me ha gustado visitar Chile —respondió Zawadzki—. Siéntese, Doctor Moreno. Me
tomé el atrevimiento, si queremos llamarlo así, de ordenar para usted un
strudel de manzana. El de este café es el mejor de toda Latinoamérica, se lo
aseguro.
—No
—insistió Moreno, tomando asiento e ignorando que el postre servido en la mesa
le hacía una invitación—. Quiero decir, ¿por qué tenemos que reunirnos en medio
de un café, en un hotel? Tengo varios documentos para mostrarle, datos que no
pueden filtrarse al público. Este lugar claramente no es apropiado, con todo respeto,
señora Zawadzki.
Ella
hizo un gesto al camarero, quien no tardó en llevarle otro strudel. Moreno, al
ver la escena, se preguntó si de verdad ese postre era el mejor de su clase en
todo el continente. Dio un bocado al suyo y se decidió a ordenar otro apenas
terminara aquél.
—Doctor
Moreno, puede que esto le parezca un cliché, pero la mejor forma de ocultar
algo es ponerlo a la vista de todos. Con un poco de cautela al hablar y
escogiendo bien las palabras, estoy segura de que a nadie le importará siquiera
lo que suceda en esta mesa. ¿Está de acuerdo?
Tomás
Moreno quedó helado, desconcertado. Su estrategia era precisamente usar
expresiones como “alto riesgo”, “pérdida de vidas humanas”, “graves
afectaciones ecosistémicas”, “liberación catastrófica de energía”, y todo
cuanto sirviera para despertar el interés –y el miedo, por qué no- de Joanna
Zawadzki. Tenía planeado recitar en voz alta los pensamientos que se repetían
con violencia en su mente y esperaba causar el mismo efecto en la de ella…
incluso si para ello era necesario exagerar algunas verdades.
Y
esta mujer le pedía todo lo contrario, términos discretos, informes
disimulados, verdades a medias.
Él sabía que, finalmente, en las manos de
Zawadzki recaía la decisión de activar el Escudo de Atmósfera Superior (HAS,
por sus siglas en inglés), propiedad de la ESA, y capaz de reducir a polvo el
meteorito que él y su equipo descubrieron en el observatorio del que él mismo
era director (también afiliado al proyecto HAS). Era claro que Zawadzki estaba
al tanto de la situación –tal vez no al mismo nivel de detalle de Moreno-, pero
igualmente era claro que ese pedazo de roca espacial a ella le importaba un
comino.
Y
Tomás Moreno fue consciente de ello mucho antes de tener que verla atacando su
strudel y escucharla hablar con parsimonia.
Por
eso decidió reunirse primero con las autoridades equivalentes a Zawadzki en la
NASA y en su versión japonesa, la JAXA, que con ella misma. Con ambas agencias
obtuvo rotundos fracasos. Después de un detallado informe, la respuesta en la
NASA fue tajante y perentoria: «Ustedes tienen el HAS, úsenlo, háganlo ustedes,
es su deber, nosotros no contamos con la tecnología para hacerlo». Con el
director científico de la JAXA conferenció por escasos quince minutos a puerta
cerrada, en una oficina del Real Observatorio de Madrid. Él se mostró
preocupado, pero solo agradeció por haber sido informado, repitió que la ESA
era la agencia que contaba con la tecnología para encargarse de la amenaza e
insistió que el meteorito debía ser controlado,
por el bien de la Humanidad. No había nada que el japonés pudiera hacer.
Ambos
hombres tenían razón. La amenaza debía ser eliminada, toda vez que, de no
serlo, afectaría una de las zonas más importantes del planeta, el Amazonas. Los
europeos eran quienes contaban con la tecnología y los recursos para defender
la Tierra del meteorito, pero por alguna razón, parecían no tener intenciones
de usar a HAS.
Tomás
Moreno pasó algunos segundos sin hablar, y ante la mirada de Joanna Zawadzki,
ya no amable sino inquisidora, no tuvo más opción que renunciar a su
estrategia.
—Yo…
yo… —titubeó.
—Usted
está muy trastornado, Tomás —completó Zawadzki—. Nosotros ya sabemos del paquete que recibiremos. Esté tranquilo,
en la oficina nos encargaremos de darle el manejo correspondiente.
Incluso
habiendo entendido la obvia metáfora que le planteó la mujer, Moreno estaba
notoriamente confundido. Boquiabierto, mirando el aire, sintiéndose como un
idiota por no haber recordado que el HAS contaba con un observatorio de escaneo
celeste en cada uno de los dos hemisferios. Uno en Chile, el otro en Finlandia.
Lo que él juzgó a priori como información exclusiva (en otras palabras, suya)
ya era de propiedad de la ESA.
Por
fortuna, «darle el manejo correspondiente» solo podía significar una cosa, HAS
destruiría el meteorito. Sinceramente, no se lo esperaba. Zawadzki siempre se
había mostrado reacia a usar HAS; en palabras de ella, el sistema solo debía
ser puesto en marcha «en casos de extrema
necesidad».
Moreno,
de todas formas, sintió como si alguien hubiera liberado su espalda del peso de
un gorila. Ya no tenía nada de qué preocuparse. El Amazonas ya no correría
ningún peligro. El pulmón del mundo seguiría respirando.
Sin
embargo, había algo más que no entendía…
Pasaron
unos cinco o diez minutos en silencio, cada uno devorando un tercer strudel de
manzana. El café del Grand Hyatt ahora estaba casi vacío y a Joanna Zawadzki se
le antojaba el ambiente más propicio para hablar abiertamente.
