Ejercicio: Luego de leer un cuento o un capítulo, al menos, de un texto representativo del best-seller, a) escribir, como imitación del lenguaje y la composición argumental, un texto similar, y entonces b) convertirlo en otro texto personalizado, de estilo propio
Parte a: La historia del Loco -John Katzenbach. Capítulo 1, versionado por mí mismo (que también es traducido porque lo leí en inglés para darle más naturalidad a la narración, para que saliera más orgánica, más propia, más mía, más con mis palabras, más parodia que imitación, aunque igual conservo la trama, reduzco la extensión y mantengo algunos elementos del ritmo)
Las
voces ya no están. No están más conmigo. Al igual que mi esperanza, se han ido.
Hace mucho tiempo que se fueron ya, más precisamente cuando las reemplacé por
las pastillas que debo tomarme cada ocho horas, todos los días de la semana,
todas las semanas del año, todos los años que me restan de vida. El caso es que
las voces ya no están y de verdad que en este momento me hacen falta, estoy
seguro de que ellas me ayudarían a narrar esta historia, sin ellas me siento un
poco perdido, sin rumbo, no sé por dónde empezar, no sé cómo llegar a la mitad
y mucho menos al final de esta historia, pero bueno, esto es lo que hay. Quizás
podría decir que extraño mi esquizofrenia, que extraño las voces, que la
sensación impuesta por la sociedad de “ser normal” no me pertenece, no soy yo,
quien quiera que sea la persona que está detrás de estas líneas, no soy yo. A
lo más, se trata de un residuo, un desecho, no lo sé, lo único que sé es que
las extraño. Hay que ser un loco de remate para decir que se extraña estar loco
de remate, pero igual supongo que en esto consiste la locura, si es que
consiste en algo. Lo informe, lo anormal, lo que no tiene ninguna función ni
objetividad, lo que se derrama como el agua que busca siempre cómo fluir a
pesar de que no encuentre un “camino más fácil”, eso es lo que los esquizos
llamamos hogar. Esa es nuestra cotidianidad, el terreno en el que nos sentimos
cómodos. Pero la locura ya no está, lo que queda es un residuo, ah, eso y las
malditas pastillas que debo tomar.
A
veces extraño las voces, casi siempre, pero otras veces, lo debo decir con toda
sinceridad, le agradezco con todo mi ser a la farmacéutica depredadora de vidas
imaginarias, de locuras, de amigos fieles que no existen más que dentro de los
intersticios de las neuronas de los desequilibrados, le agradezco por
callarlas, sobre todo porque algunas voces, las menos amables, disfrutaban de
gritarme y darme órdenes de corte militar: “asesina a este, rómpele la cabeza a
aquel, salta por el balcón”, o de plano juzgarme: “estúpido, idiota, inútil,
eres una vergüenza, un desperdicio, la basura tiene más valor que tú”. Nunca
dejó de causarme cierta gracia que las voces más agresivas le pertenecían a los
personajes que cualquier persona cuerda imaginaría como las más compasivas.
Cuando es el mismo Jesucristo el que te insulta a gritos y te ordena asesinar niñas
pequeñas, estallarles el cráneo contra el pavimento, sabes entonces que algo no
funciona del todo bien en tu cerebro. Pero eso es lo que hay. Lo que había,
porque las voces ya no están.
La
vida de un esquizo que ha salido del manicomio, o mejor dicho, lo han sacado a
la fuerza, es un poco plana, aburrida, es monotonía sobre la rutina, envuelta
en un poco de opacidad marrón sin sentido. El gobierno me paga por estar loco,
lo cual de por sí ya es una muestra de que la sociedad en sí misma está un poco
insana, deschavetada, está fuera de todo su maldito sentido. Pero es así.
