miércoles, 10 de octubre de 2012

El chapucear de las gotas


LOS GUIJARROS RODABAN cuesta abajo. Ensordecedores estruendos orquestaban la lluvia más intensa que haya caído jamás en las montañas.

El golpeteo inclemente de las gotas en los techos de las carpas contagiaba sus propios ritmos a los corazones militares, ordenándoles latir al compás de la lluvia. Los fusiles yacían dormidos en las carpas de sus amos. La luz danzante de las velas daba una tenue ilusión hogareña al resguardo improvisado. Algunos hombres leían cartas femeninas, otros secaban diligentemente sus calcetines empapados de sangre inocente y unos tantos revivían los aconteceres de la masacre. La soledad de las montañas, el baile taciturno de las velas y el chapucear de las gotas arremolinaron de pesadumbre y vacío a treinta y seis  almas, distribuidas en diez albergues.

En la carpa del Sargento Primero no había vela, ni fusil, ni subalternos. Solo un hombre, sentado sobre una manta y palpando la oscuridad. Escuchaba en las goteras nocturnas el traqueteo de los fusiles, bramando, lastimando, asesinando seres sin culpa. Sentía en los truenos celestiales las gargantas de los inocentes, rasgándose en gritos de dolor y clamores de piedad. Algo dentro de sí le decía que no debió ordenar a sus hombres halar del gatillo.

La humedad del aire apagó, una a una, las luces temblorosas de las carpas subordinadas. La culpa abrazó a todo el pelotón, como una madre lo haría con sus desprotegidos hijos. La culpa los arropó y los unió a todos, susurrándoles «No estás solo. Tus cursos sienten lo mismo que tú. Todos están juntos». En la noche oscura y con las gotas golpeándolos directo al alma, los soldados concentraron sus fuerzas en desear que cada bala disparada regresara a su cartucho. Desearon que cada corazón campesino dejara de derramar su sangre en la tierra que ellos habían bañado de muerte.

Las lágrimas rompieron con la dureza de treinta y seis rostros ajados. 

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