Que el Programa de la Naciones Unidas
para el Medio Ambiente convocase una rueda de prensa urgente, era algo sin
precedente en sus cuarenta años de existencia. Cuando su Director Ejecutivo
entró en la sala de conferencias, la expectación era máxima.
Los pasos del
hombre que se dirigía al estrado, que en otras circunstancias habrían producido
un notorio eco (debido a la excelente acústica del lugar), fueron acallados por
los sonoros y característicos cuchicheos de la multitud de periodistas. Ya se
habían hecho las innecesarias presentaciones, propias del protocolo, y Achim
Steiner, Director Ejecutivo del PNUMA, se tomó un segundo para carraspear
frente al micrófono antes de hablar.
—Seré breve.
Hemos convocado a los medios para hacer pública la solicitud a todos los
ciudadanos del mundo para que se abstengan de consumir cualquier clase de
alimentos provenientes de los siguientes países: Brasil, Bolivia, Colombia,
Ecuador, Guyana, Panamá, Perú y Surinam. Sus habitantes recibirán las
provisiones que, en la medida de nuestras posibilidades, logremos
suministrar. Hemos establecido un acordonamiento para evitar cualquier tipo de tráfico no
autorizado de alimentos, fauna y flora desde estos lugares. Naturalmente, los
vuelos desde y hacia los países citados han sido cancelados. Todas estas
medidas son de carácter preventivo. Se han tomado en conjunto con los gobiernos
de los países amazónicos y sus vecinos más cercanos, y nos permitirán controlar
una emergencia estrictamente local, de trascendencia menor. No hay nada de qué
preocuparse. El día de mañana daremos otra conferencia de prensa para responder
a sus preguntas. Buenas tardes a todos y disfruten su estancia en Nairobi.
«No hay nada de qué preocuparse».
¡Cuántas catástrofes de todo tipo habían tenido como banderazo inicial aquella
frase tópica!
Steiner era consciente de ello, y
sin embargo, durante los diez segundos de relativa calma interior que
transcurrieron desde que abandonó el estrado hasta salir de la sala de prensa
del PNUMA, sopesó detenidamente cada palabra y concluyó que tal vez nadie sería
tan perspicaz como para notar lo perentorio de la frase.
Sí temía, en cambio, que alguien
cayera en la cuenta de que su declaración no había sido más que una sarta de
incongruencias y mentiras. Lo temía y al tiempo lo imaginaba posible. Pero,
sin tener idea de la verdadera situación, ¿Cómo podría haber dicho algo que no
fueran deshonestas incoherencias?
Lo bueno era que tenía un plazo
autoimpuesto de, al menos, veinticuatro horas más para inventar un par de
mentiras ad hoc y darle un poco más
de consistencia a las incongruencias ya dichas ante los medios de comunicación
de todo el planeta. Lo malo era que al Secretario General de la ONU no le podría
dar largas, ni evasivas, ni mentiras, ni mucho menos ignorar su llamada
entrante e inquisidora.
—Buenas tardes,
señor Secretario (…) Sí señor, pero no entiendo, di órdenes explícitas para (…)
Se suponía que los presidentes estaban informados, yo mismo redacté los cables
enviados a las sedes de gobierno (…) Comprendo (…) Sí, sí, mañana a la misma
hora (…) Por supuesto, le enviaré una copia del discurso antes de la
conferencia de prensa (…) No señor, no volverá a suceder.
Nairobi es una
ciudad que rompe con la imagen mental que cualquier ser humano con acceso a un
televisor podría tener de África. A pesar de estar ubicada tan cerca al Ecuador,
su elevación moderada le daba un constante y agradable clima primaveral, muy
alejado de los reverberantes cuarenta y cinco grados de la sabana. Sin embargo,
no es para nada extraño que cualquier europeo o norteamericano la haya visualizado
—erróneamente— como un caserío con rudimentarias chozas, fuegos tribales y
rodeada de selva virgen y camarógrafos del National Geographic. Yendo
violentamente en contra del imaginario común, Nairobi es una de las ciudades más
grandes de África, y también, una de las más desarrolladas.
Entre sus
atractivos más destacables se pueden encontrar interesantes combinaciones entre
zoológicos y reservas para el cuidado de animales, que contrastan con
edificaciones abundantes y no muy lejanas. La zona con mayor concentración de riqueza
cultural y museológica se halla (¿intencionalmente?) cerca de una de las insignias
de la ciudad, el Uhuru Park, el equivalente keniata del Central Park
neoyorquino. Incluso el Uhuru tiene un magnífico lago artificial, al que la extraña
sabiduría popular le ha otorgado algunas de las características propias de un
oráculo. Desde allí es posible divisar, imponente y colosal, el edificio que
alberga al PNUMA.
