El hombre está a punto de girar el picaporte.
Su
mujer yace profunda, perdida entre los kilómetros de sábanas y
cotidianidad que los separa en su propio lecho. Duermen en la misma cama
y en planetas diferentes. Ella no sospecha nada, no piensa, se limita a
respirar el aire frío, a apaciguarse en la comodidad de su sueño sin
sueños. Para ella es lo mismo dormir en Marte que en un arrabal de Katmandú. Para ella todo da igual.
Él a veces siente
envidia de ella; le gustaría ser poseedor de su ceguera. No es bueno
tener los ojos demasiado abiertos, piensa, cuando las arenas del tiempo
soplan fuerte. En eso su mujer le aventaja, nunca un grano de arena se ha colado entre sus párpados. La mira por última vez: ciega, taciturna, vacía. Da la vuelta; sus ojos están bien abiertos, heridos por el tiempo. Cierra la puerta. Se lanza hacia el desierto con ceremoniosos pasos tras algo que nunca ha visto ni escuchado, con la seguridad que da el saber que sí hay un algo para buscar.
En la noche, el
polvo infinito tiene un especial tono rojizo, un precioso
carmesí que hasta en los desiertos marcianos es extraño. Estoy despierto, se convence él. Por primera vez despierto.
Una cadena de lejanas montañas que acarician el horizonte guían la mirada del hombre hacia una milenaria colina de piedra que, a pesar de su desproporcionada grandeza, vence a la gravedad y se
cuela entre los dominios del cielo. Cientos de estrellas brillan en la oscuridad de la leve atmósfera. Y allí, junto a la cima de la
colina, se yergue la Tierra, lejana, ajena, embebida en sus asuntos, sin
pensar siquiera un segundo en los hombres como él. —¿Acaso existe alguien como yo?
Fija su vista en aquél puntito de azul insignificante en el cielo. La Tierra es
como su mujer, perdida en sus futilidades, sin conciencia de su lugar en
el universo, ciega, indiferente.
Se vuelve por un instante, le
es imposible encontrar su vieja casa roída por las corrientes marcianas, no la ve por ninguna
parte. No sabe si ha estado caminando por cinco minutos o por tres horas. Ha empezado a devorar el desierto. Sonríe.
Sigue
avanzando, sus ropas están llenas de polvo y sus pies cansados de andar
toda una vida se ven aliviados por la gentil gravedad marciana.
Se mueve con gracia, como danzando con zapatos elegantes sobre el
paño de un suelo que el cosmos ha tardado millones de años en cardar.
Las
colinas aún se ven lejanas y el polvo ha perdido el carmesí. La noche
sabe que aquel hombre va con brío y decisión tras algo.
La noche responde.
Vaporosas nubes de plata
empiezan a ocultar las estrellas, con la paciencia que tiene la muerte cuando persigue a un anciano. El viento empieza a soplar, a
susurrar, a cantar con las voces de millones de fantasmas que reinan en el
imperio de un Marte desolado hace eones. El hombre las escucha, retumban
en su cerebro, rebotan y hacen eco en las cavidades de su cráneo. Esta noche estoy despierto, se repitió. Por primera vez despierto.
El
hombre sigue caminando, lleva horas adentrándose entre el viejo castillo
de arena tostada que es el desierto. El viento marciano lo envuelve, le
habla al oído en idiomas que él nunca ha escuchado y aun así entiende
con naturalidad. Se ha deshecho de las barreras del
lenguaje, como se deshizo de las barreras del espacio y la cordura al abandonar la Tierra en busca... de algo.
Las nubes de plata toman formas
bípedas que danzan, vuelan, se unen, se separan y vuelven a sus formas originales.
Sus ojos bien abiertos, conscientes, sabios y heridos, se posan en puntos que
atraviesan las misteriosas formas y brillan con el débil fulgor de diez millones de soles distantes; los fantasmales ojos de
aquellos que poblaron un mundo alguna vez lleno de vida.
Se ha deshecho
también de las barreras del tiempo.
Las voces del
viento le guían, lo instruyen, lo llenan de locura y lo despojan de todo lo que alguna vez fue su humanidad. Ha encontrado aquello que buscaba. Las plateadas figuras lo envuelven, lo arrullan y lo
acogen en su reino, un reino construido en la tierra del tiempo y con
los ladrillos de los años. Todo lo que el hombre fue se ha convertido
esta noche en un eco. Solo un eco y un tenue fulgor de plata.
Una
fría brisa entra por la ventana; la mujer despierta. Se levanta ligera y observa con dedicación el desierto. Sus ojos, piensa, están
abiertos, más abiertos que nunca. Sin dificultad, se fija en las huellas
que desgarran la pasividad del polvo, que nacen desde el horizonte y mueren en la puerta de su hogar. Sus oídos por primera vez
escucharon.
Sus oídos escucharon un eco. Sus ojos vieron un tenue fulgor de plata.
Una cadena de lejanas montañas que acarician el horizonte guían la mirada de la mujer hacia una milenaria colina de piedra que, a pesar de su desproporcionada grandeza, vence a la gravedad y se cuela entre los dominios del cielo. Cientos de estrellas brillan en la oscuridad de la leve atmósfera. Y allí, junto a la cima de la colina, se yergue la Tierra, tan cercana, tan suya, alguna vez cegada
por las futilidades de la vida y la existencia, ahora cansada y
preparada para encontrar aquello que, sin saberlo, había buscado durante toda su vida.
La
mujer cierra la ventana y se posa de nuevo en su lecho, atenta a la voz
de diez millones de ecos que resuenan lejanos y fríos, ocultos en el viento
nocturno del desierto.