1
En
el atardecer del día más largo del año, el sol aguamarina aún bañaba con rayos
de múltiples colores a un cielo que entraba con paciencia hacia la noche. Una
imponente montaña blanca resguardaba, con su presencia protectora, a la
multitud de aldeas circulares que se extendían en todas las direcciones. Las
aldeas eran neuronas y los caminos que las conectaban eran el sistema nervioso de
un planeta exultante de vida. En el centro de todas las aldeas reposaba un
mandala de piedras talladas con exóticas formas de animales, pintadas en
patrones únicos y en diferentes colores, posicionadas para reflejar la ruta de
los astros en el cielo. De día, las aldeas actuaban como las hojas de un árbol
alimentado de sol. De noche, el árbol se convertía en un río fluorescente, una
red neuronal que despertaba de su sueño para expresar pensamientos y
sentimientos de gratitud y amor universal en forma de hilos tenues de luz,
manando desde las piedras hacia cada uno de los hogares de cada una de las
aldeas.
Los
Camaldari habían aprendido los secretos del arcoíris y la galaxia hacía ya
varias eras. No necesitaban maltratar a su planeta materno para lograr las más
grandes proezas. Sabían cómo usar la posición de las estrellas y los infinitos
colores contenidos en la luz del sol aguamarina para crear una vida llena de
bienestar para sí mismos y para todos los seres vivientes que compartían su
existencia en aquella diminuta isla, en medio del vasto océano de su galaxia.
En
una meseta, en lo más alto de la montaña, descansaba un templo que había sido
construido con las mismas piedras blancas que adornaron desde siempre la
desnudez milenaria de su cima. El templo fue alineado para coincidir con los
eventos más relevantes del dominio de los cielos: la salida de la primera luna
en el día más largo, el amanecer del sol aguamarina cuando el día y la noche eran
iguales, y el ocaso de la segunda luna en la noche más larga. Miles de años de
contemplación y meditación sobre la naturaleza de la luz permitieron a los
Camaldari coordinar sus construcciones con la arquitectura misma del cosmos.
El
templo tenía cuatro entradas y una salida. Dos de las entradas estaban
alineadas con los polos celestes y las otras dos señalaban los arcos por los
que se mueve la línea imaginaria que une a los atardeceres y los amaneceres. La
única salida del templo se encontraba en su cúpula. Cuatro fuentes de azulejos
multicolor, que representaban el fluir y devenir de los cuatro elementos, habían
sido instaladas en puntos intermedios entre las cuatro entradas.
En
el centro de esta configuración óctuple, un viajero interestelar yacía desnudo,
boca arriba, con su mirada fija en la cima abierta de la cúpula, en la luz de
las estrellas. El Maestro, un anciano de piel verde y larga barba blanca, estaba
terminando de trazar una espiral con un polvo de mineral negro. La espiral
descendía desde la cúpula abierta hasta posarse en la frente del viajero. Doce
pebeteros de un fuego sagrado, una sola vez encendido y jamás extinguido,
creaban un espacio circular que les mantenía aislados y protegidos del resto de
Camaldar.
La
primera luna ya no tardaría en salir.
Una
estrella amarilla amaneció en la frontera de la apertura cenital.
-
Recuerda. Debes
encontrar la piedra que es fuego y agua – dijo el Maestro.
-
Debo encontrar la
piedra que es fuego y agua – repitió el viajero.
-
Luego debes
entregársela a la flor de la mañana – dijo el Maestro.
-
Luego debo
entregársela a la flor de la mañana – repitió el viajero.
-
Bajo la luz del
arcoíris lunar.
-
Bajo la luz del
arcoíris lunar.
-
Ella sabrá qué
hacer.
-
Ella sabrá qué
hacer – repitió el viajero.
La
estrella amarilla se encontraba ya a medio camino hacia el centro de la cúpula.
-
Cierra los ojos
y reposa en la Luz Clara – solicitó el Maestro.
El
viajero cerró los ojos de su cuerpo y, con el ojo de su mente, pudo ver una
boca que se abría para iniciar una sonrisa, como se abre la flor que anuncia el
amanecer de la primavera. Una mirada sutil, cautivadora, como la luz de las
estrellas, se fijó directamente en el ojo de su mente.
-
Ahora tienes el
recuerdo de la flor de la mañana. Olvidarás todo lo demás, pero su mirada y su
sonrisa no la olvidarás – dijo el Maestro.
-
¿Cómo recordaré la
piedra que es fuego y agua? – preguntó el viajero.
-
No te preocupes,
Sittvalar. Para recordar tienes que olvidar. Esta noche te ayudaré a olvidar.
Cuando sea el momento adecuado, también te ayudaré a recordar. Ahora siéntate.
Sittvalar,
el viajero, se levantó y bebió de un recipiente esférico que le acercó Valotessvara,
el viajero interestelar más experimentado entre todos los Camaldaris. Sittvalar
cayó inconsciente con los ojos bien abiertos. Valotessvara, el Maestro, lo giró
para dejarlo descansar sobre su costado derecho. La estrella amarilla alcanzó
el centro de la apertura cenital. En ese instante, el primer rayo de la primera
luna se deslizó por una de las entradas laterales del templo y se dirigió con
solemnidad hasta la frente de Sittvalar. Desde allí, el rayo de luna ascendió
por la espiral del mineral negro, hasta llegar a la única salida del templo. Cuando
la estrella amarilla se fijó en el centro de la cúpula, todas las piedras de la
red neuronal en las aldeas se encendieron con un destello puro, intenso, de
blanco sagrado.
Mientras
esto sucedía, Valotessvara recitó:
Amigo Sittvalar. La luz de las
estrellas camina hacia ti para que encuentres los nuevos planos de tu realidad.
Tus memorias y tu cuerpo están en el juego de acabar. Te estás enfrentando a la
Luz Clara. Estás experimentando el estado de Libertad del ego, donde todas las
cosas son como un cielo vacío sin nubes. Tu intelecto desnudo y limpio es como
un mar tranquilo, sin olas, sin perturbaciones. Avanza por el camino de luz hacia
tu nueva vida que viene, déjate guiar hacia tu nuevo mundo. Si te sientes
confuso, invoca las enseñanzas de tu Maestro. No tengas miedo.
2
En
el amanecer del día que dura lo mismo que la noche, la mujer llamada Bramoszana
caminaba de la mano de su nieto de ocho años hacia el amarillo sol saliente. Se
dirigían hacia el Nuevo Templo, construido al aire libre, en el valle donde la
cordillera única se dividía en dos y luego en tres. Otras madres y otras abuelas,
cientos de ellas, también llevaban a sus hijos y a sus nietas hacia el mismo
lugar. Algunos de los niños y adolescentes ya habían servido a otros viajeros,
pero esta era la primera vez que el nieto de Bramoszana iba a ser testigo de la
llegada de un hombre de las estrellas. Todo el camino estaba adornado por una
serie de enormes piedras talladas que, con el pasar de los meses y los años, tomaron
formas de animales.
La
comunicación con las personas de otros mundos se había establecido por primera
vez cuando ella, ahora en sus primeros años de vejez, apenas era una niña.
Todavía podía recordar con claridad cuando empezaron a llegar los primeros
rumores de los hombres y las mujeres de piel verde, seres que llegaban en naves
doradas y que aterrizaban en las cimas más altas de las montañas del otro lado
de los mares. También recordaba el día en que los Camaldari llegaron a
compartir sus conocimientos con los Nisseiri de su aldea.
Su
padre había ayudado a tallar y pintar los primeros monolitos con figuras de
animales. Los Camaldari decían que estas piedras tenían una función de gran
importancia y que todo el propósito de su contacto con los Nisseiri dependía de
estos artefactos, aunque los detalles teóricos de la ciencia interestelar solo
habían sido compartidos con un puñado de Nisseiri. Dos generaciones después del
primer encuentro, los lazos que unían a Camaldar y Nissos eran estrechos. Ambos
mundos se nutrían uno al otro mediante el compartir de conocimientos,
alimentos, prácticas de meditación y expresiones sinceras de amor y gratitud
interestelar.
