La imagen de
aquel atardecer jamás se borraría de la memoria de Nadja Reventlov. Hacia el
horizonte, mil destellos invadían el tranquilo cielo. Rojo, naranja, azul,
amarillo. El sol era el artista y sus mejores pinceladas daban vida a un
espectáculo de colores entre nubes que cambiaban de forma a cada minuto, a cada
segundo. Un millón de árboles resaltaban a contraluz, en todas las direcciones y
siempre delante del majestuoso lienzo. El trino de las aves y los aullidos de los monos se sincronizaron con los latidos de su corazón sintético. Nadja y la selva tocaron juntas una sinfonía, la rapsodia del tiempo. En el pequeño lago cristalino, el cielo
podía verse al espejo y contemplar su belleza eternamente. Ella habría querido
quedarse allí, tumbada, sin pensar, perdida para siempre entre los colores y la música de la selva. ¿Acaso se estaba encariñando con la Tierra?
Una voz rompió
su letargo.
-Es hora
-murmuró Finnstak.
Nadja tardó pero volvió en sí. Finnstak había terminado de enterrar la baliza y era tiempo de
regresar.
-¿Estás... estás seguro de lo que hiciste?
-Este es el
mejor lugar en todo el planeta, tú lo sabes mejor que nadie -dijo Finnstak, mientras levantaba una
pala y un artefacto similar a un maletín, de un material parecido al aluminio-. ¿Quieres que te repita lo que tú misma me has dicho trescientas cuarenta y ocho veces? -Ella lo miró, sin verlo. No dijo nada y volvió sus ojos al lago-. Ok. Está bien: Los nutrientes del suelo, la humedad en el aire y este maldito calor insoportable
son el caldo de cultivo perfecto. Las aguas de este lago desembocan en el Río Amazonas y eso
facilitará mucho el proceso. Ahora vámonos, tenemos que estar en Bogotá mañana
mismo.
-No es eso a lo
que me refiero- dijo ella-. Tú lo dijiste, este es el mejor lugar del planeta.
Verás, he estado pensando...
-Puedes pensar
mientras caminamos -apuró Finnstak-. Pronto se hará de noche.
Nadja apenas
podía mantener el paso. Tenía la mirada fija en sus manos, en la selva, en la
Tierra.
-¿Y si estamos
equivocados?
Finnstak se
detuvo, la miró y dejó escapar un suspiro frustrado. Su paciencia desaparecía lentamente, como el sol en el crepúsculo.
-¿Cómo es que
podemos equivocarnos? Todo lo que nos queda por hacer es informar por
hiperonda, desde Reticuli activarán la baliza y en dos semanas todo esto habrá terminado. Nos
podremos deshacer de estos cuerpos y volveremos a casa. Los humanos van a estar tan distraídos con el virus que no van a notar lo que hicimos aquí; la bacteria hará casi todo el trabajo. El plan es una genialidad y lo sabes. ¿Cómo es que podemos equivocarnos?
-Quiero decir
que esto no es correcto. Este planeta no nos pertenece. Es hermoso y está lleno
de maravillas. No tenemos el derecho de... de...
-¿Apropiarnos de él, asesinarlo? -completó Finnstak.
-No sé cómo
puedes decirlo tan tranquilamente -respondió Nadja.
-Si no lo hacemos nosotros, igual los humanos terminarán por destruirse a sí mismos y
acabarán con este planeta, como dices, hermoso y lleno de maravillas. Nosotros solo vamos a acelerar el proceso. Tú ya lo sabes, o es que acaso olvidaste quién
eres y por qué estás aquí.
-Sé por qué
estoy aquí. Sé que en diez años esta selva será un desierto. Y sé que en cien
este planeta será igual que Reticuli. Ya lo sé, conozco el plan de memoria. Tú lo dijiste: yo misma escogí precisamente este y no otro lago entre el millón de lagos que tiene la Tierra. El mejor lugar del planeta... Y aun así... aun así...
No hablaron más
en todo el camino.
En la
tranquilidad de la noche, tumbada en una hamaca y arrullada por la sinfonía de la
selva, la rapsodia del tiempo, Nadja sintió por primera vez una lágrima nacer en su imitación de ojo
humano.