La civilización murió cuando el viajero del tiempo desapareció.
Para qué tomarse la molestia de escribir un epitafio que jamás será leído por
nadie, pensó.
Meditó durante los cinco minutos finales y, con él,
se desvaneció en un suspiro el último vestigio de la Humanidad.
Había bajado de su nave esperando abrir las puertas
del paraíso. En vez de la Tierra Prometida, encontró los escombros de Sodoma y
Gomorra.
En el tiempo en que creció el viajero del tiempo,
los hombres y mujeres miraban al futuro con intenso optimismo. Todos los días
se anunciaban fascinantes descubrimientos y nuevos y complicados artilugios que
facilitaban cada vez más una vida que ya era, de por sí, bastante cómoda. Solo
bastaba mirar al pasado remoto y acercarse gradualmente hacia el etéreo
presente para ilusionarse con la promesa de un futuro maravilloso e
inimaginablemente mejor.
El florecer de la ciencia y la técnica puso al
viajero del tiempo en una nave, la mejor que su época pudo darle. Él, a cambio,
proporcionó la preciada combinación de intrépida valentía, voraz hambre de
aventura y casi sobrenatural inteligencia que era única en él y que lo
convirtió en prototipo y representante de su especie.
Lo lanzaron rumbo a las estrellas, lo aceleraron y
su nave igualó, en ritmo e intensidad, el galope de la luz que deambula por
todos los rincones del cosmos. Dio el salto hiperdimensional –el mayor de todos
los logros de la inteligencia terrestre- y mientras su corazón latió tres
veces, mil generaciones de hombres y mujeres nacieron y murieron.
El distante y remoto futuro fue atraído hacia el
viajero del tiempo con igual fuerza y espectacularidad con que una estrella se
hace nova. Viajó hacia adelante. Aunque –a pesar de que muchos lo creían imposible-
nada impedía realmente el viaje en el
tiempo hacia atrás, le fue rotundamente prohibido hacerlo, a costo de la
destrucción de la historia y la creación de insondables paradojas.
Llegó. Y no se encontró, como esperaba, con
ascensores espaciales ni colonias orbitando el planeta ni ciudades
extremadamente desarrolladas; por más que se esforzó buscando, el viajero no
vio tampoco generadores de hologramas, cabinas de teletransportación ni
multiplicadores cuánticos.
Tardó demasiado en darse cuenta de la más
perturbadora de las ausencias. No había encontrado ningún ser humano en ninguna
de las ciudades que visitó.
Tardó todavía más en entender que su nave no era
otra cosa que la fría y cruel tumba de una muerta Humanidad.
Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi
sobrenatural inteligencia. Eso decían todos en su época cuando se referían al viajero del tiempo. Las palabras
retumbaban en su cerebro y al eco lo amplificaba el vacío de las grandes metrópolis,
en ruinas y sin vida. Nada de ello le habría servido para acallar su primitivo
instinto de supervivencia, que le pedía a gritos la búsqueda de una solución.
Era el último y no podría hacer mucho por salvar su
especie.
Intrépida valentía, voraz hambre de aventura y casi
sobrenatural inteligencia. Viajero del tiempo. Repitió las palabras,
automáticamente, resignado y cansado por cargar el peso del tiempo, acongojado
por ser él, aún con vida, el cadáver de la Humanidad. Intrépida valentía, voraz
hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia. Viajero del tiempo. Intrépida
valentía, voraz hambre de aventura y casi sobrenatural inteligencia. Viajero
del tiempo…
¡Viajero del tiempo! ¡En esas tres palabras estaba
la salvación que había estado buscando! ¡Intrépida valentía, voraz hambre de
aventura y casi sobrenatural inteligencia! ¡Allí estaban escondidos, en clave, el
qué y el cómo!
La estricta prohibición que le impedía viajar hacia
atrás ya no tenía sentido en un mundo donde a ningún ser humano –más que a él
mismo- podría afectar su travesía. Así que programó su nave, meditó durante los
cinco minutos finales y miró, por última vez, el ocaso de una especie que reposaba
en los últimos instantes de su crepúsculo.
La civilización murió cuando el viajero del tiempo desapareció.
Para qué tomarse la molestia de escribir un epitafio que jamás será leído por
nadie, pensó. El viajero aceleró de nuevo su nave hasta que pudo ver estáticos
los sorprendentes rayos de luz. Dio, de nuevo, el salto hiperdimensional y
regresó desde el ocaso hasta el amanecer de la Humanidad.
El viajero del tiempo bajó de su nave, justo a
tiempo para presenciar el nacimiento de la civilización.