El
mundo Nissar se estaba convirtiendo, lentamente, en un planeta de aldeas
circulares conectadas por caminos como las ramas de un árbol, como la cuenca de
un río de luz.
Años
después del primer contacto, los Camaldari establecieron una escuela para
enseñar a los Nisseiri las ciencias de los cielos y las montañas, saberes obtenidos
en miles de años de contemplación y meditación. Los mismos viajeros
interestelares eran quienes se encargaban de seleccionar a los aprendices
Nisseiri con mayor potencial físico y mental para aprender el viaje espacial y
el secreto de la armonía con los ecosistemas del planeta natal. Además de
Nissos, los Camaldari habían establecido contacto con otros diez planetas. Desde
algunos de estos planetas fueron enviados varios grupos de estudiantes a la escuela
en la Montaña Ojo del Dragón, construida en la Isla del Centro del Mundo.
Bramoszana
ya era una mujer adulta cuando la escuela fue instituida. Por esto le fue
negada la oportunidad de viajar al Ojo del Dragón para aprender los secretos
interestelares. Pero ella, al igual que todas las mujeres de su pueblo, conocía
los secretos micelares de la Madre. Su hija era la sacerdotisa de su pueblo y
tenía por misión asistir a todos los Nissar del valle en los rituales de los
hongos y las raíces de las plantas. Porque conocía los secretos de la Madre
Nissar, nunca se interesó realmente por los detalles de las enseñanzas
Camaldari. Para qué viajar por las estrellas si la Madre nos ha enseñado a
explorar las entrañas de su infinita mente, pensaba la hija de Bramoszana. Pero
la anciana guardaba la esperanza silenciosa de que su nieto aprendiera el viaje
espacial y también aprendiera a explorar el interior de la mente de la Madre
Nissar. Conocer las enseñanzas milenarias de los dos mundos le garantizaría una
situación desde la cual podría servir a muchos seres sintientes en la galaxia.
El
nieto de Bramoszana no estaba interesado en nada de esto, solo quería volver
pronto a su casa para jugar con los otros niños de la aldea.
-
Ya llegamos,
hijo mío – dijo Bramoszana–. Anda, ve con los demás, toma una de las cintas, haz
todo lo que te digan y mantén bien portada tu mente. Yo voy a estar pendiente
de ti, no vas a estar solo.
El
nieto obedeció y tomó en su mano una de las treinta y dos cintas de tela que
salían desde la vara metálica que portaba una Nisseiri anciana, a quien había
visto ya un par de veces de visita en la casa de su abuela. La vara metálica tenía
una corona de flores blancas que salían de una vasija de piedra roja. La vasija
estaba pintada con una figura que representaba, en forma de espiral, la unidad
del fuego y el agua. El niño se quedó mirando la figura de piedra, fuego y agua.
Estaba seguro de que la había visto ya en alguna parte, pero no podía recordar
dónde. La estuvo contemplando durante unos instantes, enteramente abstraído del
mundo que lo rodeaba, hasta que una visión más impresionante cautivó su
atención.
Una
niña que jamás había visto antes en la aldea, más o menos de su misma edad,
vestida completamente de amarillo radiante como el sol que amanecía tras el
templo, también sostenía una de las treinta y dos cintas y también estaba
absorta en la contemplación de la figura de piedra, fuego y agua. Al verla, el
nieto de Bramoszana sintió algo que jamás había sentido en sus ocho años de
vida. Un rayo eléctrico que nació en su coronilla, como llegado del cielo,
recorrió toda su espalda y se dividió hasta llegar a sus pies, para volver de
regreso a la coronilla, no sin antes pasar por su joven corazón, que latió con
tanta fuerza y velocidad que el niño sintió desfallecer. Su cuerpo se sentía
caliente y frío al mismo tiempo. Sus manos temblorosas sudaban y desde entonces
no pudo dejar de pensar, sentir y anhelar nada y nadie más que no fuera la niña
vestida de sol. Todos los demás niños desaparecieron, todos los adultos, las
madres y las abuelas, la mujer de piedra que había sido tallada por los
Camaldari de piel verde en la roca de la montaña por donde estaba saliendo el
sol en ese instante, los monolitos de animales terminados, los monolitos sin
terminar, todo dejó de existir en la mente del nieto de Bramoszana. En ese
momento, la niña vestida de sol ocupó toda la profundidad del Universo.
La
mujer anciana que llevaba la vara metálica dio la instrucción y todos los
asistentes empezaron la procesión por la orilla del río que dividía la
cordillera en dos y luego en tres. El niño caminó por simple inercia, cantó los
mantras Camaldari por reflejo automático, siguió las instrucciones sin ser
consciente de que estaba sirviendo a la llegada de un Maestro respetado por
seres de múltiples planetas en múltiples estrellas que radiaban en todos los
colores del arcoíris. Él estaba concentrado en esa pequeña mujer quien, de vez
en cuando, lo miraba y sonreía. La sonrisa de esa niña era como la flor que
abre sus pétalos en la primera mañana de la primavera, sus ojos eran como la
luz de las estrellas más brillantes de todo el firmamento.
Los
niños, las madres, las abuelas y los Camaldari le dieron cuatro vueltas a la
montaña tallada. El sol entró con resolución en la bóveda celeste y el viajero
del espacio llegó a las tierras de la Madre Nissar en una nave dorada que
apareció en un rayo instantáneo de luz de arcoiris. Pero el nieto de Bramoszana
no se inmutó. Para él, las largas horas de procesión alrededor de la montaña
duraron lo que duran dos latidos del corazón y un suspiro, un suspiro que se
prolongó por toda una eternidad. El nieto se sintió como si hubiera encontrado
a alguien a quien había buscado durante mucho tiempo en todas y cada una de las
estrellas del firmamento.
Cuando
la abuela llegó a su lado para llevarlo de vuelta a casa, él solo pudo ver que
la niña vestida de sol, la flor de la mañana, había tomado la dirección contraria,
de la mano de su mamá, hacia un territorio desconocido.
Al
día siguiente, Bramoszana interrumpió el juego de los niños de la aldea. Su
nieto estaba actuando un poco extraño, un poco fuera de sí mismo, así que
decidió dejarse de artificios y sorprenderlo con la gran noticia:
-
¡Te eligieron!
¡Te eligieron! ¡El viajero Valotessvara en persona ha solicitado tu presencia!
¡Vas a viajar al Ojo del Dragón!
El
nieto miró por última vez con nostalgia a su abuela Bramoszana, antes de subir
a la nave dorada del hombre viejo de piel verde y larga barba blanca, junto a otros
niños y niñas de otros planetas, ocho estudiantes en total. Antes de que la
nave emprendiera el vuelo, la abuela le dijo a su nieto: “Siempre que te
sientas perdido puedes volver a las raíces, si le preguntas con amor, la Madre
Nissar te contará con amor todos sus secretos”.
Aunque
sabía que pasarían largos años sin que volviera a ver a su familia ni a los niños
de la aldea, aunque los iba a extrañar a todos, en ese momento, la mente y el
corazón de Sittvalar solo pudieron concentrarse en una persona y nada más que
en una persona.
3
En
la noche más larga del año, ocho jóvenes adultos, los estudiantes más avanzados
en toda la Isla del Centro del Mundo, siguieron el paso acelerado del Maestro Valotessvara.
Debían llegar al lugar exacto de la montaña en el momento preciso. El grupo se
esforzaba por guardar una distancia prudente, respetuosa con el Maestro, sin
perder el ritmo. Muy pocas veces se tenía la oportunidad de recibir una lección
impartida por alguien tan experimentado en las ciencias espaciales y de la
mente, alguien que además estaba involucrado de forma tan significativa en la
construcción de la nueva red neuronal planetaria, cuyo objetivo era convertir a
Nissos en un mundo excepcionalmente adelantado en los viajes espaciomentales.