—Ya
el HAS está trazando la trayectoria del objeto y estamos esperando que la
órbita se mantenga estable. En dos semanas, una si no hay ningún inconveniente,
el meteorito solo va a ser una anécdota, unas cuantas notas en los periódicos y
millones de euros en donaciones. ¡Alégrese, hombre! Parte de ese dinero será
para su observatorio, incluso para usted mismo. La industria alemana estará
especialmente agradecida, y tienen motivos, les salvamos el pellejo.
Zawadzki
continuó.
—Sin
embargo, y quiero ser muy clara con esto —haciendo énfasis en el muy— sé que usted decidió informar a
otras agencias antes que a nosotros. Entenderá usted que la filtración de
información, y más cuando se trata de algo tan delicado, es inaceptable.
—Jo…anna
—Moreno interrumpió el ultimátum, tal vez sin siquiera haberlo escuchado. Su
voz temblaba como si esta sufriera de Parkinson, — ¿«Industria… industria
alemana»?
Y
la duda de Moreno se disipó tan pronto como la sensación del gorila imaginario
tardó en volver a su espalda.
—Me
sorprende su falta de visión, doctor Moreno. Por cierto —anotó ella— preferiría
que se dirija a mí por mi apellido. Si destruimos un meteorito que va a caer en
medio de un parque industrial alemán, es evidente
que ellos serán los más agradecidos.
Moreno
lo entendió. Todo se hizo claro en su mente.
El
panorama volvió a ser terrible, sombrío.
Zawadzki
hablaba de un meteorito que, según los cálculos de rastreo orbital, caería en
Alemania. El meteorito que causaba las zozobras en Moreno impactaría en el norte
del Amazonas, en Colombia, su país.
Aquello
explicaba por qué el observatorio de Finlandia había podido trazar la órbita
del meteorito. El que descubrieron Moreno y su equipo se aproximaba a la
Tierra, anormalmente desalineado del plano solar, desde el polo sur, y cruzaría
toda Sudamérica antes de caer. Dada esta configuración, a los finlandeses les
habría sido imposible detectar aquel objeto. El que hallaron los finlandeses
tenía una órbita completamente distinta.
No
se trataba de una sola amenaza. Tomás Moreno lo comprendió inmediatamente.
Joanna Zawadzki tardó unos minutos.
Si
bien Moreno seguía atónito, Zawadzki se mostró impasible, implacable.
Él
tomó la palabra:
—¿Qué
vamos a hacer? ¿Qué va a hacer la ESA?
—¿A
qué se refiere? —replicó ella.
—Caerán
dos meteoritos en la misma semana y HAS solo puede encargarse de uno. Usted lo
sabe, todos en la ESA lo saben. Y ni la NASA ni la JAXA pueden ocuparse del
otro.
—¿Y…?
Moreno
estaba, de nuevo, al borde del colapso.
—Doctor
Tomás Moreno— prosiguió Zawadzki, solemne, al ver que su interlocutor no
respondía—, creo que la elección es clara. Tenemos dos objetos espaciales que
chocarán contra la Tierra. Uno reducirá a escombros el parque industrial más
grande de Europa; el otro, hará un hoyo en la tierra y quemará unas cuantas
hectáreas de selva. Usted sabe que la industria alemana es de vital importancia
para la economía mundial. La Unión Europea ya fue informada de la operación. La
decisión está tomada.
No
hubo respuesta alguna.
—Ya que la NASA y la JAXA saben de su meteorito, lo mejor es que todo el
mundo lo sepa. Como líder del Proyecto HAS —y Joanna Zawadzki enfatizó la
palabra «líder»— le doy a usted mi autorización para informar a los gobiernos
de los países amazónicos… de hecho, informe a quien quiera. Siempre y cuando
nadie se entere del otro objeto, el que destruiremos. La Unión Europea puede
ser muy hermética cuando se lo propone. A diferencia suya, ellos no filtrarán
ninguna información.
»En cuanto al otro… inconveniente, diremos
que hubo un fallo en los satélites de HAS, pero que gracias a su oportuna
investigación, doctor Moreno, Colombia podrá prepararse para el impacto;
evacuaciones asistidas, auxilios económicos, lo que se le antoje pedir a esos tercermundistas.
Tomás
Moreno no pronunció una palabra más.
Recostado
en su cama, recordó que no solo había estado en Los Ángeles y en Madrid.
También había tenido tiempo de pasar por Bogotá. En su corta estadía, pudo
hablar con el presidente de Colombia, quien, al igual que Zawadzki hacía unas
horas, había logrado destruir sus nervios. El presidente le había dicho, palabras
más, palabras menos, que al país le convenía
ese meteorito. No quiso seguir pensando sobre el asunto, se sentía en
riesgo de entrar en otra crisis.
Juzgó
necesario alivianarse las cargas y olvidarse de las inquietudes que le estaban
carcomiendo la vida. Así que se dedicó a buscar una distracción y en su cabeza
retumbó la palabra «tercermundistas», que Zawadzki había usado para referirse a
los colombianos.
Tercermundistas.
Tercermundistas. ¿Primermundistas? Todo se trata de la capacidad económica que
tengan los países para comprarse la salvación —empezó a darle rienda suelta a
sus cavilaciones—, y en ese sentido, el planeta Tierra, un punto azul pálido,
está dividido en dos.