LOS GUIJARROS RODABAN cuesta abajo. Ensordecedores
estruendos orquestaban la lluvia más intensa que haya caído jamás en las
montañas.
El golpeteo inclemente de las gotas en los techos de
las carpas contagiaba sus propios ritmos a los corazones militares, ordenándoles
latir al compás de la lluvia. Los fusiles yacían dormidos en las carpas de sus
amos. La luz danzante de las velas daba una tenue ilusión hogareña al resguardo
improvisado. Algunos hombres leían cartas femeninas, otros secaban
diligentemente sus calcetines empapados de sangre inocente y unos tantos revivían
los aconteceres de la masacre. La soledad de las montañas, el baile taciturno
de las velas y el chapucear de las gotas arremolinaron de pesadumbre y vacío a treinta
y seis almas, distribuidas en diez
albergues.
En la carpa del Sargento Primero no había vela, ni
fusil, ni subalternos. Solo un hombre, sentado sobre una manta y palpando la
oscuridad. Escuchaba en las goteras nocturnas el traqueteo de los fusiles,
bramando, lastimando, asesinando seres sin culpa. Sentía en los truenos
celestiales las gargantas de los inocentes, rasgándose en gritos de dolor y
clamores de piedad. Algo dentro de sí le decía que no debió ordenar a sus
hombres halar del gatillo.
La humedad del aire apagó, una a una, las luces
temblorosas de las carpas subordinadas. La culpa abrazó a todo el pelotón, como
una madre lo haría con sus desprotegidos hijos. La culpa los arropó y los unió a
todos, susurrándoles «No estás solo. Tus cursos
sienten lo mismo que tú. Todos están juntos». En la noche oscura y con las
gotas golpeándolos directo al alma, los soldados concentraron sus fuerzas en
desear que cada bala disparada regresara a su cartucho. Desearon que cada
corazón campesino dejara de derramar su sangre en la tierra que ellos habían
bañado de muerte.
Las lágrimas rompieron con la dureza de treinta y
seis rostros ajados.
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