Los
Camaldari eran expertos en atravesar el vacío del espacio, pero los Nisseiri
tenían un conocimiento profundo de la mente viva de su planeta. Esto impulsó de
manera acelerada la comunión de saberes entre las dos especies y las propulsó a
ambas hacia lo que ya algunos historiadores Camaldari se atrevían a denominar
como los albores de una nueva era dorada para la exploración y el conocimiento del
Universo.
Por
esta razón, los viajeros de otros mundos preferían estudiar en Nissos, una red
neuronal en proceso de construcción, en vez de hacerlo en la red Camaldari, ya
firmemente establecida. En la tierra del sol aguamarina no había nada parecido
al sistema de comunicación bioquímica entre las personas y el planeta mismo que
ya se venía desarrollando hacía miles de años en la tierra Nissar. Se creía que
la presencia de una única luna supermasiva era la causa de aquella
particularidad, pero las ancianas, las guardianas del conocimiento de la Madre
aseguraban que el secreto se escondía en las simbiosis entre los hongos y las raíces
de las plantas. Quizás en ambas hipótesis se escondía una parte de la verdad
integral.
Junto
a los tres aprendices Camaldari, había dos mujeres de piel violeta que habían
viajado de la lejana Palamnova, un mundo tropical conformado por un grupo
pequeño de islas frondosas en medio de mares violentos que cambiaban de colores
según la época del año. Las Palamnovas eran efusivas, seductoras y alegres.
Como el agua de su mundo, ellas habían aprendido a transformar sus rasgos
faciales por medio de colores. Un poco más rezagados, cerraban el grupo dos Azores
de un planeta desértico al que se referían siempre como “El Centro”. Los Azores
preferían el silencio la mayor parte del tiempo y se sentían especialmente
atraídos por la enorme y blanca luna que dominaba el cielo de Nissos. Sittvalar,
el único Nisseiri del grupo, también solía permanecer en silencio, aunque era
un silencio diferente. No era por costumbre o por presión evolutiva, era más un
silencio melancólico. Pero así, casi sin mediar palabras, se ganó la simpatía
de uno de los Azores llamado Gontas Sericaj, quien a veces se esforzaba en
socializar con los demás aprendices avanzados. El otro Azor nunca se comunicaba
más que con el propio Maestro.
Sittvalar
mantenía fija su atención en Maisoleia, una de las Palamnovas. Era la primera
vez que la veía, pero en su mirada y su sonrisa había algo extrañamente
familiar. Sin duda, ella le recordaba a aquella niña que había visto una sola
vez en el valle, mientras ambos servían con la energía sutil de sus conciencias
a la llegada a Nissos del mismo maestro Camaldari que ahora caminaba delante de
ellos. El joven Nisseiri sabía que las Palamnovas tenían la habilidad de
reflejar en sus colores el contenido mental de quienes las observaran, por lo que
estaba seguro que ella no era la niña vestida de sol, la flor de la mañana cuya
mirada le hizo estremecer como nadie nunca lo había logrado. Aun así, su simple
recuerdo le mantenía cautivado en la contemplación de la mujer de piel violeta.
El
Maestro Valotessvara ralentizó la marcha, dio un par de vueltas en círculos
buscando el mejor lugar y se sentó en una roca plana, mirando directamente
hacia la gran luna Nissar, que asomaba por una apertura en la roca de la cima
de la montaña. Cuando el observador se posicionaba en el lugar y hora
adecuados, la luna y la apertura en la roca creaban el efecto visual de un gran
ojo cósmico que observaba desde lo más alto la totalidad de la isla. Esto era
lo que los Nisseiri llamaban el Ojo del Dragón. Los Camaldari, las Palamnovas y
los Azores se apresuraron y formaron una media luna alrededor del anciano de
piel verde. Sittvalar tardó un poco más en tomar asiento. Parecía un poco fuera
de sí mismo, como si su mente estuviera en otro lugar, en otro tiempo, en otra persona,
en alguien que no era el notable Camaldari.
Valotessvara
habló entonces:
-
Ya ustedes
conocen la ciencia del viaje espaciomental y la función de las piedras
talladas, que no son más que los receptores y acumuladores de las vibraciones
de luz sutil que llega desde las estrellas. Con la ciencia que les ha sido
enseñada a lo largo de estos años, es posible hacer el viaje espacial a la
velocidad de la luz, si la configuración de las naves, de los templos y la
alineación de las estrellas es la adecuada tanto en el planeta emisor como en
el receptor. Pero todavía ustedes no conocen la técnica por la cual se dieron
los primeros viajes desde Camaldar hasta los demás mundos de la Red Galáctica.
Esta es la técnica que he venido a mostrarles esta noche. Es un secreto muy
antiguo que nos fue revelado a nosotros directamente por la luz de nuestro Sol.
A su vez, nuestro Sol recibió este secreto de su Maestro, quien a su vez lo
recibió directamente desde la Gran Mente Universal. Entre los presentes, y
exceptuando a mi humilde persona, solo uno ya conoce y ha puesto en práctica
esta técnica para viajar sin las limitaciones del espacio y del tiempo, sin
necesidad de más herramientas que la experiencia directa de la Luz Clara.
Los
aprendices se miraron entre sí, consternados, confundidos, emocionados,
expectantes. Valotessvara continuó:
-
Aquí, junto a
todos ustedes y frente al Ojo del Dragón como testigo, vamos a hacerles una
demostración de la técnica para viajar instantáneamente a cualquier mundo que
ustedes quieran. En este momento necesito la ayuda del único Nisseiri presente
en este grupo.
Todos
los ojos se posaron en Sittvalar, quien se esforzó para salir de su letargo. Aún
un poco sorprendido, se acercó lentamente y se sentó con timidez frente a su
Maestro, quien dibujó una espiral en el suelo en dirección hacia el Ojo del
Dragón. Le dio a beber de un cuenco esférico y le preguntó, susurrando a su
oído izquierdo:
-¿Has
encontrado la piedra que es agua y es fuego?
Un
nudo se desató en su mente y Sittvalar perdió el aliento. Cayó inconsciente,
con los ojos bien abiertos.
Entonces,
el viejo sabio de piel verde y barba blanca lo inclinó para que descansara sobre
su costado derecho, en una posición en la que la luz de la luna llena pudiera
bañar con intensidad su rostro y todo su cuerpo.
-
Ahora les
explicaré. Todo lo que nosotros percibimos como materia, tiempo y espacio es la
proyección de un holograma creado por la Gran Mente Universal, nocreada,
nonacida, autoexistente, sin principio, sin fin. La conciencia existe en
infinitos niveles hacia arriba y hacia abajo. El Universo es una canción y
nosotros habitamos en una de las octavas intermedias. Con la técnica de
respiración adecuada y respetando las enseñanzas más antiguas, es posible llevar
el soplo de la conciencia por un circuito espiral que va desde el esternón
hasta el ombligo, desde el ombligo a la garganta, luego a la clavícula, a los
ojos, después al cerebelo y desde allí a cualquier planeta o sistema estelar
deseado. El cuerpo físico puede mantenerse en meditación profunda durante tres
de las cuatro fases lunares, por lo que, naturalmente, en nuestro plano de la
realidad, esta técnica solo puede aplicarse en planetas con lunas. Si el tiempo
de la lunación es excedido, el cuerpo físico muere y el soplo de la conciencia
se manifiesta de nuevo en otro cuerpo físico, adaptado a las condiciones
ecológicas del nuevo mundo. Pero, ya que el cuerpo físico es memoria, si esto
sucede, vendrá una amnesia severa que en algunos casos puede ser total y
permanente. Por eso es que esta técnica está restringida a los grandes maestros
y a los estudiantes más avanzados, como ustedes, mis queridos aprendices.