Recibo una pensión mensual vitalicia por el simple hecho de tener voces amigas,
voces enemigas, voces que ya no están, voces, voces, voces, voces en mi puta
cabeza. Además, los del gobierno pagan la habitación mohosa y fría del primer
piso del inquilinato en donde vivo, lo cual facilita bastante mi existencia.
Pero también le quita una buena parte de la emoción. A veces siento envidia por
quienes tienen que partirse el lomo todos los días para obtener las monedas que
les evitarán dormir en el cruel frío de las calles, si es que acaso pueden
dormir, los imagino a los pobres bastardos mirando por encima del hombro,
mirando con ojos en la espalda, mirando con miedo y desconfianza a todo lo que
se mueva, saben que en cualquier momento puede llegar la muerte a cagárselos,
puede llegar disfrazada de una camioneta blanca sin placas, un policía ebrio de
violencia y sediento de sangre y bilis ajenas, incluso propias, disfrazada de
otro desgraciado que se quedó sin cómo pagar la habitación de hotel barato del
centro, disfrazada de un perro o una rata rabiosa. En últimas, si no fuera por
la locura del gobierno que me paga por estar loco, seguramente yo sería uno de
esos infelices que sobreviven en la calle, sin saber cuál instante será el
último de sus vidas.
Tengo
familia, tengo dos hermanas, ambas mayores que yo, ambas casadas con tipos
exitosos que construyeron toda su fortuna a partir de la grandiosa ventaja de
no tener al Mesías susurrándoles al oído sugerencias de sacarle las tripas al
primer peatón que se atraviese. Para mí es perfecto y claro que ninguna de las
dos me quiere, y las entiendo, quién quiere querer a un loco, un despojo
desahuciado de su único hogar, el sanatorio. Sin embargo, algo, quizás las
propias voces de sus cabezas, la culpa que les taladra las sienes cada domingo
en la iglesia, no sé, lo que sea, algo les dice que deben hacerse cargo de mí,
de alguna manera. Cada tanto me visitan, por separado, obviamente, y me
intentan hacer la charla, me preguntan trivialidades, seguro los del sanatorio
les dieron el guion de las cosas que me pueden decir y las que no, los temas
que deben tocar y los que deben evitar, los psiquiatras se creen con la
potestad de decidir qué se debe decir y qué no, y pues bah, si creen que tienen
el derecho divino de decidir quién está cuerdo y quién está loco –entiéndase
cuerdo igual a funcional al sistema- no me extrañaría que se crean también los
dueños de lo que debe y no decirse. Pero me perdí en las ramas. Estaba contando
que mis hermanas de vez en cuando me visitan, me traen algunos pesos y la ropa
que sus maridos exitosos, no esquizos, ya no usan. Eso es todo. Mi vida es un
moho color mierda pálida que no tiene ninguna novedad, me paso los días
caminando por ahí, repitiendo la rutina, los lugares, los parques. De vez en
cuando soy testigo de algún delito. Me gusta delatar a los criminales, me gusta
ver sufrir a la gente, en todo caso es gente que no conozco, no me importa, me
da igual, los brutos tienen el fútbol y la política, yo tengo las desgracias de
las ratas. Antes tenía a las voces, pero ya no están. A veces las extraño, a
veces simplemente me da igual.
