martes, 6 de agosto de 2013

El viajero del tiempo

La civilización murió cuando el viajero del tiempo desapareció. Para qué tomarse la molestia de escribir un epitafio que jamás será leído por nadie, pensó.

Meditó durante los cinco minutos finales y, con él, se desvaneció en un suspiro el último vestigio de la Humanidad.

Había bajado de su nave esperando abrir las puertas del paraíso. En vez de la Tierra Prometida, encontró los escombros de Sodoma y Gomorra.

En el tiempo en que creció el viajero del tiempo, los hombres y mujeres miraban al futuro con intenso optimismo. Todos los días se anunciaban fascinantes descubrimientos y nuevos y complicados artilugios que facilitaban cada vez más una vida que ya era, de por sí, bastante cómoda. Solo bastaba mirar al pasado remoto y acercarse gradualmente hacia el etéreo presente para ilusionarse con la promesa de un futuro maravilloso e inimaginablemente mejor.

El florecer de la ciencia y la técnica puso al viajero del tiempo en una nave, la mejor que su época pudo darle. Él, a cambio, proporcionó la preciada combinación de intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia que era única en él y que lo convirtió en prototipo y representante de su especie.

Lo lanzaron rumbo a las estrellas, lo aceleraron y su nave igualó, en ritmo e intensidad, el galope de la luz que deambula por todos los rincones del cosmos. Dio el salto hiperdimensional –el mayor de todos los logros de la inteligencia terrestre- y mientras su corazón latió tres veces, mil generaciones de hombres y mujeres nacieron y murieron.

El distante y remoto futuro fue atraído hacia el viajero del tiempo con igual fuerza y espectacularidad con que una estrella se hace nova. Viajó hacia adelante. Aunque –a pesar de que muchos lo creían imposible- nada impedía realmente el viaje en el tiempo hacia atrás, le fue rotundamente prohibido hacerlo, a costo de la destrucción de la historia y la creación de insondables paradojas.

Llegó. Y no se encontró, como esperaba, con ascensores espaciales ni colonias orbitando el planeta ni ciudades extremadamente desarrolladas; por más que se esforzó buscando, el viajero no vio tampoco generadores de hologramas, cabinas de teletransportación ni multiplicadores cuánticos.

Tardó demasiado en darse cuenta de la más perturbadora de las ausencias. No había encontrado ningún ser humano en ninguna de las ciudades que visitó.

Tardó todavía más en entender que su nave no era otra cosa que la fría y cruel tumba de una muerta Humanidad.

Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia. Eso decían todos en su época cuando se referían al viajero del tiempo. Las palabras retumbaban en su cerebro y al eco lo amplificaba el vacío de las grandes metrópolis, en ruinas y sin vida. Nada de ello le habría servido para acallar su primitivo instinto de supervivencia, que le pedía a gritos la búsqueda de una solución.

Era el último y no podría hacer mucho por salvar su especie.

Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia. Viajero del tiempo. Repitió las palabras, automáticamente, resignado y cansado por cargar el peso del tiempo, acongojado por ser él, aún con vida, el cadáver de la Humanidad. Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia. Viajero del tiempo. Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia. Viajero del tiempo…

¡Viajero del tiempo! ¡En esas tres palabras estaba la salvación que había estado buscando! ¡Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia! ¡Allí estaban escondidos, en clave, el qué y el cómo!

La estricta prohibición que le impedía viajar hacia atrás ya no tenía sentido en un mundo donde a ningún ser humano –más que a él mismo- podría afectar su travesía. Así que programó su nave, meditó durante los cinco minutos finales y miró, por última vez, el ocaso de una especie que reposaba en los últimos instantes de su crepúsculo.

La civilización murió cuando el viajero del tiempo desapareció. Para qué tomarse la molestia de escribir un epitafio que jamás será leído por nadie, pensó. El viajero aceleró de nuevo su nave hasta que pudo ver estáticos los sorprendentes rayos de luz. Dio, de nuevo, el salto hiperdimensional y regresó desde el ocaso hasta el amanecer de la Humanidad.



El viajero del tiempo bajó de su nave, justo a tiempo para presenciar el nacimiento de la civilización. 

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