Una
vez hechas las explicaciones, se dirigió hacia Sittvalar y habló para él,
asegurándose de que todos los demás escucharan las siguientes palabras,
habladas por el Maestro del Sol aguamarina mucho tiempo antes de que existiera
la vida en Camaldar, en Nissos, en Palamnova y en los demás mundos habitados de
la galaxia:
Oh bien nacido, escucha con
atención. El fluir de la vida está girando a través de ti. Una demostración
infinita de formas y sonidos puros se apodera de tu mente, deslumbrantemente
brillante, siempre cambiante. Esta es la Luz Clara. No intentes controlarla,
fluye con ella. El éxtasis del fuego orgánico consume todas tus células. Las
duras, secas, frágiles cascadas de tu ego están siendo lavadas en el infinito
mar cósmico de las creaciones. Siente el pulso del corazón Universal. Deja que el
rojo atardecer galáctico barra a través de ti. Fúndete en la luz de arcoíris,
en el corazón del río de las formas creadas.
4
Al
día siguiente, en cercanías a la cima de la montaña del Ojo del Dragón, los
tres estudiantes Camaldari y el Maestro Valotessvara tomaron sus posiciones en
los cuatro puntos cardinales de una nave dorada y ovalada, que descansaba sobre
una plataforma de mármol recubierto de plata, y empezaron el proceso de
activación. Depositaron cuatro piedras pequeñas, también ovaladas, en los
cuatro recipientes de la nave. Las piedras cabían en la palma de la mano de un
niño y tenían formas espirales, talladas durante miles de años por la acción
geológica de Camaldar. Cada patrón era diferente y en conjunto representaban el
aire, el fuego, la tierra y el agua, la base de todas las creaciones materiales
del Universo. Dentro de la nave estaban los dos Azores y las dos Palamnovas de
piel violeta, sentados en el piso, con las piernas cruzadas. El cuerpo de
Sittvalar permanecía en reposo, sobre su costado derecho, en el mismo lugar
donde lo había dejado el Maestro de piel verde la noche anterior.
Los
cuatro Camaldari, tres estudiantes y el Maestro, cantaron los mantras afuera de
la nave. Los dos Azores y las dos Palamnovas cantaron los mantras dentro de la
nave. Las piedras talladas, esparcidas por toda la Isla del Centro del Mundo,
emitieron hacia las diez direcciones del espacio una luz brillante como metal
incandescente. La nave se elevó de manera instantánea, sin hacer el más leve ruido.
Ni siquiera la fricción entre el aire y las paredes doradas de mineral exótico
de la nave produjo sonido ni generó calentamiento de ningún tipo. La acción
vibratoria de los mantras, la meditación de los viajeros y de sus ayudantes, el
mineral exótico activado por las piedras de motivos espirales, junto a los
monolitos tallados con formas de animales en toda la isla, todos en sincronía,
hicieron que la nave pasara a otro plano de la realidad, donde la materialidad
física y espaciotemporal de Nissos no tenía ninguna influencia sobre el
vehículo ni sobre sus pasajeros. El Universo es una canción. Por un pequeñísimo
cambio en la afinación de las vibraciones fundamentales de todo el sistema, se
lograba la antigravedad y la materia se convertía en luz sutil.
Después
de un viaje que duró lo que suelen durar los eclipses en Nissos, la nave fue
dirigida, mediante la voluntad conjunta de los cuatro pasajeros, hacia el monte
más alto del mundo destino. Una vez posada en la cima, los viajeros salieron
con delicadeza de su estado de conciencia alterada, la nave adquirió de nuevo
una forma material y estuvo sujeta de nuevo a las ataduras del tiempo, el
espacio y la gravedad. Los cuatro viajeros entraron en cápsulas como burbujas
de luz blanca translúcida para protegerse de la atmósfera enrarecida y el suelo
desértico del planeta más cercano a Nissos, donde ahora se encontraban. Cuando
descendieron de la nave, vieron una esfera pequeña de luz dorada intensa que
flotaba a la altura de sus ojos.
-
Bienvenidos a Ngoatare
– dijo la luz dorada, sin utilizar palabras–. El Maestro Valotessvara me ha
pedido que les informe sobre la naturaleza de sus misiones aquí. Las dos
Palamnovas deben encontrar la Fuente y lograr que cambie de color como lo hacen
los mares de su mundo. Gontas Sericaj, tú y yo visitaremos el Portal, allí
fundiremos el contenido de nuestras mentes en la Luz Clara.
Sabiendo
que Blor Tasaf, el otro Azor, no disfrutaba compartir sus pensamientos, la luz
dorada le pidió directamente, sin que los demás lo percibieran, que hiciera una
fogata y se quedara resguardando la nave. También le indicó practicar su
meditación con ayuda de las visiones formadas en las tormentas de arena. Las
dos Palamnovas emprendieron su camino, siguiendo la dirección de la estrella
más brillante del cielo. Gontas Sericaj y la luz dorada tomaron la dirección
contraria.
El
Azor y la esfera de luz se movieron durante un día y una noche por las arenas
rojas del desierto, hasta llegar a una cueva a la cual se adentraron en
silencio, guiados por un destello azul que manaba desde sus entrañas. Poco a
poco, el destello tomó la forma de un disco que a cada paso se hacía más y más
grande. Cuando llegaron al final de la cueva, vieron que el destello se había
convertido en una ventana circular brillante cuyo diámetro doblaba la estatura
de Gontas Sericaj, quien era el más alto entre los discípulos del Maestro
Camaldari.
Gontas
Sericaj cantó un mantra, mientras que la luz dorada empezó a crepitar con más
intensidad, hasta convertirse en un blanco tan brillante como las piedras de la
Isla del Centro del Mundo cuando empezaban el proceso de activar las naves de
los Camaldari. Permanecieron de esa manera durante medio día frente al Portal,
sin decir palabras ni transmitir pensamiento telepático alguno.
De
vuelta hacia la nave, Gontas Sericaj miró hacia la profundidad de las estrellas
en la noche roja de Ngoatare, recordó en voz alta y dijo las palabras “Flor de
la mañana, luz de las estrellas”. En ese momento y por un instante, Sittvalar
brilló con la luz de todos los colores del arcoiris. Luego volvió a su color
dorado natural.
Los
viajeros se reunieron junto a la nave en la cima del monte, compartieron la
comida que había preparado Blor Tasaf y decidieron reposar hasta el amanecer.
Los Azores se dieron la espalda el uno al otro y se dejaron absorber en sus
propios pensamientos. La luz dorada permaneció inmutable. Las dos Palamnovas
fundieron sus burbujas y se recostaron una frente a la otra, viéndose a los
ojos. Se besaron, se acariciaron y estuvieron juntas toda la noche, recorriéndose
a sí mismas con sus manos, con sus bocas, con la totalidad de sus cuerpos,
cambiando el color violeta de sus pieles en juegos rítmicos de armonía cromática,
gimiendo, susurrando, disfrutando sin descansar la una de la otra.
Cuando
amaneció y los demás ya estaban dentro de la nave, Maisoleia fijó su mirada en
Sittvalar, quien la había estado mirando fijamente frente al Ojo del Dragón
tres noches atrás. La Palamnova había percibido que Sittvalar estaba reflejando
en ella a alguien más, justo antes de ser transformado por su Maestro en una
esfera interplanetaria de luz dorada. Sin pronunciar palabra, Maisoleia emitió desde
su rostro un destello breve, una sonrisa sutil como la flor de la mañana, una
mirada cautivadora como la luz de las estrellas. Luego dio la vuelta, la nave
se cerró y se desprendió de la influencia espaciotemporal del planeta Ngoatare,
al ritmo de los mantras que reverberaban en su interior. Sittvalar los vio
partir, brilló con luz violeta y se diluyó lentamente hasta extinguirse, como
la fogata que había encendido el Azor a su llegada y que ya no tenía más combustible
para calentar ni iluminar.