El
moho color mierda pálida que es mi vida, por lo general no tiene novedad. Pero
un día sí hubo novedad. Estaba revisando las cartas que llegan en paquetes cada
dos semanas, más o menos, principalmente cartas promocionales de artilugios
baratos que a nadie podrían interesar, ni siquiera al más puto loco del
manicomio más puto desquiciado del más puto psicópata país del más puto sádico
planeta del sistema solar más puto enfermo y desgraciado de un universo
decadente y sin propósito. También llegan los comprobantes de que el gobierno
sí cumplió con la promesa electorera de pagarme la manutención a mí y a las
decenas de miles de inútiles, perdón, “discapacitados” que contaminan las que,
de otro modo, serían calles y plazas prístinas, desbordantes de gente honesta,
trabajadora y cuya alma es devorada día tras día por las fauces siempre
hambrientas del sistema. Siendo esta la naturaleza de la correspondencia que me
llega cada dos semanas, desarrollé el muy saludable hábito de tirar todo a la
basura sin siquiera abrir los sobres, sin siquiera darles la más mínima
importancia. Pero había esta vez algo nuevo, un sobre diferente, elegante,
papel fino, jamás en veinte años de desahucio recibí nada escrito en papel
fino, lo cual inevitablemente llamó mi atención. Además los bastardos habían
escrito bien mi nombre, ¡já! Esa sí que era una novedad, más que la carta
misma. Un nombre como el mío es especialmente susceptible a ser interpretado en
un millón de formas distintas. Ahí estaba el sobre, el pedazo de papel caro que
ponía: “JOHNNY TRIPASECA XAVIOLO”. Naturalmente la leí. ¡Sorpresa, sorpresa!
Era otra comunicación proveniente del estado.
Buenos días señor Johnny
Tripaseca Xaviolo
Por medio de la
presente queremos invitarlo al evento de remembranza del Hospital Cumbres
Nevadas, con motivo del vigésimo aniversario de su clausura. Se ofrecerán
charlas, ponencias, recorridos guiados y se ofrecerán bocadillos a los
participantes. Además se compartirán las experiencias vividas por quienes
hicieron parte de la historia del Hospital, el cual será demolido para dar paso
a un centro comercial. Esperamos con gran entusiasmo su participación, la cual
seguramente ayudará a enriquecer la experiencia para todos los demás asistentes
al evento. La información de contacto se encuentra anexa en esta misma
comunicación.
Cordialmente
El loquero del
manicomio que odias con tu puta vida
Me
quedé mirando el pedazo de papel un buen rato, como una hora, o quizás fueron
solo diez segundos. Con tanta droga es difícil mantener una noción del tiempo
coherente. Me quedé mirándola y recordando los años en los que ese agujero
infecto de locura y gérmenes fue el único lugar al que podía llamar hogar. Me
reí a carcajadas tan solo de contemplar la idea de regresar a ese nido de
perversión del cual el estado me obligó a salir hace veinte años. Veinte años
vuelan, y apenas hoy noté que nunca más volví siquiera a acercarme al menos a
cinco kilómetros de la colina donde estaba ubicado el Cumbres Nevadas. Qué nombre tan poco original, es inmediata la
analogía a la novela de Emily noséquién, novela que por cierto nunca leí, solo
la escuché nombrar un par de cientos de veces en voces de un par de cientos de
idiotas que creían que eran los primeros en notar que el nombre del hospital
hacía alusión a la novela de la tal Emily meimportaunculo. Me reí a carcajadas
y hasta lloré de la risa. Estoy seguro de que si las voces estuvieran conmigo,
también se habrían cagado de risa, Hitler, Jesucristo y la anciana del tercer
piso, llorando de risa por la simple mención de la idea de hacerle una visita
morbosa a las ruinas de un manicomio clausurado. Cuando la risa se detuvo,
agarré el teléfono y sin pensarlo digité los números que estaban en el anexo de
la carta. “Sí, será todo un gusto y un placer asistir” dije, justo antes de
colgar en un impulso tan repentino como el de llamar. ¿Por qué lo había hecho?
¿Por qué llamé? ¿Serán las voces las que llamaron por mí, se sintieron
invitadas a las profundidades de mi cráneo putrefacto por la droga –la medicina-
debido a la simple mención del hospital, la cárcel de baldosas blancas donde fueron
reyes, princesas, dictadores, hombres y mujeres poderosas, insignificantes,
irrelevantes, gobernantes, huéspedes y dueñas de una mente enferma, mi propia
mente, que no era mi propiedad sino la de ellas? Si las voces me querían de
vuelta en el Cumbres Nevadas, allá
estaré. O tal vez no.
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