Y desde una
oficina emplazada en los pisos superiores de aquella poderosa estructura, Achim
Steiner contemplaba las aguas pasivas del Uhuru, buscando en sus tenues
reflejos la solución a la encrucijada que había iniciado muchos meses antes de
la llamada enfurecida del Secretario General y de la fatídica rueda de prensa
que había dado hace pocas horas; encrucijada que ponía en riesgo a casi todas
las especies vivas del planeta Tierra, incluyendo también a la especie humana. En
el fondo, Steiner sabía que buscar soluciones a un problema que no se entiende
es, por no decir más, una tarea estéril.
Hace dos años (exactamente
dos años, tres meses y diecinueve días), un meteorito cayó en el corazón del
Amazonas colombiano. Los recién estrenados sistemas de detección de las
agencias espaciales europea, norteamericana y japonesa dieron una muy oportuna
alarma con dos semanas de antelación, suficiente para efectuar las maniobras de
evacuación necesarias. Dado que, incluso en los albores del nuevo milenio, los láseres
de protección contra meteoritos y demás basura cósmica no eran más que una
fantasía recurrente en la Ciencia Ficción, nadie pudo evitar el impacto. A
veces la especie humana muestra tanto desinterés por el medio ambiente en aquella
zona del planeta que, incluso teniendo la tecnología necesaria para hacerlo, muy
pocos se habrían molestado en intentar una maniobra que salvaguardara del inminente
peligro al pulmón del mundo.
El cuerpo
celeste no mediría más de dos metros de diámetro al hacer contacto con el
desafortunado (¿o afortunado?) país. Colombia fue, durante dos semanas, el
centro del universo. Las agencias espaciales calcularon que a las 3:37 minutos del
4 de septiembre de 2017 el meteoroide se convertiría en meteorito; también
establecieron un radio de seguridad de cien kilómetros. Inicialmente, este
radio de seguridad había servido como guía para que las autoridades colombianas
supieran hasta qué punto y a quiénes evacuar,
pero las siempre peligrosas y creativas lógicas del mercado abrieron de nuevo
sus fauces y engulleron todas las utilidades que pudiera traer el trozo de roca
espacial consigo.
La más
rimbombante y sonada de todas las locuras capitalistas desatadas por el
meteorito fue, sin duda, la del turismo de
avistamiento. Gran cantidad de agencias de turismo diseñaron planes “de última
hora” para observar el impacto desde el borde mismo del perímetro evacuado. Muchas
de estas agencias utilizaron la megacatástrofe que extinguió a los dinosaurios
hace sesenta y cinco millones de años como imagen, eslogan y logotipo para
facilitar la venta de sus itinerarios. Poco pareció importarles que aquel
desastre haya sido ocasionado por un asteroide y no por un meteorito. El todo
era ganar dinero. A partir de este… digamos, nuevo y pasajero mercado,
surgieron otras ideas de negocio tan absurdas como vender, entre otros artículos, fragmentos de un meteorito que no había caído
aún, recopilaciones de videos de otros impactos y catástrofes, enciclopedias
astronómicas editadas en los años 80’ y que jamás lograron salir de las bodegas,
y amuletos de la buena suerte “para que el meteorito no caiga en su casa”.
Pero, sin duda,
los que se sentían más agradecidos con la bendición cósmica eran los dueños de
las compañías mineras que venían observando desde hace décadas, con ojos famélicos,
la riquísima selva del Amazonas colombiano. Brasil, Perú y Ecuador habían
desarrollado contundentes políticas de protección de su porción de pulmón de mundo, pero Colombia… Colombia
era siempre la excepción a la regla, una suerte de agujero negro donde desaparecen
todos los atisbos de razón y lógica. Aquel país, que había visto toda su buena
suerte materializarse en forma de meteorito, ya estaba negociando con multinacionales
mineras los títulos de las tierras amazónicas evacuadas (se suponía que
temporalmente), a cambio de jugosas pero nunca suficientes y, en comparación
con el servicio ambiental que la zona prestaba al planeta, mediocres regalías. Misteriosamente,
ninguna de las compañías se atrevió a perforar el Amazonas y todas huyeron del
país en un lapso menor a tres meses. Casi como si el meteorito hubiera traído
en sus entrañas pequeños y terroríficos seres extraterrestres que los hicieran
huir despavoridos. Casi.
¿Y… qué tenía
que ver el meteorito colombiano, el más limpio, considerado y amable de todos
los inclementes golpes que ha dado el Universo a este pobre planeta, con la
preocupación de Steiner, su rueda de prensa plagada de mentiras y la llamada
furiosa del Secretario General de la ONU? La respuesta a esta pregunta recién había sido
anunciada por el intercom de la asistente del Director Ejecutivo del PNUMA y
estaba girando el picaporte para entrar a su oficina.