5
Un
Camaldari y un Nisseiri se movieron a pie, durante toda la mañana del día que
dura lo mismo que la noche, desde una playa de arena blanca y muy fina hasta la
cima de la montaña más alta, donde pudieron divisar casas circulares de paja
dispersas a intervalos regulares por toda la isla. A lo lejos se veían otras
islas, centenares, miles de islas flotando en un mar violento que se encontraba
en lenta transición desde el violeta al verde esmeralda. Se detuvieron un
momento para descansar y beber un poco de agua. Luego empezaron a descender,
entre los árboles del frondoso bosque tropical, hasta llegar a la orilla de un
río multicolor, calmado, que se deslizaba sobre sí mismo sin ningún afán de
unirse al agitado mar que se encontraba a media tarde de distancia.
El
Maestro miró a su aprendiz a los ojos.
-
¿Recuerdas tu
nombre? –preguntó.
-
No.
-
¿Sabes dónde
estamos?
-
No.
Aunque
era joven, el semblante del aprendiz era el de un anciano desahuciado, al que
se le ha informado que solo le quedan pocos días de vida, alguien que no tiene
ninguna posibilidad de poner en orden sus asuntos antes de encararse a lo
inevitable.
-
Sígueme –
solicitó el Maestro.
El
aprendiz se subió a un pequeño bote inflable para una sola persona y remó con
sus propias manos, más bien con cierto desinterés, sin intentar alcanzar al
hombre viejo de piel verde que le servía de guía, quien también se había
embarcado en un bote similar. La corriente del río los recibió con un abrazo
fresco. Ahora se dirigían ambos, sobre aguas tranquilas, hacia la playa de
arena fina que marcaba el límite entre el río apacible y el mar violento.
Cuando la corriente finalmente llevó al aprendiz junto a su Maestro, este lo
miró a los ojos y le dijo: “ahora recordarás y volverás a ser quien eras”.
Luego, empujó con delicadeza el bote inflable de su aprendiz, un toque muy
delicado pero con el impulso suficiente para desviarlo de su curso y dejarlo
atrapado en un remolino del cual no pudo salir con la fuerza de sus brazos.
La
abulia empezó a convertirse en desesperación cuando ya no pudo ver el otro bote
en el horizonte y se encontró a sí mismo solo, perdido, sin ayuda de ningún
tipo, en un remolino que le impedía avanzar o retroceder, en medio de un mundo
desconocido. Así que decidió lanzarse al agua multicolor, sin tener idea de su
profundidad. Sin saber nadar, usó toda la fuerza de sus músculos para empujar
el bote fuera del remolino y retomar la corriente tranquila del curso principal.
Río
abajo, la corriente lo empujó hacia un árbol caído sobre el agua. Sin remos,
sin ningún sistema de dirección, solo con la fuerza de sus brazos, la colisión
fue inevitable. Las ramas del árbol golpearon todo su cuerpo y le dejaron
sendas marcas en su piel. Cuando logró salir de la espesura de hojas, ramas y
madera en putrefacción, vio en su regazo una araña enorme, roja y negra, de
patas largas y cola abultada. En un primer momento se asustó, pero comprendió
que la araña era un reflejo de sí mismo. Si él estaba asustado, la araña
también lo estaría. Si él la atacaba, la araña podría envenenarlo y matarlo. En
el fondo, él no quería morir. Después de mirar fijamente a la multitud de sus
ojos, tomó una rama que flotaba junto a él y la ofreció al animal. La araña se
subió a la rama y él la dejó, con cuidado, en la orilla más cercana. El río
siguió llevándolo con paciencia hasta el mar.
Con
el pasar de la tarde comprendió que la corriente es inevitable y que no hay
ningún mérito en resistirla ni en rendirse ante ella. Debía aprender a
adaptarse, a empujar suavemente, con delicadeza y astucia, para usar el impulso
del agua a su favor. La corriente era el Tiempo. Y el Tiempo podía ser su mejor
aliado o su peor enemigo. Debía aprender a recordar y a vivir con sus recuerdos,
sin rechazarlos, sin aferrarse a ellos, tan solo impulsándose con sutileza en
su fluir para seguir avanzando sin quedar atrapado en remolinos, en escombros
ni en memorias venenosas. Su mente recordó la fusión con Maisoleia durante el
viaje a Ngoatare y su corazón decidió que no tenía sentido abandonar la
corriente de la vida por el recuerdo de un anhelo frustrado.
En
el lugar donde el río calmado divide la playa y se une con el mar violento, su
Maestro lo estaba esperando.
-
¿Sabes dónde estamos?
– preguntó.
-
Estamos en…
estamos en Palamnova. Me trajiste aquí para que mi corazón se desprendiera de
la luz de Maisoleia, Me trajiste aquí para lavarme en el río multicolor y
ayudarme a encender de nuevo el fuego que yo mismo extinguí en el viaje al desierto
del mundo rojo.
-
Así es –
respondió el Maestro. – Las Palamnovas aman fundirse con todos los seres que
les abran las puertas de su luz interna. Esto no es malo ni es bueno.
Simplemente esa es su naturaleza. Como la araña que encontraste hace unos
momentos, ellas reflejan lo que tú les das. Tú le diste a ella un anhelo que te
acompaña desde hace muchos años y ella te devolvió ese mismo anhelo,
amplificado. ¿Recuerdas tu nombre?
-
Mi nombre es
Sittvalar y vengo del mundo Nissar. Pero no entiendo a qué te refieres cuando
me dices que yo le di a Maisoleia el reflejo de un anhelo que he llevado
conmigo desde hace años. No recuerdo haber sentido antes lo que sentí con ella.
Valotessvara
quedó desorientado y confundido ante la respuesta de su aprendiz. Algo no
andaba bien. Así que decidió cambiar la pregunta.
-
¿Recuerdas tu
misión?
-
Mi misión es
olvidar a Maisoleia y aprender el viaje espacial por medio de la Luz Clara –
respondió Sittvalar. – Pero, Maestro, Palamnova está muy lejos de Nissos. ¿Era
necesario venir hasta aquí? Cuando volvamos al mundo Nissar, habrán pasado
miles de años.
El
Maestro permaneció en silencio unos instantes. Era evidente que la memoria de
Sittvalar seguía profundamente afectada. Luego, para asegurarse, volvió a
preguntar:
-
¿Recuerdas lo
que viste en el Portal de la cueva de Ngoatare?
Sittvalar
se esforzó para buscar en su memoria, aun afectada por la amnesia temporal que
le ocasionó su experiencia con la Palamnova, cuando pudo existir sin estar
sometido a los límites físicos de su cuerpo manifestado. Después de varios
titubeos, finalmente pudo hilar con claridad los detalles de la visión que tuvo
en el Portal:
-
Era una multitud
de Azores, eran miles de ellos. Estaban en un mundo donde hay tantas estrellas
en la noche que es difícil diferenciarla de día, pero estoy seguro que era de
noche. Todos ellos estaban danzando y cantando alrededor de un cubo negro muy
grande, era enorme, era tan grande como la montaña por donde sale el sol en el
valle donde llegaste por primera vez al mundo Nissar. En un momento, un rayo de
energía muy potente salió desde el cubo y se dirigió en dirección vertical
hacia las estrellas. Después vi la luna Nissar y la visión terminó en ese
instante.
-
¡La luna! ¡Por
supuesto! ¡Debemos regresar inmediatamente a Nissos! Será arriesgado, pero tendremos
que hacer el viaje sin la nave. ¡No tenemos tiempo! Esfuérzate por recordar,
querido amigo. Tu misión es encontrar a la flor de la mañana y entregarle la
piedra que es fuego y agua. ¡Debes recordarlo! Mantén esa idea fija en tu mente
y no pienses en nada más. Lo que tengas en tu conciencia cuando te enfrentes a
la Luz Clara es hacia donde te dirigirás en el viaje. No podemos usar la nave,
tú lo has dicho, estamos muy lejos de Nissos y no tenemos tiempo. Tendremos que
usar la técnica que usaste para viajar a Ngoatare. Moriremos aquí y por la Luz
Clara renaceremos en Nissos. ¡Prométeme que recordarás lo que te he dicho! Yo también me esforzaré por recordar. Nos
volveremos a encontrar cuando el tiempo sea preciso.
-
Mi misión es
encontrar a la flor de la mañana y entregarle la piedra que es fuego y agua. Lo
recordaré. Buen viaje, Maestro.
-
Buen viaje,
querido amigo – respondió el Maestro.
En
ese momento, Valotessvara golpeó en la cabeza con una roca a Sittvalar, el
viajero que nació como Camaldari y
renació como Nisseiri. Recitó los mantras para su amigo, su compañero de misión
durante múltiples vidas. Cuando estuvo seguro de que Sittvalar había entrado en
la corriente de la Luz Clara, lanzó su cuerpo al mar. Valotessvara recitó una
vez más los mantras y se unió también al mar violento de Palamnova, dejándose
hundir hasta que el agua llenó sus pulmones. Con la última brizna de conciencia
que atravesó por su mente, repasó su misión y meditó en las enseñanzas que la
Gran Mente Universal compartió hace miles de millones de eones con el Maestro
del Sol aguamarina que iluminaba el planeta Camaldar. Su misión era ayudar a su
amigo Sittvalar a recordar.
Oh noblemente nacido, escucha con
atención. Puedes empezar a sentir que renacerás como una persona cambiada y que
olvidarás todo lo que crees que debe ser recordado. Pero no es así. Diferentes
imágenes de ti mismo en el futuro serán vistas por ti. La que más te obsesiona
la verás más claramente. Puedes sentir ahora el poder de realizar proezas, de
percibir y comunicar de manera extrasensorial, cambiar forma, tamaño y número,
de atravesar espacio y tiempo instantáneamente, estas sensaciones vienen a ti
naturalmente, sin método. No te distraigas, estás en el periodo de reentrada al
mundo que llamas hogar. Te reunirás con quien debes reunirte y recordarás lo
que debes recordar.
6
En
el atardecer del día más largo del año, los cuatro viajeros terminaron de
instalar la carpa, a orillas de un lago en las afueras de un pueblo de clima
templado. Los hongos empezaban a hacer efecto. Los colores del ocaso
aparecieron mucho más vívidos, la música que sonaba a todo volumen desde una
camioneta, a unos cien metros de distancia, empezó a dilatarse y contraerse,
las notas parecían dibujarse en las nubes y los corazones de los cuatro latían
al mismo ritmo. Aunque la música hablaba de sexo, fiesta, alcohol y decisiones
egoístas para lamentar en la resaca, el efecto del hongo hacía vibrar a los
cuatro en una onda opuesta, una onda de amor, unidad, comprensión profunda y
gratitud por la vida. Después de todo, no era mentira lo que decían los libros
y los documentales. Incluso las palabras absurdas de los hippies tuvieron
sentido: al cruzar las puertas de la percepción, la unidad de todos los seres
se hacía evidente, ya todo se daba por cumplido y solo quedaban motivos para
amar y agradecer.
Ni
siquiera la nube oscura que se aproximaba por detrás de la montaña que formaba
el lago causó efecto negativo alguno en la experiencia; la lluvia también es
fuente de vida, igual que el sol, que el aire y que la tierra. De alguna manera,
eso sí, tendrían que arreglárselas para mantener encendida una fogata bajo el
aguacero, de lo contrario no podrían cenar esa noche. El viaje hasta el lago
había sido agotador y los cuatro amigos apenas empezaban otra travesía hacia el
interior de sus mentes, por los caminos de la gran red micelar a la que el
hongo les permitió entrar. No podían permitirse pasar la noche sin comer.
Con
gran esfuerzo lograron encender el fuego bajo la lluvia y protegerlo con un
trozo de plástico que encontraron en el suelo. Se turnaron para sostener el
plástico y avivar el fuego, agitando la tapa metálica de una olla que no
estaban usando. Mientras los demás grupos que acampaban a orillas del lago se
resguardaban en sus enormes carpas, en sus camionetas blancas, en los kioskos…
los cuatro amigos, unidos por la lluvia de colores que se filtraba por sus
pieles para derretir las barreras de su ego, unidos por el fuego místico que
había iluminado a la humanidad desde los albores de los tiempos, unidos por el
aire que es portador del espíritu, de la inteligencia y la conciencia que une a
todas las mentes en una sola conciencia universal, y unidos por la tierra que
les regalaba, con todo su amor, los alimentos para mantener vivos y activos sus
cuerpos, sus sueños, sus ilusiones y la amistad que los unía, agradecieron la
experiencia y se rieron de sí mismos, convencidos de que iban a compartir la
mejor cena del universo entero.
La
lluvia cesó, las nubes se disiparon y la luna llena hizo su aparición
majestuosa. Los cuatro no pudieron evitar quedarse absortos, perdidos, fascinados
por la contemplación de tan maravilloso regalo del Universo. El hongo y la luz
de la Luna ayudaron a Valotessvara, a Gontas Sericaj, a Blor Tasaf y a
Sittvalar a recordar.
-
Es una puta
cagada que nos estemos tirando este planeta tan hermoso de esta manera tan
ruin, tan… criminal – dijo Blor Tasaf.
-
Y además es re
estúpido que tengamos que vivir para trabajar y trabajar y trabajar y no hacer
más que trabajar todo el malparido año para tener solo una semana de descanso –
completó Valotessvara. –No solo este sistema nos tiene vueltos mierda sino que
también es lo que está acabando con la vida en el planeta.
-
Panas, a lo bien
me parece que tiene que haber otra manera – dijo Sittvalar –. La humanidad ha
vivido en este planeta cien mil años, tal vez más, y nosotros en trescientos
años nos lo cagamos pero con toda. Es absurdo.
-
Mmmmm,
trescientos años no – dijo Gontas Sericaj –. Yo diría que cinco mil años, más o
menos, pero sí parce, es una completa estupidez–. Después de un instante de
silencio, siguió hablando, sin dejar de mirar fijamente la Luna y los patrones
de luz caleidoscópica que manaban de ella, de las nubes, de todas las formas de
vida que los rodeaban. – ¿Se imaginan cómo era la vida de las personas de estas
mismas tierras hace cinco mil años, antes de que todo empezara a irse al carajo?
Los
cuatro quedaron en silencio y se recostaron en el pasto, aún humedecido por la
lluvia, observando con atención los colores, las espirales, el conocimiento
cósmico palpitando, yendo y viniendo desde las nubes, desde la música, las
montañas, la Luna y desde sus cuerpos. La cuestión planteada por Gontas Sericaj
era compleja y la red micelar también quería participar en la conversación.
Una
espora se elevó del suelo y, bailando la danza de los tiempos, entró en la
nariz de Sittvalar, llevando con ella el recuerdo de un sonido lejano y
sagrado, la voz de una abuela sabia: “Siempre que te sientas perdido puedes
volver a las raíces. Si le preguntas con amor, la Madre Nissar te contará con
amor todos sus secretos”.
-
¿Se imaginan qué
pasaría si la Luna desapareciera de repente? – preguntó Gontas Sericaj.
Sittvalar se había abstraído por completo y los tres siguieron hablando.
-
Una vez leí que
toda la vida en el planeta depende de la Luna, por la gravedad y la fuerza de
las mareas– dijo Blor Tasaf. –Eso crea ciclos y esos ciclos se retroalimentan,
o algo así.
-
Así es. Y esos
ciclos, después de mucho tiempo, millones de años, son los que crean los
ecosistemas– completó Valotessvara. –Mis abuelos todavía cultivan siguiendo las
fases lunares, pero pues toda esa vuelta ya se perdió y son muy pocos los que
todavía lo hacen así. Tú sabes, la agroindustria, los petroquímicos y todas
esas mierdas capitalistas…
-
¿Pero qué
pasaría si la Luna desapareciera de repente? – insistió Gontas Sericaj.