Anna Porter,
doctora en Ciencias Biológicas, y considerada una eminencia en ecología, había trabajado durante más de veinte años
en el PNUMA como asesora científica. Su rostro, ligeramente avejentado, daba
pistas de una juventud reluciente de belleza y carisma, que ahora estaba más
allá de los límites de su propia memoria. Pese a ello, su semblante de mujer
intelectual iba ganando más y más fuerza con el paso de los años. Porter entró
agitada, de una zancada, a la oficina de Achim Steiner. Para ella, los saludos
nunca habían sido más que una molesta y obsoleta convención social.
—
¡Es
peor de lo que pensaba! –dijo, y arrojó una carpeta repleta de papeles sobre el
escritorio de Steiner.
—
¿Peor
que salir en televisión, frente a todo el mundo, diciendo la primer chorrada
que se te venga a la mente? ¿Peor que una reconvención directa, y por cierto,
debo decir que no muy amable, por parte del Secretario General?
—
Déjate
de estupideces – respondió Porter. – ¡Está en juego el futuro de… bueno, toda
la vida en la Tierra!
Steiner se quedó
de una pieza ante la advertencia de su otrora compañera sentimental. Porter y él
habían compartido una serie de escapes amorosos hace ya bastantes años. Eso
explica, de cierta forma, el porqué de la excesiva informalidad en el trato. Ya
no existía ningún tipo de tensión sexual entre los dos, solo recuerdos
enmarañados por la niebla de ocasionales y lejanas resacas.
El hombre se
arrellanó en su silla, mientras la mujer le arrojaba datos, cifras y
porcentajes, de memoria, como si fuera una grabación de audio preparada con
anterioridad y no ella quien estuviera hablando. La preocupación de Steiner era
más que notoria –casi llegaba al borde del frenesí- y la agitación de Porter ya
podría calificarse de histeria.
—
A
ver si entiendo lo que estás diciendo – intentó calmarse un poco el hombre. —El
asteroide de 2017, el que cayó en el Amazonas colombiano, ¿Es ese el problema?
—
Parece
como si no me hubieras escuchado nada, maldita sea –la mujer estaba
notoriamente indignada-. No sé por qué me molesto en darte los detalles cuando
podría estar dándoselos al presentador del noticiero de las siete.
—
¡No
vuelvas a decir algo así, ni en broma! –atajó el hombre.
—
Entonces
presta más atención, por todos los cielos. El meteorito… bueno, parecía normal,
en apariencia es perfectamente normal…
—
Pero…
—
¿Recuerdas
que hace unos años querías establecer contacto con alguna forma de vida
extraterrestre?
—
¡Maldición!
–fue la única respuesta que dio el hombre.
La tensión en la
oficina de Steiner se habría podido cortar con un cuchillo. Ninguno de los dos
presentes pronunció ninguna palabra durante dos minutos… o dos horas. La noche
en Nairobi no es particularmente fría, y tampoco presenta los cambios sutiles
de temperatura que ayudan a intuir el paso del tiempo. Fácilmente podrían ser
las once de la noche o las dos de la madrugada y, ni el hombre ni la mujer,
habrían notado alguna diferencia.
La mujer rasgó
el silencio, mientras el hombre echaba un vistazo a las hojas de su escritorio.
—
No
resultó del todo mal hablar de una zona de cuarentena ficticia. De hecho, creo
que no pudiste haber tomado una decisión más acertada. Aislar al Amazonas del
resto del planeta, así sea usando medios tan primitivos y excusas tan básicas
como esa alusión a los alimentos que hiciste, fue algo tremendamente estúpido…
y astuto al tiempo. Puede que hayas ganado un poco de tiempo. Necesitamos
retrasar a toda costa el avance de…
—
¿Retrasar?
– replicó confuso Steiner. — ¿Has dicho “retrasar”?
—
Achi
– “Achi” era la forma que usaba Anna Porter para referirse a Steiner cuando
quería aliviar sus zozobras — la cepa alienígena lleva incubándose en la Tierra
durante más de dos años. Hace un año se hicieron notorias las reacciones atmosféricas
que estas especies vegetales invasoras están causando en la zona del impacto. Temo
decirte que…
—
¿Es
todo? ¿Se acabó… todo?
—
No,
no has entendido aún.