-
Paila. Paila la
humanidad –respondió Valotessvara. –No habría nada más que hacer.
-
Ushhhhh… ¿y se
imaginan que, no sé, unos extraterrestres con tecnología muy avanzada, digamos
un láser muy potente desde el centro de la galaxia o algo así jajajaja, no sé
qué estoy diciendo, se imaginan que esos pirobos quieran destruir la Luna? –
preguntó Blor Tasaf, dejándose llevar por el juego de los escenarios
hipotéticos.
-
¿Y para qué
querrían hacer algo así? – dijo Valotessvara. –De plano que destruyan la Tierra.
¿Pero para qué hacer explotar la Luna y no hacerle nada a la Tierra?
-
Jajajajaja no
sé, para esclavizar a la humanidad o algo así – dijo Gontas Sericaj. Aunque…
¡ahg! Más esclavizados de lo que estamos ahora… Nos harían sufrir mucho y podrían
volvernos completamente dependientes de ellos, eso sí.
-
De pronto así
podrían desconectarnos de nuestras raíces, de los ecosistemas, que nos
olvidemos por completo de las redes de la vida, y pues así nos tendrían como
esclavos sin que podamos hacer nada para liberarnos– dijo Valotessvara. –Tal
vez la humanidad sobreviviría si es que esos aliens lo quisieran, pero el resto
de la vida, paila, se muere, se extingue. No sé parce, si algo así pasa, sería
todo muy caótico y no, qué visaje la vida.
-
No sé jajajajaja
lo único que sé es que este hongo me tiene reeeee loco – respondió Gontas
Sericaj.
Sittvalar
escuchó toda la conversación de sus amigos, sin decir ninguna palabra. Con los
ojos de su cuerpo cerrados y el ojo de su mente bien abierto, recordó lo que
debía recordar.
-
Socitos, aguanta
resto ir mañana al río– dijo Sittvalar. Luego se recostó y cerró de nuevo sus
ojos, dejándose llevar por la luz caleidoscópica y las revelaciones que manaban
desde el centro de su ser, con ayuda de la red micelar, la red de las raíces de
las plantas.
Al
día siguiente, en el río que alimentaba el lago donde los cuatro amigos de piel
trigueña acamparon y recordaron, Sittvalar encontró algo entre el agua y lo
tomó entre sus manos. Una piedra ovalada.
-
Ahora debes
entregársela a la flor de la mañana – susurró Valotessvara.
-
¿Qué has dicho,
Maestro? – preguntó Sittvalar.
-
Jajajajjaaja qué
te pasa. ¿Por qué me dices Maestro? – dijo Valotessvara. Luego volvió a
susurrar, mirando al vacío. –Todos creen que los árboles son maestros, pero
ellos, igual que nosotros, solo están buscando su camino hacia la Luz.
Los
cuatro amigos descansaron y se bañaron en el río. Cada uno bebió una cerveza y regresaron
al pueblo para ver el atardecer.
7
En
la noche más larga del año, Sittvalar salió a reflexionar en soledad, bajo la
luz de la luna. Había dejado todo atrás. Se sentía perdido y desorientado. La
única certeza que tenía en esta etapa de su vida era que tenía que regresar a
Nissos, al lugar donde la única cordillera se divide en dos y luego en tres.
En
el primer viaje que hizo a ese lugar, cinco años atrás, su gran amigo
Valotessvara fue su compañía. Cuando vio por primera vez los monolitos tallados
con formas de animales, esparcidos por todo el valle, las fuentes de azulejos,
los templos en las cimas de las montañas y las tumbas milenarias, decoradas con
motivos espirales, los monumentos alineados con los polos celestes y con el
plano de la eclíptica que unía los atardeceres con los amaneceres, Sittvalar
sintió que algo muy profundo en su corazón y en su memoria volvía a la vida.
La
sensación era la misma ahora que estaba de vuelta. Ciudades circulares
enterradas por los siglos, viejos dispositivos que se activaban con la luz de
las estrellas y con la acción paciente de las piedras talladas, antiquísimas
tecnologías traídas de otros mundos y desarrolladas hasta la plenitud en estas
montañas, los guijarros que representaban con formas espirales a los cuatro
elementos, naves doradas y viajes interestelares mediante la comprensión
profunda de la Luz Clara, todos vinieron a su mente como el recuerdo lejano y
difuso de otras vidas y otros tiempos. ¿Qué era la Luz Clara?
También
las nostalgias parecían seguir siendo las mismas.
Su
alma aún se sentía profundamente adolorida por cómo había terminado su relación
con Nalinivadi. Para Sittvalar, Nalinivadi había sido la única mujer, su flor
de la mañana. Él había conocido y compartido con muchas más, se había enamorado
y había sufrido por apego hacia otras tantas. A una de ellas aún la estaba
llorando cuando visitó por primera vez el valle donde los Andes se dividen en
dos cordilleras y luego en tres, en la montaña donde una mujer tallada en
piedra observó los amaneceres todos los días de los últimos cinco mil años.
Ningún
dolor se comparaba con el que sentía ahora.
En
el fondo de su corazón, Nalinivadi siempre había sido la única mujer, la niña
vestida de sol, la flor de la mañana, la luz de las estrellas.
En
otro viaje a otro lugar, Sittvalar encontró la piedra que es fuego y es agua.
En ese instante, su amigo Valotessvara pronunció unas crípticas palabras que jamás
pudo olvidar: “Ahora debes entregársela a la flor de la mañana”. Sittvalar
sospechaba que Valotessvara no era plenamente consciente de lo que dijo, en
todo caso, en ese momento aún estaban bajo los efectos del hongo y en ese viaje
se dijeron muchas cosas sin sentido. Sittvalar jamás había hablado con nadie
acerca de Nalinivadi. Para la época en la que encontró la piedra que es fuego y
es agua, ni siquiera sabía que Nalinivadi era el nombre de aquella niña que vio
alguna vez en su remota infancia y jamás pudo sacarse de su corazón, la niña
que había buscado todos los días de su vida y quizás durante varias vidas más,
en la mirada de todas las personas con quienes se había cruzado, la niña
vestida de sol cuya sonrisa era la flor matutina de la primavera, la niña que
en sus ojos llevaba el cosmos en un halo de luz.
Conocerla
fue una experiencia de otro mundo. Sittvalar estaba en medio de uno de los días
más tristes de su vida. Justo en el momento en el que dejó de buscarla, la niña
vestida de sol apareció y el sol volvió a brillar después de la insondable
oscuridad. Sittvalar no podía creerlo y, aunque seguía siendo uno de los días
más tristes de su vida, también fue el momento más feliz. En su memoria jamás se
diluyó el instante en el que ella pronunció su nombre: Nalinivadi. Durante mucho
tiempo, la primera palabra que decía Sittvalar al despertar era Nalinivadi. Su
nombre, su sonrisa, su mirada eran lo último en lo que pensaba antes de dormir.
Juntos compartieron los días y las noches, memorias y dolores, las alegrías y
todo lo demás.
Pero
otro día, sin quererlo, Sittvalar descubrió que Nalinivadi le había mentido y le
había ocultado la persona que en realidad ella era. Ya no existía ninguna forma
de saber si lo que ella había compartido con él eran vivencias reales y
emociones sinceras o solo el producto de una elaborada manipulación. Nalinivadi
decidió mostrarle tan solo su encantadora superficie, escondiendo el interior,
negándole voluntaria y conscientemente la oportunidad de conocerla de verdad y
a profundidad. Lo que Sittvalar creía que había nacido entre él y la mujer vestida
de sol, todo había sido un gran engaño cimentado en la decisión de no mostrarse
transparente, de usar máscaras, de esconderse. Cuando Sittvalar, lleno de ira,
confrontó el engaño y la mentira y puso en duda todo lo que Nalinivadi le había
compartido y confiado, ella gestó un rencor abismal que se arraigó fuerte en su
corazón. La relación, tanto tiempo anhelada, se rompió de manera irreversible,
como todo lo que se rompe. Para Sittvalar, ocultar también era engañar.
Y
el sol se ocultó. De nuevo todo se hizo oscuridad. Los dos se alejaron y nunca
más volvieron a saber nada más el uno del otro. Él había intentado seguir con
su vida, pero llevaba en su alma una herida abierta que jamás pudo cicatrizar.
De alguna forma, sentía que su regreso a Nissos le ayudaría a sanar. No tenía
la compañía de su fiel amigo Valotessvara, esa noche estaba solo. Quizás tenerlo
a su lado le ayudaría a sentirse mejor. Pero quizás le convenía la soledad. En
todo caso, no sabía cómo, pero sabía que debía estar en Nissos esa noche. De
alguna forma lo sabía…
Una
llamada entró a su teléfono y lo sacó por un momento de sus nostalgias.
Sittvalar siguió caminando mientras hablaba.
-
¡Valotessvara!
¡Heyyy mi perro! ¿Cómo has estado? Precisamente estaba pensando en ti.
-
¡Qué se dice el
Sittvalar! ¿Cómo es eso de que estabas pensando en mí?
-
Sisas jajajaja.
¡No me vas a creer en dónde estoy!
-
¡Y tú no me vas
a creer a quién me encontré!
-
Jajajajajaja
paaaarce. ¡Estoy en Nissos!
-
¡Woash! ¿Te
acuerdas de la Chaquira y del Alto de los Ídolos y que lo pasamos una chimba
andando en el techo de esa camioneta?
-
¡Cómo se me va a
olvidar! Justo estoy aquí, en la Chaquira. Bueno, voy bajando las escaleras. Tú
te acuerdas, las escaleras para llegar al valle. Nahhh parce, qué nombre tan
horrible le pusieron siendo una escultura de piedra tan bonita, tan… milenaria.
Dizque la Chaquira. Pero ven, Valo, ¿a quién te encontraste?
-
Noooo perro
imagínate que iba caminando por la playa y los vi a lo lejos. ¡Gontas Sericaj y
Maisoleia! Te mandan saludos. ¿Sabías que se cuadraron y son novios?
Por
un momento, Valotessvara no escuchó más que silencio.
-
Sittvalar…
¿estás ahí?
Silencio.
-
Aloooooo.
¿Sittvalar?
Después
de unos segundos, Sittvalar respondió:
-
Sí, sí, lo
siento, es que… es que… Diles que lo
mismo y que las mejores. Hey, te llamo al rato, no me lo vas a creer, pero yo
también acabo de encontrarme a alguien aquí en la Chaquira. Después te cuento.
¡Un abrazo!
-
Lo mismo viejo Sittva,
un abrazo. ¡Hey! Mira la Luna. Ya sabes qué hacer.
La
Luna estaba en el cenit y de su contorno manaba un arcoíris.
En
ese momento, un rayo eléctrico que nació en su coronilla, como llegado del
cielo, recorrió toda su espalda y se dividió hasta llegar a sus pies, para
volver de regreso a la coronilla, no sin antes pasar por su corazón, que latió
con tanta fuerza y velocidad que simplemente no hubo más alternativa que
desfallecer. Su cuerpo se sentía caliente y frío al mismo tiempo. Sus manos
temblorosas sudaban y su mente se negaba a asimilarlo. ¡No podía ser real!
¿Acaso se había comido otro hongo sin siquiera darse cuenta?
No.
En efecto, ella estaba ahí. Nalinivadi estaba ahí.
¡La
flor de la mañana!
¡Nalinivadi!
Todo
lo demás en su mundo dejó de existir y la niña vestida de sol, la mujer vestida
de sol ocupó toda la profundidad del Universo. Nalinivadi miraba fijamente a la
mujer tallada en la montaña.
-
Hola – dijo
Sittvalar. Su voz temblaba.
-
¿Qué haces aquí?
– dijo Nalinivadi.
-
Un… no sé cómo
explicarlo. Un instinto me trajo hasta aquí. ¿Y tú?
-
Mira Sittvalar,
la verdad es que no quiero hablar. No te quiero ver. Por favor, vete.
Sittvalar
vio que la mujer vestida de sol llevaba algo en su mano. Algo que él conocía
desde mucho tiempo antes de nacer.
-
Me alegra que
aún la tengas contigo– dijo Sittvalar, señalando la piedra que es fuego y agua.
La
mujer sostenía un pequeño guijarro, de unos cinco centímetros de diámetro, con
forma ovalada, de un color naranja intenso como el fuego, combinado con un
fondo negro, tan oscuro como la profundidad del océano. Juntos, el fuego y el
mar creaban un patrón que hacía recordar el fluir rítmico de la vida a través
de todos los mundos habitados de la galaxia. La piedra que es fuego y es agua
estaba en manos de la flor de la mañana. Juntos estaban bajo el arcoíris lunar.
Entonces,
sin decir ninguna palabra, Nalinivadi tomó impulso y arrojó el guijarro tan
lejos como sus fuerzas se lo permitieron. Después dio la vuelta y subió
corriendo las escaleras hacia la cima de la montaña.
Sittvalar
quedó aturdido. Quiso correr detrás de ella. Pero se detuvo.
Jamás
pudo sacarla de su corazón y todos los días había pensado en ella. A pesar de
las máscaras y los engaños, a pesar del sufrimiento, a pesar de que ella no
quería saber nada más de él y que le había pedido varias veces que se alejara y
la olvidara, Sittvalar aún soñaba con ella. Pero, en ese momento, mientras la
veía alejarse, comprendió que la historia entre los dos ya había terminado. Él
la había encontrado y le había dado la piedra que es fuego y es agua. Ella
sabía qué hacer. Y lo hizo. Lo hizo bajo la luz del arcoíris lunar, tal como
debía ser. Ella cumplió con su parte. Ella debía estar en el lugar y momento
precisos, con la configuración emocional exacta para arrojar la piedra que es
fuego y es agua hacia un lugar específico del valle donde la mujer tallada en
la montaña miraba todos los días hacia el amanecer.
Sittvalar
se sentó frente a la Chaquira, donde los Andes se dividen en dos y luego en
tres. Contempló el valle donde, en algún lugar, había caído la piedra a la que
había sido guiado años atrás por un impulso extrasensorial, micelar, más allá
de las limitaciones del tiempo, el espacio, la vida y la muerte. Lloró como
jamás había llorado antes. Y cuando la tristeza hubo agotado la reserva de sus
lágrimas, se puso en pie y suspiró. En ese momento, la piedra que es fuego y es
agua respondió a su pesada exhalación, se elevó de la profundidad a la cual
había sido arrojada apenas hacía unos minutos y flotó hasta posarse frente a sus
ojos. Entonces, la mujer de la montaña, la piedra que flotaba y todos los
monolitos dispersos en el valle emitieron, durante un segundo, una luz blanca y
cegadora hacia todas las direcciones.
Confundido,
buscó el único resquicio de oscuridad del que dispuso y, por instinto, dirigió
su mirada hacia la profundidad del cielo. Y con la frente en alto, pudo ver
cómo sucedía lo imposible: El espaciotiempo se resquebrajó ante sus ojos, la órbita
de la Luna detuvo su flujo infinitesimal, otrora imperturbable, y dio un salto repentino
en el espacio. Desapareció y reapareció de manera instantánea, teletransportada
a una distancia igual a su diámetro aparente en el cielo. Cuatro minutos de
mecánica celeste se comprimieron en un suspiro holográfico. Y un segundo
después, un potente rayo de energía que venía desde la constelación de
Sagitario, disparado desde el centro de la galaxia, pasó rozando la superficie de
la Luna y se perdió por siempre en el vacío del espacio.
La
Luna, la madre de la vida, seguiría brillando para el mundo Nissar una noche
más. Nalinivadi, la flor de la mañana, la luz de las estrellas, había cumplido
su misión.