Las hojas que
Achim Steiner había estado estudiando mientras Anna le hablaba contenían una síntesis
bastante detallada de la situación. Un meteorito cayó en 2017, en el norte del
Amazonas, en la República de Colombia. Salvo que fue el objeto cósmico que
estrenó los sistemas detectores de las agencias espaciales norteamericana,
europea y japonesa (con todas las implicaciones culturales que esto producía),
nadie se lo tomó verdaderamente en
serio. Causó un cráter de 80 metros de diámetro y quemó unas 90 hectáreas de
selva. El mundo, después de un tiempo, demostró una vez más su asombrosa
amnesia autoinducida y se ocupó de aspectos más importantes. Pero el meteorito
seguía allí, bastante ocupado en su misión. No había un solo minuto que perder.
Cuando la temperatura bajó, las cepas vegetales alienígenas que habían viajado
por varios miles de millones de kilómetros a través del vacío infinito del
espacio, empezaron su labor. Se asentaron, entendieron la bioquímica de las
especies endémicas de la Tierra y plantearon
una mejor. En una atmósfera abundante en oxígeno y con un serio
desequilibrio en sus niveles de dióxido de carbono, las plantas alienígenas introdujeron sulfuros a la combinación; primero
en medidas muy pequeñas, luego a escalas notorias.
Las compañías
mineras, recientemente asentadas en el lugar del impacto, no tuvieron otra
alternativa que huir de los extraños e incomprensibles fenómenos naturales que
tenían lugar en la nueva zona en disputa.
Los invasores se
multiplicaron, prosperaron y empezaron a ganar terreno en un mundo que no era
suyo. Lucharon contra las plantas terrícolas y su bioquímica… y ganaron. La
selección natural no se fija en qué terrenos le corresponden a qué especies, ni
qué planetas son para qué formas de vida. Si puedes sobrevivir, hazlo, si
puedes evolucionar, evoluciona, si no lo haces, perece. Este era la premisa de
la evolución por selección natural que hizo célebre a Charles Darwin.
Los alienígenas estaban
expulsando, poco a poco, a los terrícolas de su planeta.
Y la atmósfera. No
contentos con expropiar los dominios de la vida, los invasores también
adaptaron los gases a su antojo, a su
acomodo. Las alteraciones empezaron a ser notorias para quienes podrían
detectarlas: el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente fue el
primero en recibir las señales de alarma, y la doctora Anna Porter fue la
primera en adivinar el curso de la disputa por la vida en la Tierra durante los
próximos años.
Era bastante
evidente. Primero acabarían con todo el Amazonas. Ninguna especie vegetal ha
podido ni podría hacerles frente a los invasores. Por bioquímicas
incompatibles, cualquier animal que intentara alimentarse de algún ejemplar de
los nuevos reyes del Amazonas, indefectiblemente moriría envenenado. Sin fauna
ni flora en la zona de mayor impacto ambiental en el planeta, una porción bastante
considerable de la biodiversidad terrestre habrá quedado eliminada.
Luego de haber
conquistado todo el pulmón del mundo, lo
pondrían a respirar sulfuros en vez de oxígeno. Envenenarían toda la biósfera,
acabarían con las especies aerobias restantes –incluyendo a los humanos- y
pondrían letreros alrededor del planeta con frases del estilo “Bajo nueva
administración”. Todo en un abrir y cerrar de ojos en la escala de tiempo cósmica.
Al prever la
situación, Porter se vio obligada a aceptar que, o bien la naturaleza y sus
azares le habían jugado bastante sucio a la vida terrestre, o todo esto estaba
planeado de antemano y los dos años que habían transcurrido ya del protocolo de invasión a la Tierra dejaban
intuir un jaque mate en favor de la portentosa inteligencia extraterrestre. Sin
embargo, aún la situación –fuera planeada o incidental- estaba aún en sus
estadios primarios y todavía se podrían tomar acciones defensivas.
Una vez le hubo
planteado el panorama a Steiner, la inevitable pregunta de alguien que ha
trabajado mucho tiempo con burocracias y gobiernos y diplomacias inestables, se
oyó al fin:
—
Entonces,
¿Estamos en guerra?
A primera hora
de la mañana, Achim Steiner, Director Ejecutivo del PNUMA se comunicó con el
Secretario General de la ONU. Le remitió, reparando hasta en los más nimios
detalles, toda la información que había obtenido de mano de la más brillante de
las ecólogas al servicio del planeta Tierra.
—
Creo
que la conferencia de prensa urgente del día de hoy le corresponde a usted,
señor Secretario – terminó diciendo y colgó la llamada.
Steiner contempló
una vez más el lago del Uhuru Park, esta vez no buscando respuestas, sino
buscando, en sus agitadas aguas por el viento matutino, alientos para la larga
batalla que deberían enfrentar a partir de ese momento todas las especies de la
Tierra, en defensa de un planeta que siempre ha sido suyo y por derecho les
pertenece.